sábado, 15 de abril de 2017

GOYA EN BURDEOS



Jesús A. Salmerón Giménez



Autorretrato (1824), último realizado por Goya


  Sorprenderse y  extrañarse, es comenzar a comprender”.
Ortega y Gasset
De todos los Goyas posibles (y geniales, a la manera española: descarnado y con la semilla del esperpento en sus pinceles), me quedo con el último, con el de Burdeos. Goya, el artista español por excelencia, y uno de los más grandes creadores universales, compone, en esta hermosa ciudad, llena de luz y de parques, la pintura que yo prefiero de toda su genial obra: La lechera de burdeos.
Con 78 años Goya emprende en Francia una nueva vida, y lo hace con renovado brío, como si disfrutara de una segunda juventud (“Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y débil, y sin saber una palabra de francés, y sin traer criado –que nadie más que él lo necesita, y tan contento y tan deseoso de ver mundo”. Moratín). Es un Goya desafiante y cabezón hasta el final, que se encuentra y transforma en la bellísima ciudad de Burdeos: todo le gusta, las calles anchas y limpias, el campo próximo, el clima, la comida, los vinos, la tranquilidad de que disfruta… Atrás el infierno de la patria,  la feroz represión de Fernando VII, un pueblo áspero y cruel que se revuelve contra sus mejores hombres. Atrás también las  pinturas negras, realizadas "a golpes, utilizando cuchillos y dedos, como si matara”. En Burdeos descubre la pincelada suelta, libre y luminosa, con la que anticipándose al impresionismo e inaugurando el romanticismo pinta su última obra maestra: La lechera de Burdeos, un lienzo vibrante en el que genial pintor aragonés se expresa con total libertad y optimismo: "La serena delicadeza que envuelve a la joven, y el recuperado entusiasmo por el color, por la luz y la belleza, parecen revelar una reconciliación con la vida, una nueva juventud de Goya en la bella ciudad de Burdeos".
Y en esta ciudad, tras componer su canto de cisne, había de ver la última luz del mundo ("...me falta todo menos mi fuerza de voluntad y esa la tengo en exceso"), pero no en su negro fulgor ("Negro hondo de sombra, de negra sangre coagulada"), sino en el "blanco de sol y lozanía": En su postrero viaje, es el Goya de los colores, la luz y la alegría, "Y la poesía de la pintura clara" (otra vez Alberti), el Goya luminoso que se sacude el polvo de los páramos desolados de su patria, y huella, ¡por fin!, los resplandecientes  jardines de Francia. Ese es el Goya que prefiero, el del maravilloso lienzo de la humilde lechera, que imagino subida a lomos de una mula y transportando un cántaro rebosante de leche, y que atesora los rasgos esenciales de su genio, pero cargados de alegría, como otro (machadiano) milagro de la primavera.

                © Jesús A. Salmerón Giménez



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