Jesús A. Salmerón Giménez
Un ángulo me basta entre mis lares,
un
libro y un amigo, un sueño breve,
que
no perturben deudas ni pesares.
Andrés Fernández de Andrada
Mi amigo Paco Pino y yo quedamos, cada cierto
tiempo, en alguna cafetería de Murcia, por el mero gusto de pasar un rato
juntos -honda y antigua es nuestra amistad- y, de paso, ponernos al día de lo
que nos va deparando la vida, de las
cosas de poca importancia (paradójicamente, las que terminan importando) o de
temas más sublimes, que procuramos relativizar entre café y tostada, risas y
paseo...Sin duda, uno de los temas recurrentes, ¡cómo podía ser de otra
manera!, son los libros, nuestros compañeros en este extraño viaje de la
existencia, los faros salvadores de muchas de nuestras tormentas. Y dentro del
amplio y proceloso campo de las lecturas, tarde o temprano siempre se cuela en
nuestras conversaciones, como la nieve en San Petesburgo, la Edad de Oro de la prosa rusa, la que
brilló sobre las estepas y las taigas en la segunda mitad del siglo XIX y de
ahí se proyectó al firmamento de las letras universales. Los gigantes de la
época son Lev Tolstói, Fiódor Dostoyevski, Nikolái Leskov, Iván Turguénev, Mijaíl
Saltykov-Shchedrín, Iván Goncharov,
Dmitri Mamin-Sibiriak, Vladímir
Korolenko... pero nosotros, sobre toda esta pléyade de monstruos de la
literatura de la madre Rusia, preferimos a Antón
Chéjov, al pequeño gran ironista de Taganrog, al maestro indiscutible del
relato corto.
Y viene todo esto a
cuento, en esta -¡una más!- desmañada crónica de urgencia para Notas, porque
hoy -¡San Antón!- se conmemora el nacimiento del genial escritor ruso, y, a
propósito de él, he leído últimamente dos breves relatos magistrales, y
precisamente uno de ellos, el de Raymond Carver, me lo dio a conocer mi
amigo Paco.
La narración de Raymond
Carver, que se titula Tres rosas
amarillas (extraña traducción de su relato Errant), se limita a los últimos momentos de Chéjov en el hotel
Sommer, en Badenweiller -un balneario al suroeste de Alemania-, en plena Selva Negra, víctima de una larga
tuberculosis. Este soberbio relato, es un prodigio de economía literaria y
sutileza de uno de los más conspicuos representantes del realismo sucio (esa
broma mayúscula y gringa…): lo más interesante del relato es la puesta del
estilo chejoviano, esa capacidad de captar los matices esenciales de una trama
sin necesidad de redundar en otros detalles (Carver se centra en la figura del
recadero del hotel que asiste a la inminente viuda, su “gaviota”, la actriz
Olga Knipper).
El gran Carver escribe con
admiración sobre Chejov, con reverencia y heroísmo, pero también su escritura
está velada por una pátina de tristeza y melancolía que confiere al relato una
poderosa fuerza narrativa:
"No
se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos – escribiría más tarde-. Sólo
existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."

En este hermoso, bellísimo
libro Ginzburg nos va narrando la vida de Chéjov a través del argumento de sus
cuentos más importantes: la difícil infancia y adolescencia del escritor,
marcada por la miseria (el padre borracho que lo azota con el cinto, los cinco
hermanos de los que no consigue librarse, el título de médico obtenido con
sacrificios...); su evolución como escritor (del aguafuertismo humorístico al
relato dramático: como Chéjov va perfeccionando su estilo, atesorando los
ingredientes de un realismo doméstico y cotidiano, la mirada condescendiente y
piadosa sobre sus personajes); el final
prematuro de su vida, cuando, consolidado como escritor, fallece víctima de la
tuberculosis a los 44 años, tras beber, como es leyenda, una copa de champán...
A Ginzburg le bastan poco más de 80 páginas para describir cuarenta y cuatro
años de una vida intensa. Un relato delicioso, que prescinde de cualquier
atisbo elegiaco y consigue captar en tono chejoviano los capítulos claves de la
corta y atormentada existencia del último gran escritor de ese espléndido siglo
de milagros. Como escribió Simón
Karlinski: "De un modo tranquilo y
educado, Chéjov es uno de los escritores más profundamente subversivos que haya
existido en toda la historia".
© Jesús A. Salmerón Giménez
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