Pedro Diego Gil López
La soledad empieza en la
piedra, en su áspera dureza, soporte donde todo se apoya, y desde su naturaleza
se expande en las ondas que provoca la caída de una simple gota de agua,
surgida del vapor condensado en la frialdad de la noche de los tiempos, y que va
calando hasta la profundidad de la tierra.
Estoy en otro de estos
lugares desiertos que recorro tan a menudo yo solo, esos que me recorren a mí
también por dentro, que penetran por mis ojos y se sumergen en mí mismo.
Mientras, a la vez, el polvo y el polen que segrega este entorno se pegan a mi
piel, se mezclan con el leve sudor, me embadurnan hasta que una adaptación
mental hace que me convierta en inmune a la soledad. El silencio es extremo,
agradable y sentido.
Andando, paso a danzar sobre los hilos que el Sol dispone
sobre la vegetación, de puntillas casi, eligiendo caminos etéreos. Mi cuerpo
funciona utilizando los sentidos como si acabaran de nacer y no tuvieran
todavía ninguna experiencia, iniciándome en la plenitud de los espacios. Esto
ocurre hasta que encuentro el horizonte, ese maestro que me hace volver a la
realidad, obligándome con un sinfín de propuestas a agotar la capacidad de mi
vista, ahogándola entre sierras agrestes, más allá de un lánguido paisaje enternecido
por estar inhabitado, por ser como un mundo aparte, sujeto en otro clima y bajo
otra clase de atmósfera.
A veces llego hasta crestas cuyas rocas lo hieren
todo, apuntan al cielo, erguidas sobre los pliegues de sus pedestales, reflejan
como espejos calcáreos la crudeza del entorno y como piedras mágicas trasmutan
a engendros casi vivos, que se mueven cuando bailan sus perfiles y cuando
marcan el tiempo con sus agujas de sombra sobre en el reloj de la piedra.
Estas localidades que me
hacen ser su prisionero, que me llevan y me traen por sus caminos, y me
bambolean con sus vientos, o bien me dejan sentir sus seísmos como un fenómeno
localizado solo bajo mis pies, o son los que me liberan el pensamiento, dando
de sí un hogar fabuloso. Estos lugares que silban, que cacarean, que murmullan
para que yo lo agradezca y sueñe, para que ande y llegue a donde no podría
llegar de otra manera. Ellos son lo que me pagan con extrañas monedas, con
caracolas vivas,
con cuerpos de sapos indefensos
o con piedras de apariencia de
caprichosa.
Me adentro en un espacio
rodeado de un atochar denso, oliendo a monte, persuadido de que estar aquí
supone entrar en contacto con una naturaleza precisa y exigente. Y así sé en
qué lugar estoy. Me veo en la curva de este camino, bajando una vaguada
cualquiera, pisando el barro que bordea un charco más. ¿Pero podría encontrarme
a mí mismo?... ¿Podría saber que soy yo el que avanza, el que siente y se
diluye con la vista en la calina de la tarde, o se recrea con un arco iris
fabuloso?... Sí, puedo decir que soy yo, que estoy perdido y que no hay nadie
que pueda encontrarme ahora mismo.
Me pierdo durante horas,
en un desplazamiento que llega mucho más lejos con la mente que con el cuerpo,
apenas dos barrancos, apenas varias laderas, no mucho más de tres kilómetros
agrestes, sin embargo cómo ha viajado mi mente, cómo ha planeado por los
cielos, cómo ha incidido en el mundo y cómo ha profundizado en mis recuerdos.
Todo se queda en nada, eso no tiene solución, hay que convertirlo todo en una
simple divagación honrosa, feliz.
Andar, solo andar, solo un solo paisaje
desierto es necesario para volar, incidir, generar y mortificarse, pero para lo
que más utilizo su plenitud es para olvidar, o para ordenar recuerdos, mejor
dicho; para establecer un orden en el pasado, y almacenar el compendio de
emociones que se encasillan en apartados concretos, estructurando nuestra
memoria como una grata biblioteca, silenciosa y pulcra, donde los estantes de
libros están ordenados magistralmente.
La Piedra del Reloj como
paraje pétreo, solitario, profundo, está en una sierra aislada de las demás
sierras, en medio de una extensión medular, bajo un cielo aplastante tan duro
como la misma costra pétrea. La soledad
que se genera es un desierto de formas cortantes y azuladas en todas
direcciones, entre raquíticos pinos, sabinas deshojadas y aceitosos lentiscos.
Todo lo que se ve, está atado a la ficción de un imaginativo topónimo,
Rellená, que define superficies que se interponen entre la luz del tiempo y la
sombra de la tierra.
Las simas son aquí orificios nasales por los cuales
respiran cetáceos de piedra, cuyos esqueletos se hubieran fosilizado, perdiendo
la grasienta carne de sus naturalezas para cambiarla por la materia inerte que
constituye la roca caliza. A través de estas cavidades de extrema verticalidad,
se accede a un submundo desierto, asfixiante y severo, solo digno del
intrépido, del aventurero espeleólogo que se deja caer en tales profundidades,
colgado de un hilo guía como una gran araña capaz de formar esa trampa donde
capturar a la mismísima soledad para hacerla compañera, amiga y señora.
La Piedra del Reloj da
nombre a una delimitación rocosa de la Sierra de Benis, que aparece también en
los mapas como Peña del Reloj, en la cual se explotaron canteras de mármol,
frente a la ladera que alberga la sima del Viento, cerca del otro paraje de la
Rellená, que se extiende en una altura plana cubierta por un denso pinar, con
un sotobosque de sabinas, chaparras y lentiscos, una vegetación reseca, donde
medran piaras de jabalís que asaltan por las noches los almendros de la vecina
finca de Casa Blanca, al otro lado de la rambla del Moro, o arrasan los
sembrados del Ringondango y de la otra finca, que también le da nombre su casa,
la Casa de las Monjas. A la zona se puede acceder desde Cieza, llegando a Ascoy
y tomando la carretera que va hacia la Carrasquilla, una vez pasada la central
de bombeo de la Comunidad de Regantes de Ascoy, se coge la pista forestal que
va bordeando la sierra de Benis hasta el linde con Jumilla, hasta encontrar un
tramo que asciende a la citada sierra, por el cual atravesaremos los parajes
descritos.
© Pedro Diego Gil López
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