sábado, 6 de mayo de 2017

LA SIERRA DE LA PALERA

                                                                                 
                                                                              Pedro Diego Gil López


La sierra de la Palera es un cuchillo que corta el cielo hacia arriba, hiere la Luna hasta hacerla sangrar y corta la superficie del sol en dos, en la intersección que producen sus atardeceres caniculares, 


dejando a un lado una umbría destinada a iniciar profundos barrancos y a otro lado una solana extrema en caída libre hacia la depresión que se extiende limítrofe con la llanura del Cagitán, hasta la hondonada del río Quipar, embalsado con todos sus sedimentos en el pantano de Alfonso XIII.                 


La altura de esta sierra se ampara en el asombroso paraje de Los Losares, con sus yacimientos de aguas fósiles, 


su mágico sistema kárstico y su hábitat primitivo, en un derrame de calizas que resbala hasta el cañón de Almadenes, donde el río Segura hizo otro corte severo, sajó la carne pétrea de los entornos hasta profundizar de forma extrema, para crear un accidente impensable en estas monótonas sierras de la zona más externa de la Bética. Aquí es donde reside el tedio de los montes más olvidados, que viven un eterno letargo de arraigadas sequías, rotas apenas por las ocasionales lluvias que hacen despertar esas semillas imperecederas.



 Una rala vegetación consigue una floración impensable, que a su vez alimenta a los caracoles endémicos, seres perseguidos de manera implacable en los días de lluvia, en un ejercicio lúdico comparable a una ceremonia de recolecta ancestral.



 Las esencias especiales de las flores perfuman el aire, llenando la larga estación de la primavera con el alimento de su polen, un tesoro que trabajan las laboriosas abejas, que en estos espacios se aíslan para sobrevivir de los productos agrícolas que matan a sus domésticas hermanas. 

La Palera se yergue en una cúspide absoluta, entre los pinares que se incendian noche tras noche, tiempo al tiempo, por esos rayos que no cesan, y las jaras que arden cada primavera en las dulces llamas de sus flores rosadas, que se tornan púrpuras al anochecer, cuando la imaginación juega con ellas a compararlas con las lejanas constelaciones. 


Sus fronteras territoriales estuvieron habitadas por heroicos medieros que sacaban oro de las oscas propiedades de aquellos burdos señoritos, usufructos de insuficientes labranzas convertidas en cotos, donde se sacaba provecho del esparto y de la caza. Labores donde la atracción animal era la única fuerza capaz de mantener el destino del hombre, a través de sendas creadas por la voluntad consentida de aquellas bestias de carga que valían para todo, incluso alimentaban a los buitres cuando expiraban, logrando así alcanzar el cielo, sobre las vastas alas de los carroñeros. Sus cadáveres eran arrojados a los muladares, donde eran desgarrados sus resecos cueros y devoradas sus escuálidas carnes, completando el ciclo de la vida. Desde aquellos años a estos, se abren otros abismos, otras simas sociales y otra relación con el hombre, ahora en días preñados de inventarios, de localizaciones y coordenadas que hacen de este paraje desierto, un bullicioso destino para el senderista de fin de semana, que explora las sendas, transitando sus sombras, sus soledades y sus milenarios vestigios, a la vez que se sorprende con el avistamiento ocasional de algún rebaño de arruís, 


sabiendo que allí perdura un antiquísimo arte prehistórico, declarado patrimonio de la humanidad, donde nuestros ancestros plasmaron estilizadas figuras, recreando los animales con los que convivieron.

Hoy jalonan cada palmo de su áspera naturaleza las varas floridas de los invasivos gamones, en pleno abril. Antes fue el rústico romero quién llenó cada loma erizada y cada cuarterón rocoso con su mágica floración de invierno. 



Se suceden las floraciones de tomillos, ajedreas, lirios, mastranzos, rudas, árnicas, correhuelas y centaureas, y todas las plantas tildadas de efímeras, para que la condición del tiempo, entre pelechas, celos y arrullas, suene a engañosa magia, a pura prestidigitación. Esas lejanas etapas de la vida que, cuándo se cumplen, en nada, se vuelven cercanas y por verse de repente tan tangibles, convertidas en materia humana, tal vez pasan desapercibidas o despreciadas. De ahí sentir ese regusto amargo que nos hace bajar la vista, cuando la fatuidad de nuestras percepciones y nuestra simple capacidad de entender los espacios, nos muestra la realidad con una simpleza extrema, demostrándola en la claridad que nunca pierde la palma de nuestra mano.      

La sierra de la Palera se alinea con la carretera que va al pantano de Alfonso XIII, a partir del paraje del Puerto Chico. Llegando al estrechamiento rocoso que protege un sólido puente, se supera un pequeño desfiladero, por donde se interna la citada carretera. Se pasa por el  cruce del pantano del Cárcabo, y pronto aparece a la derecha la cresta de la sierra, a partir del cruce de pistas forestales; la que viene de los Losares y la que va hacia el aljibe del Almorchón.



Ascendiendo por el asfalto, vemos como esa cresta aumenta, tomando la apariencia de un gigantesco camaleón, todavía en el término municipal de Cieza. Cuando se remonta el puerto, justo cuando empieza a descender el primer tramo de carretera hacia el embalse, se pasa al término municipal de Calasparra. 



Una vieja casa casi derruida, que aún conserva su horno y su aljibe marca esa divisoria, siempre imaginaria, que solo sirve para dibujarse en los mapas. Dicha construcción está rodeada de los restos de aquellas hermosas paleras que daban abundantes higos chumbos, ejemplares que murieron con la voraz plaga de la cochinilla, que las asoló.




Los altos paredones de la sierra dominan el paisaje, encumbrándose en la señal topográfica que la corona, dominando una enorme extensión de tierra. Se puede alcanzar la cuerda de la sierra, subiendo por uno de los delgados (pequeños collados) por la parte ciezana, y desde allí alcanzar la llave de sus alturas. También se puede subir a la señal y su entorno por la senda que parte frente a las casas de la administración del pantano, un trayecto empinado y severo que sin embargo nos premia con vistas cada vez más impresionantes de la sierra del Molino, las aguas del embalse del Quipar y las llanuras del Cagitán.

            © Pedro Diego Gil López



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