Jesús A. Salmerón Giménez
No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la
libertad de mi mente.
Virginia Woolf
Siempre he sentido una
profunda fascinación por Virginia Woolf:
por la persona y por su literatura. He admirado sus ideas, expresadas siempre
con extraordinaria claridad y agudeza:
La vida es un halo luminoso, una envoltura
semitransparente que nos envuelve desde que tenemos una conciencia hasta el final.
Sí, siempre mantened los clásicos a la mano para prevenir
la caída.
La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata.
Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no
ha comido bien.
Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los
amantes, palabras rotas, palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la
acera, palabras de una sílaba como las que usan los niños cuando entran en un
cuarto donde su madre está cosiendo y cogen del suelo una hebra de lana blanca,
una pluma, o un retal de chintz. Necesito un aullido, un grito.
Porque es una lástima muy grande no decir nunca lo que
uno siente…
Y me han asombrado sus
maravillosas novelas, pletóricas siempre de poesía y genio (libros como La señora Dalloway, Al faro, Las olas...),
en las que nos subyuga el estilo, la forma única que tiene de captar los
sentimientos y las sensaciones. Como escribió Borges:
Virginia Woolf ha sido considerada «el primer novelista de
Inglaterra». La jerarquía exacta no importa, ya que la literatura no es un
certamen, pero lo indiscutible es que se trata de una de las inteligencias e
imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la
novela inglesa.
Virginia Woolf, una de las
escritoras y ensayistas más prominentes del siglo XX, fue también adalid del
movimiento feminista: en Una habitación propia nos regala una espléndida
reflexión sobre la dificultad de labrarse una carrera literaria como mujer, en
un mundo de hombres.
La historia de la oposición de los hombres
a la emancipación de las mujeres es más interesante quizá que el relato de la
emancipación misma. (Pág. 52)
Pero para mí es la
escritora de Orlando. Como, de nuevo,
sostiene Borges:
En Orlando (1928)
también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima
—sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y
desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo
de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la
felicidad colaboran en ese libro. Es, además, un libro musical, no solamente
por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su
composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan.
Novela de deslumbrante
aliento poético, llena de imágenes fascinantes, de gran belleza y una sutil
ironía: un libro que trasciende cualquier género por su profunda sutileza
laberíntica, por su desbordante imaginación, libre y transgresora, como era
esta genial escritora que una mañana de primavera se metió una voluminosa
piedra en el bolsillo del abrigo y entró en las frías aguas del río Ouse, y
anegó el mundo, en busca de la única experiencia que nunca podría relatar…
(Tenía 59 años. Había
escrito nueve novelas, cinco ensayos y dejó inéditos tres volúmenes de ensayos,
una novela -Entre actos-, sus diarios y una voluminosa -y apasionante-
correspondencia)
© Jesús A. Salmerón Giménez
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