Pedro Diego Gil López
La sierra de la Palera es
un cuchillo que corta el cielo hacia arriba, hiere la Luna hasta hacerla
sangrar y corta la superficie del sol en dos, en la intersección que producen sus
atardeceres caniculares,
dejando a un lado una umbría destinada a iniciar
profundos barrancos y a otro lado una solana extrema en caída libre hacia la
depresión que se extiende limítrofe con la llanura del Cagitán, hasta la
hondonada del río Quipar, embalsado con todos sus sedimentos en el pantano de
Alfonso XIII.
La altura de esta sierra
se ampara en el asombroso paraje de Los Losares, con sus yacimientos de aguas
fósiles,
su mágico sistema kárstico y su hábitat primitivo, en un derrame de
calizas que resbala hasta el cañón de Almadenes, donde el río Segura hizo otro
corte severo, sajó la carne pétrea de los entornos hasta profundizar de forma
extrema, para crear un accidente impensable en estas monótonas sierras de la
zona más externa de la Bética. Aquí es donde reside el tedio de los montes más
olvidados, que viven un eterno letargo de arraigadas sequías, rotas apenas por
las ocasionales lluvias que hacen despertar esas semillas imperecederas.
Una
rala vegetación consigue una floración impensable, que a su vez alimenta a los
caracoles endémicos, seres perseguidos de manera implacable en los días de
lluvia, en un ejercicio lúdico comparable a una ceremonia de recolecta
ancestral.
Las esencias especiales de las flores perfuman el aire, llenando la
larga estación de la primavera con el alimento de su polen, un tesoro que
trabajan las laboriosas abejas, que en estos espacios se aíslan para sobrevivir
de los productos agrícolas que matan a sus domésticas hermanas.
La Palera se yergue en una
cúspide absoluta, entre los pinares que se incendian noche tras noche, tiempo
al tiempo, por esos rayos que no cesan, y las jaras que arden cada primavera en
las dulces llamas de sus flores rosadas, que se tornan púrpuras al anochecer,
cuando la imaginación juega con ellas a compararlas con las lejanas
constelaciones.
Sus fronteras territoriales estuvieron habitadas por heroicos
medieros que sacaban oro de las oscas propiedades de aquellos burdos señoritos,
usufructos de insuficientes labranzas convertidas en cotos, donde se sacaba
provecho del esparto y de la caza. Labores donde la atracción animal era la
única fuerza capaz de mantener el destino del hombre, a través de sendas
creadas por la voluntad consentida de aquellas bestias de carga que valían para
todo, incluso alimentaban a los buitres cuando expiraban, logrando así alcanzar
el cielo, sobre las vastas alas de los carroñeros. Sus cadáveres eran arrojados
a los muladares, donde eran desgarrados sus resecos cueros y devoradas sus
escuálidas carnes, completando el ciclo de la vida. Desde aquellos años a
estos, se abren otros abismos, otras simas sociales y otra relación con el
hombre, ahora en días preñados de inventarios, de localizaciones y coordenadas
que hacen de este paraje desierto, un bullicioso destino para el senderista de
fin de semana, que explora las sendas, transitando sus sombras, sus soledades y
sus milenarios vestigios, a la vez que se sorprende con el avistamiento
ocasional de algún rebaño de arruís,
sabiendo que allí perdura un antiquísimo
arte prehistórico, declarado patrimonio de la humanidad, donde nuestros
ancestros plasmaron estilizadas figuras, recreando los animales con los que convivieron.
Hoy jalonan cada palmo de
su áspera naturaleza las varas floridas de los invasivos gamones, en pleno
abril. Antes fue el rústico romero quién llenó cada loma erizada y cada
cuarterón rocoso con su mágica floración de invierno.

Se suceden las floraciones de tomillos, ajedreas, lirios, mastranzos, rudas, árnicas, correhuelas y centaureas, y todas las plantas tildadas de efímeras, para que la condición del tiempo, entre pelechas, celos y arrullas, suene a engañosa magia, a pura prestidigitación. Esas lejanas etapas de la vida que, cuándo se cumplen, en nada, se vuelven cercanas y por verse de repente tan tangibles, convertidas en materia humana, tal vez pasan desapercibidas o despreciadas. De ahí sentir ese regusto amargo que nos hace bajar la vista, cuando la fatuidad de nuestras percepciones y nuestra simple capacidad de entender los espacios, nos muestra la realidad con una simpleza extrema, demostrándola en la claridad que nunca pierde la palma de nuestra mano.
Se suceden las floraciones de tomillos, ajedreas, lirios, mastranzos, rudas, árnicas, correhuelas y centaureas, y todas las plantas tildadas de efímeras, para que la condición del tiempo, entre pelechas, celos y arrullas, suene a engañosa magia, a pura prestidigitación. Esas lejanas etapas de la vida que, cuándo se cumplen, en nada, se vuelven cercanas y por verse de repente tan tangibles, convertidas en materia humana, tal vez pasan desapercibidas o despreciadas. De ahí sentir ese regusto amargo que nos hace bajar la vista, cuando la fatuidad de nuestras percepciones y nuestra simple capacidad de entender los espacios, nos muestra la realidad con una simpleza extrema, demostrándola en la claridad que nunca pierde la palma de nuestra mano.
La sierra de la Palera se
alinea con la carretera que va al pantano de Alfonso XIII, a partir del paraje
del Puerto Chico. Llegando al estrechamiento rocoso que protege un sólido
puente, se supera un pequeño desfiladero, por donde se interna la citada
carretera. Se pasa por el cruce del
pantano del Cárcabo, y pronto aparece a la derecha la cresta de la sierra, a
partir del cruce de pistas forestales; la que viene de los Losares y la que va
hacia el aljibe del Almorchón.
Ascendiendo por el asfalto, vemos como esa
cresta aumenta, tomando la apariencia de un gigantesco camaleón, todavía en el
término municipal de Cieza. Cuando se remonta el puerto, justo cuando empieza a
descender el primer tramo de carretera hacia el embalse, se pasa al término
municipal de Calasparra.
Una vieja casa casi derruida, que aún conserva su
horno y su aljibe marca esa divisoria, siempre imaginaria, que solo sirve para
dibujarse en los mapas. Dicha construcción está rodeada de los restos de
aquellas hermosas paleras que daban abundantes higos chumbos, ejemplares que murieron
con la voraz plaga de la cochinilla, que las asoló.
Los altos paredones de la
sierra dominan el paisaje, encumbrándose en la señal topográfica que la corona,
dominando una enorme extensión de tierra. Se puede alcanzar la cuerda de la
sierra, subiendo por uno de los delgados (pequeños collados) por la parte
ciezana, y desde allí alcanzar la llave de sus alturas. También se puede subir
a la señal y su entorno por la senda que parte frente a las casas de la
administración del pantano, un trayecto empinado y severo que sin embargo nos
premia con vistas cada vez más impresionantes de la sierra del Molino, las
aguas del embalse del Quipar y las llanuras del Cagitán.
© Pedro Diego Gil López
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