Rosa Campos Gómez
Llegamos al amanecer, nos
recibió un fresco grato y pronunciado –estábamos en la segunda semana de julio
y veníamos de la tórrida España –. Nos encontramos en el centro –Piata Unirii
en dirección margen derecha del río Dâmboviţa–
a la gente que todavía no se había recogido de vivir la noche; no había ruidos
molestos, solo sonidos en murmullo de los viandantes, casi todos jóvenes, que
caminaban de regreso a casa, en soledad o en grupos, parsimoniosamente en
movimiento hacia las camas que los acogerían ese sábado ya totalmente asomado a
la ventana del día… Personas diferentes en algo, y comunes en mucho, a las que
podríamos encontrar en cualquier amanecer de las grandes ciudades de occidente
–aunque a Rumania se le note que está en periodo de cauterización–.
Bucarest es para
recorrerlo a pie –requiere una visita larga en jornadas, o volver-. Paso a paso y
día a día fuimos viendo las hermosas calles del casco antiguo con arquitectura de
diferentes épocas y de esplendorosa estética en su variedad, incluyendo la de algunos
edificios con la pátina gris y espesa que propicia el tiempo y el descuido, que
cohabitan con los esmeradamente rehabilitados o remodelados al completo, y con
otros de los que solo la parte inferior había sido recobrada para utilizarla como establecimientos
comerciales.
Calles con un dinamismo
envolvente, con sugerentes librerías, como la Carturesti Carusel, que se
encuentra en la vibrante strada Lipscani –medieval y renacentista–; con
tramos como el pasaje Macca-Vilacrosse, ese delicioso enclave urbano, con
traslúcida cúpula en su centro, que abre dos tramos de no mucha anchura –formando
una especie de U–, llenos de cafeterías y restaurantes que, sembrados de mesas
y sillones de mimbre –en su mayoría–, están siempre repletos de gente que
conversa plácidamente o fuma en shisha
o narguile –pipa de agua–, sentada
confortablemente bajo un techo gualda y transparente, sujeto a los tejados de
una y otra acera…
Calles a las que podemos
acceder perpendicularmente o con algún recodo –que siempre nos sorprende de
jugosa manera– desde la emblemática Calea Victoriei (Avenida de la Victoria),
extendida y elegante –originada en siglo XVII–, llena de sugerentes establecimientos
comerciales de todo tipo –como los que podemos hallar en las ciudades más
cosmopolitas y punteras–, junto a hermosos edificios, como el Palacio CEC (1900) –Banco Nacional, activo en
el ayer– con su bella cúpula acristalada,
y el Museo de Historia Natural de
Rumania –ayer Palacio de Teléfonos (1900)–. Avenida
que termina junto al viejo puente que cruza el río Dâmboviţa,
uniendo las dos orillas de este afluente indirecto del Danubio que atraviesa la
capital rumana.
Cerca de la otra rivera se
extiende el bulevar Unirii, que será el que nos encamine al descomunal Palacio
del Parlamento, mandado construir por Nicolae Ceauşescu. Entre
los proyectos urbanísticos del dictador estaba demoler algunas de las calles
históricas principales ya citadas, algo que por fortuna no llegó a cuajar.
El Muzeul Satului (Museo de la Aldea) depara
un magnífico conocimiento de los diferentes pueblos que componen el país. El
entorno, las construcciones, los trabajos y las tradiciones nos enseñan tanto
en esta gran zona al aire libre, tan
agradable… Este museo étnico pertenece al Parcul (parque) Herăstrău,
configurado por hermosos jardines –donde se congregan arces, hayas, robles, glicinas,
pinos, abetos… – y un lago de ensueño.
Bisericas (iglesias) que ofrecen una diversa y admirable arquitectura
religiosa desde siglos ha, que dan fe de todas las culturas que han ido
transitando y estableciéndose en estas tierras, como, por citar algunas, las
ortodoxas Biserica Stavropoleos, en Calea Victoriei, y la
de Sfântul Anton (s. XV) en la mítica zona de la Curtea Veche (Corte Vieja), por
citar algunas; y sinagogas. Muchas de ellas podemos verlas semiescondidas tras
bloques de pisos que se alzaron con la intención de invisibilizarlas –el nazismo
primero y después el stalinismo, dejaron marca–.
Y más… porque todo esto es
solo una pequeña porción de lo visto en
una tierra de gente que ama la música –escuchar en sus vías instrumentos
tocados desde las excelencia y la sensibilidad es frecuente–; que se expresa en
un inglés fluido, desde el que te ofrecen su ayuda si observan que no sabes el
rumano –lengua romance–; que entiende de jardines y sabe disfrutar de la noche.
Hacia la región de
Transilvania nos dirigimos en un tren antiguo, de elegantes asientos, con desgastada tapicería,
y pulcramente limpio, en el que durante el trayecto pasaban mujeres con grandes
cestas ofreciéndonos frescas frutillas, cogidas ese amanecer en ese soberbio bosque que
se sucedía tras los cristales, y que era
inmenso, como todo lo que nos iba adviniendo a la mirada.

Más tarde visitamos la gran Brasov, donde vimos la gótica, luterana e imponente Iglesia Negra (s.
XIV-XV); calles con extraordinarias fachadas de casas señoriales… y fragmentos
de laderas de los Cárpatos al final de cada bocacalle, propagando la sensación
de que nunca se nos escamotearía el aire.
