Jesús A. Salmerón Giménez
Desde el albor de mis
primeras lecturas, la figura extraordinaria de Miguel Hernández habita mi memoria. En El Caimán, le dediqué un poema (de los primeros que escribí: más
malo que el baladre, pero de verso emocionado). Aquel joven, así lo ha
conservado el ámbar de su temprana muerte, que fue recibido en la encanallada
Corte de Madrid con el desprecio bíblico que reserva la ciudad al campo, nos
dejó algunos de los poemas más hondos y memorables de las letras castellanas.
Pero en aquel remoto entonces se imponía su figura de hombre del pueblo (y de
pueblo), de activista político y social. Su incendiaria poesía política, de
rotundo verso popular, su poesía de trinchera, donde refulge siempre la belleza
y encrespa la rebeldía, era para nosotros, bisoños militantes antifranquistas,
más que nada eslóganes que nos empujaban, y jaleaban, a la lucha final:
Hermosos mensajes, preñados de furor y dignidad, de nuestro santo laico y rojo,
el rústico mártir que sufrió como nadie el odio de clase que anida en el
podrido corazón del fascismo, que lo mató de cárceles y palizas. Con la inmensa
Elegía a Ramón Sijé y el hondo
desgarro de Cancionero y romancero de
ausencias, aprendimos a quererlo y besar su noble calavera, y supimos que
nos encontramos ante una de las cumbres poéticas de la literatura española.
Y tal vez deberíamos
aprovechar este 75 aniversario de su muerte para despojarlo de esa imagen de
hombre inocente, rústico de alpargatas, de su aura de buen salvaje de la
le(n)gua, que prevalece todavía hoy en el imaginario de muchos, y por fin
leerlo como lo que es: una de las voces más auténticas, uno de los poetas con
mejor dominio de lenguaje y de las formas poéticas en la lengua española.
Como breve adelanto de la
necesaria y urgente nueva lectura que propongo de la obra del genial oriolano,
dejo aquí estos intensos/inmensos poemas, armados con versos como espadas:
sencillos, cercanos, tristes, hondos, que entretejen y alumbran un poemario
maravilloso (y dolorido), que vuela alto: en la cumbre de la poesía española:
ANTES DEL ODIO
Beso soy, sombra con sombra.
Beso, dolor con dolor,
por haberme enamorado,
corazón sin corazón,
de las cosas, del aliento
sin sombra de la creación.
Sed con agua en la distancia,
pero sed alrededor.
Corazón en una copa
donde me lo bebo yo
y no se lo bebe nadie,
nadie sabe su sabor.
Odio, vida: ¡cuánto odio
sólo por amor!
No es posible acariciarte
con las manos que me dio
el fuego de más deseo,
el ansia de más ardor.
Varias alas, varios vuelos
abaten en ellas hoy
hierros que cercan las venas
y las muerden con rencor.
Por amor, vida, abatido,
pájaro sin remisión.
Sólo por amor odiado,
sólo por amor.
Amor, tu bóveda arriba
y no abajo siempre, amor,
sin otra luz que estas ansias,
sin otra iluminación.
Mírame aquí encadenado,
escupido, sin calor,
a los pies de la tiniebla
más súbita, más feroz,
comiendo pan y cuchillo
como buen trabajador
y a veces cuchillo sólo,
sólo por amor.
Todo lo que significa
golondrinas, ascensión,
claridad, anchura, aire,
decidido espacio, sol,
horizontealeteante,
sepultado en un rincón.
Esperanza, mar, desierto,
sangre, monte rodador:
libertades de mi alma
clamorosas de pasión,
desfilando por mi cuerpo,
donde no se quedan, no,
pero donde se despliegan,
sólo por amor.
Porque dentro de la triste
guirnalda del eslabón,
del sabor a carcelero
constante, y a paredón,
y a precipicio en acecho,
alto, alegre, libre soy.
Alto, alegre, libre, libre,
sólo por amor.
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
A lo lejos tú, más sola
que la muerte, la una y yo.
A lo lejos tú, sintiendo
en tus brazos mi prisión,
en tus brazos donde late
la libertad de los dos.
Libre soy. Siénteme libre.
Sólo por amor.
DESPUÉS DEL AMOR
No pudimos ser. La tierra
no pudo tanto. No somos
cuanto se propuso el sol
en un anhelo remoto.
Un pie se acerca a lo claro.
En lo oscuro insiste el otro.
Porque el amor no es perpetuo
en nadie, ni en mí tampoco.
El odio aguarda su instante
dentro del carbón más hondo.
Rojo es el odio y nutrido.
El amor, pálido y solo.
Cansado de odiar, te amo.
Cansado de amar, te odio.
Llueve tiempo, llueve tiempo.
Y un día triste entre todos,
triste por toda la tierra,
triste desde mí hasta el lobo,
dormimos y despertamos
con un tigre entre los ojos.
Piedras, hombres como piedras,
duros y plenos de encono,
chocan en el aire, donde
chocan las piedras de pronto.
Soledades que hoy rechazan
y ayer juntaban sus rostros.
Soledades que en el beso
guardan el rugido sordo.
Soledades para siempre.
Soledades sin apoyo.
Cuerpos como un mar voraz,
entrechocado, furioso.
Solitariamente atados
por el amor, por el odio.
Por las venas surgen hombres,
cruzan las ciudades, torvos.
En el corazón arraiga
solitariamente todo.
Huellas sin compaña quedan
como en el agua, en el fondo.
Sólo una voz, a lo lejos,
siempre a lo lejos la oigo,
acompaña y hace ir
igual que el cuello a los hombros.
Sólo una voz me arrebata
este armazón espinoso
de vello retrocedido
y erizado que me pongo.
Los secos vientos no pueden
secar los mares jugosos.
Y el corazón permanece
fresco en su cárcel de agosto
porque esa voz es el arma
más tierna de los arroyos:
«Miguel: me acuerdo de ti
después del sol y del polvo,
antes de la misma luna,
tumba de un sueño amoroso».
Amor: aleja mi ser
de sus primeros escombros,
y edificándome, dicta
una verdad como un soplo.
Después del amor, la tierra.
Después de la tierra, todo.
© Jesús A. Salmerón Giménez
© Jesús A. Salmerón Giménez