martes, 10 de enero de 2017

GABRIELA MISTRAL, POETA


Rosa Campos Gómez


Donde haya un árbol que plantar,
plántalo tú;
donde haya un error que enmendar,
enmiéndalo tú;
donde haya un esfuerzo
que todos esquiven,
acéptalo tú.
Sé el que aparta del camino la piedra,
el odio de los corazones y
las dificultades del problema.
                                       G. M.



Gabriela Mistral nació en la localidad chilena de Vicuña (7 de abril, 1889) y murió en Nueva York, en el primer mes de 1957, hoy hace sesenta años. Fue poeta, maestra, feminista, y diplomática –cónsul de Chile en Nueva York–. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1945, siendo la primera mujer iberoamericana  en obtenerlo.

Empezó a trabajar como maestra, al principio sin título, porque no se lo podía costear; cuando lo obtuvo en 1910 desarrolló una importante carrera profesional ocupando cargos relevantes –el Gobierno de México la contrató  para instaurar un nuevo modelo educacional–, viajando por diversos países de América y Europa.

A la par que docente –la llamaban “la maestra de América”– era escritora, una de las más grandes poetas iberoamericanas, con un alto sentido autocrítico.

De ella dice Hernán Díaz Arrieta:   “Hablará con ternura delicada de los niños, les compondrá rondas ágiles, tratará de sonreírles para que no tengan temor; palabras más suaves (...). Irá hacia la Naturaleza en busca de apaciguamiento, y sabrá traducir por momentos la armonía universal; cuando la dicha la visite hablará de paz, de reconciliación, y apegada al oído de Cristo de una dulzura sencilla, aclarada en la fuente evangélica.
Inventará símbolos maravillosos, parábolas y cuentos llenos de un prestigio antiguo.”

El mejor homenaje, leer su palabra, su poesía:


     AMANECER

    Hincho mi corazón para que entre
    como cascada ardiente el Universo.
    El nuevo día llega y su llegada
    me deja sin aliento.
   Canto como la gruta que es colmada
   canto mi día nuevo.

    Por la gracia perdida y recobrada
    humilde soy sin dar y recibiendo
    hasta que la Gorgona de la noche
    va, derrotada, huyendo.




    MANITAS

   Manitas de los niños,
   manitas pedigüeñas,
   de los valles del mundo
   sois dueñas.

    Manitas de los niños
    que al grano se tienden,
    por vosotros las frutas
    se encienden.

    Y los panales llenos
    de su carga se ofenden.
    ¡Y los hombres que pasan
    no entienden!

    Manitas blancas, hechas
    corno de suave harina,
    la espiga por tocaros
    se inclina.

    Manitas extendidas,
    piñón, caracolitos,
    bendito quien os colme,
    ¡bendito!

   Benditos los que oyendo
   que parecéis un grito,
   os devuelven el mundo:
   ¡benditos!



   PIECECITOS

   Piececitos de niño,
   azulosos de frío,
   ¡cómo os ven y no os cubren,
   Dios mío!

   ¡Piececitos heridos
   por los guijarros todos,
   ultrajados de nieves
   y lodos!

   El hombre ciego ignora
   que por donde pasáis,
   una flor de luz viva
   dejáis;
 
   que allí donde ponéis
   la plantita sangrante,
   el nardo nace más
   fragante.

   Sed, puesto que marcháis
   por los caminos rectos,
   heroicos como sois
   perfectos.

   Piececitos de niño,
   dos joyitas sufrientes,
   ¡cómo pasan sin veros
   las gentes!



   I. DESOLACIÓN

   La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
   me ha arrojado la mar en su ola cae salmuera.
   La tierra a la que vine no tiene primavera:
   tiene su noche larga que cual madre me esconde.

   El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
   y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
   Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
   miro morir inmensos ocasos dolorosos.

   ¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
   si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
   ¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
    crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

   Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
   vienen de tierras donde no están los que son míos;
   sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
    y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

   Y la interrogación que sube a mi garganta
   al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
   hablan extrañas lenguas y no la conmovida
   lengua que en tierras de oro mi vieja madre canta.

   Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
   miro crecer la niebla como el agonizante,
   y por no enloquecer no cuento los instantes,
   porque la noche larga ahora tan sólo empieza.

   Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
   que vine para ver los paisajes mortales.
    La nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
   ¡siempre será su albura bajando de los cielos!

   Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
   de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
   siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
  descenderá a cubrirme, terrible y extasiado.






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