Otro día partimos hacia el
suroeste –siempre teniendo como referencia Bucarest–, a la región de Vâlcea. El
tren era de otro modelo, aunque no más antiguo y sí más usado; también el paisaje era diferente, pero con equidad en el valor del empaque: los
cristales nos ofrecían campos de girasoles espléndidos, llevándonos a un
horizonte de calidez sin límites, inconmensurables llanuras que se alternaban
con verdeantes plantas de maíz, con lagos, con arboledas…; cuánta belleza camino
de Dragasani, donde vides antiquísimas se disponían a dar uvas para buenos
vinos.
Conocimos a personas animosas, generosas, cercanas… y comimos sabrosos platos en acogedores lugares.
Volvimos a Bucarest.
La noche –última de nuestra
estancia– empezaba a declararse y, antes de que avanzara más, decidimos buscar un espacio que nos sorprendió
el primer día por su decoración, a pesar de haberlo visto algo de lejos y muy de
pasada, pensando, sin mucha seguridad, que debía de ser un bar. En nuestro empeño recorrimos un buen tramo
de Calea Victoriei, partiendo de la parte que daba al río, la que tenía
menos afluencia.


Al final dimos con él, los
paraguas que pendían de su techo lo hacían inconfundible y distinto. Una sala
de titánicas dimensiones –quien sabe si hace siglos fue entrada para los carruajes
del palacio cuya vivienda se ubicara encima– con filas de mesas y sus asientos a los lados y un pasillo amplio en el
centro; las paredes altas, y en lo más cimero de ellas unos frescos de lado a
lado. Todo hacía casi inalcanzable el techo… menos para aquellas manos que
quisieron decorarlo con tan alegres, simples y actuales ornamentos.
La barra era austera y, detrás del hombre del mostrador, el mismo que, además, servía las mesas, estaba el horno para las pizzas. En la barra, alta y no extensa, un grifo de forjado hierro negro extraía la cerveza de barril, y bandejas acopladas y algunas jarras de cristal descansaban sobre su superficie.
La barra era austera y, detrás del hombre del mostrador, el mismo que, además, servía las mesas, estaba el horno para las pizzas. En la barra, alta y no extensa, un grifo de forjado hierro negro extraía la cerveza de barril, y bandejas acopladas y algunas jarras de cristal descansaban sobre su superficie.
Se alegró el hombre, que
atendía todo, ante la presencia de nuestro grupo –era fácil de percibir– y, aunque
habían bastantes mesas libres, acudió rápido a limpiar una de unos clientes que
acababan de levantarse de un buen rincón desde el que se podía ver de cerca la
calle… Pero solo entramos a ver la llamativa ubicación de los paraguas, ya que esa
noche queríamos despedirnos con una cena más variada que lo que allí podíamos
tomar. Mas yo me siento en deuda ante aquella actitud de jubilosa acogida…
Por muchas cosas –cuánto queda por ver– viajaría de nuevo a este país que ahora nos ocupa, y especialmente a Bucarest, lo haría por ver la cúpula de cristal del Palacio CEC cubierta de nieve en un día de invierno; por patinar o ver patinar en el lago del Parque Herăstrău cuando se hiela…, a cuya entrada le compraría un gorro de lana a aquella mujer que, a buen seguro, continuaría vendiendo sus preciosas manualidades; y, especialmente, volvería por pedir una pizza en el bar de los paraguas -ayer, quizá, recién abierto y nada famoso-, cuidado por alguien que sabía acoger con enorme amabilidad, y que tan sencilla y originalmente estaba decorado.
Por muchas cosas –cuánto queda por ver– viajaría de nuevo a este país que ahora nos ocupa, y especialmente a Bucarest, lo haría por ver la cúpula de cristal del Palacio CEC cubierta de nieve en un día de invierno; por patinar o ver patinar en el lago del Parque Herăstrău cuando se hiela…, a cuya entrada le compraría un gorro de lana a aquella mujer que, a buen seguro, continuaría vendiendo sus preciosas manualidades; y, especialmente, volvería por pedir una pizza en el bar de los paraguas -ayer, quizá, recién abierto y nada famoso-, cuidado por alguien que sabía acoger con enorme amabilidad, y que tan sencilla y originalmente estaba decorado.
Ingentes fueron las formas
rumanas de dar que encontramos…
Con infinito agradecimiento a Sara Alarcón, nuestra
compañera, excelente guía y traductora de inglés y de rumano. Por ella ha sido posible acceder a tanta
belleza y cercanía en el caminar por estas tierras.
...
Una aclaración necesaria:
No olvido que dije en septiembre que escribiría sobre los viajes de este verano, y sólo lo hice sobre uno de los últimos (Estella-Lizarra (breve mirada viajera). Con "Los Paraguas de Bucarest", dando un salto inesquivable -en el que se quedan apuntes a la espera-, he escrito sobre el primero que realicé, concluyendo con él, por ahora, las notas dedicadas a este objetivo. Aunque me gustaría seguir compartiendo estos esbozos, trazados con palabras, de algunos lugares más que guarda la memoria, pero requiero de un tiempo –que espero saber
tomarme- para seguir anotando sobre toda esa riqueza que el viajar depara.
© Rosa Campos Gómez
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