Jesús A. Salmerón Giménez
Autorretrato (1824), último
realizado por Goya
”Sorprenderse y
extrañarse, es comenzar a comprender”.
Ortega
y Gasset
De todos los Goyas
posibles (y geniales, a la manera española: descarnado y con la semilla del
esperpento en sus pinceles), me quedo con el último, con el de Burdeos. Goya, el artista español por
excelencia, y uno de los más grandes creadores universales, compone, en esta
hermosa ciudad, llena de luz y de parques, la pintura que yo prefiero de toda
su genial obra: La lechera de burdeos.
Con 78 años Goya emprende
en Francia una nueva vida, y lo hace con renovado brío, como si disfrutara de
una segunda juventud (“Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y débil, y sin saber
una palabra de francés, y sin traer criado –que nadie más que él lo necesita, y
tan contento y
tan deseoso de ver mundo”. Moratín).
Es un Goya desafiante y cabezón hasta el final, que se encuentra y transforma
en la bellísima ciudad de Burdeos: todo le gusta, las calles anchas y limpias,
el campo próximo, el clima, la comida, los vinos, la tranquilidad de que
disfruta… Atrás el infierno de la patria,
la feroz represión de Fernando
VII, un pueblo áspero y cruel que se revuelve contra sus mejores hombres.
Atrás también las pinturas negras,
realizadas "a golpes, utilizando cuchillos y
dedos, como si matara”. En Burdeos descubre la pincelada suelta, libre y
luminosa, con la que anticipándose al impresionismo e inaugurando el
romanticismo pinta su última obra maestra: La
lechera de Burdeos, un lienzo vibrante en el que genial pintor aragonés se
expresa con total libertad y optimismo: "La serena
delicadeza que envuelve a la joven, y el recuperado
entusiasmo por el color, por la luz y la belleza, parecen revelar una
reconciliación con la vida, una nueva juventud de Goya en la bella ciudad de
Burdeos".
Y en esta ciudad, tras
componer su canto de cisne, había de ver la última luz del mundo ("...me falta todo menos mi fuerza de voluntad y esa la tengo
en exceso"), pero no en su negro fulgor ("Negro hondo de sombra, de negra sangre coagulada"),
sino en el "blanco de sol y lozanía":
En su postrero viaje, es el Goya de los colores, la luz y la alegría, "Y la poesía de la pintura clara" (otra vez Alberti), el Goya luminoso que se
sacude el polvo de los páramos desolados de su patria, y huella, ¡por fin!, los
resplandecientes jardines de Francia.
Ese es el Goya que prefiero, el del maravilloso lienzo de la humilde lechera,
que imagino subida a lomos de una mula y transportando un cántaro rebosante de
leche, y que atesora los rasgos esenciales de su genio, pero cargados de
alegría, como otro (machadiano) milagro de la primavera.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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