Jesús A. Salmerón Giménez
“El cine es John Ford, John Ford y John Ford”.
Mi
recuerdo al más grande director de cine de todos los tiempos: John Ford, que nacía el primer día de
febrero de 1894, en Cape Elizabeth, Maine.
Y es que para mí, en la memorable obra de este trovador de (espléndidas) historias -que nos contó mejor que nadie la epopeya y la lírica, la emoción compleja, sentimental, violenta de la odisea del alma humana-, El hombre que mató a Liberty Valance representa la obra cumbre de su cine, la obra maestra de las obras maestras… como simboliza, de manera maravillosa, esa flor de cactus solitaria, sobria, adusta pero hermosa, encaramada en la tapa de pino del humilde y sencillo ataúd de madera de Tom Doniphon (John Wayne), que contempla con mirada herida -¡relámpago inefable de revelación y melancolía!- el senador Ransom Stoddard (James Stewart).
En mi opinión (de antigua rata de filmoteca y exacomodador en prácticas de cine porno), esta hermosa escena es la que mejor define el cine de John Ford, y multiplica las razones por las que profeso amor eterno a esta formidable (y desoladora) película: su romanticismo extremo (ayuno de sentimentalismo, privado de alharacas), en medio del relato seco, sin concesiones, de un mundo brutal y duro, como el Monument Valley, con sus monolitos de piedra roja y su naturaleza extrema.

El relámpago del disparo que mató a Liberty Valance ilumina los claroscuros de los últimos refugios y las habitaciones íntimas, donde se produjeron las transiciones emocionales que me cambiaron para siempre. Y el dolor de su brillo -crepuscular, desesperanzado- se clavó en mis ojos, y entró en el corazón“como la reja del arado en el yermo” de esta (descabalada) crónica sentimental de mi vida.
“El cine es John Ford, John
Ford y John Ford”.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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