Rosa Campos Gómez
Donde haya un árbol que plantar,
plántalo tú;
donde haya un error que enmendar,
enmiéndalo tú;
donde haya un esfuerzo
que todos esquiven,
acéptalo tú.
Sé el que aparta del camino la piedra,
el odio de los corazones y
las dificultades del problema.
G. M.
Gabriela
Mistral nació en la localidad chilena de Vicuña (7 de abril, 1889) y murió en
Nueva York, en el primer mes de 1957, hoy hace sesenta años. Fue poeta, maestra,
feminista, y diplomática –cónsul de Chile en Nueva York–. Recibió el premio
Nobel de Literatura en 1945, siendo la primera mujer iberoamericana en obtenerlo.
Empezó
a trabajar como maestra, al principio sin título, porque no se lo podía costear; cuando lo obtuvo –en 1910– desarrolló una importante carrera
profesional ocupando cargos relevantes –el Gobierno de México la contrató para instaurar un nuevo modelo educacional–, viajando por diversos países de América y
Europa.
A
la par que docente –la llamaban “la maestra de América”– era escritora, una de
las más grandes poetas iberoamericanas, con un alto sentido autocrítico.
De ella dice Hernán Díaz Arrieta: “Hablará
con ternura delicada de los niños, les compondrá rondas ágiles, tratará de
sonreírles para que no tengan temor; palabras más suaves (...). Irá
hacia la Naturaleza en busca de apaciguamiento, y sabrá traducir por momentos
la armonía universal; cuando la dicha la visite hablará de paz, de
reconciliación, y apegada al oído de Cristo de una dulzura sencilla, aclarada
en la fuente evangélica.
Inventará
símbolos maravillosos, parábolas y cuentos llenos de un prestigio antiguo.”
El
mejor homenaje, leer su palabra, su poesía:
AMANECER
Hincho mi corazón para que entre
como
cascada ardiente el Universo.
El
nuevo día llega y su llegada
me
deja sin aliento.
Canto
como la gruta que es colmada
canto
mi día nuevo.
Por la gracia perdida y recobrada
humilde
soy sin dar y recibiendo
hasta
que la Gorgona de la noche
va,
derrotada, huyendo.
MANITAS
Manitas
de los niños,
manitas
pedigüeñas,
de
los valles del mundo
sois
dueñas.
Manitas
de los niños
que
al grano se tienden,
por
vosotros las frutas
se
encienden.
Y
los panales llenos
de
su carga se ofenden.
¡Y
los hombres que pasan
no
entienden!
Manitas
blancas, hechas
corno
de suave harina,
la
espiga por tocaros
se
inclina.
Manitas
extendidas,
piñón,
caracolitos,
bendito
quien os colme,
¡bendito!
Benditos
los que oyendo
que
parecéis un grito,
os
devuelven el mundo:
¡benditos!
PIECECITOS
Piececitos
de niño,
azulosos
de frío,
¡cómo
os ven y no os cubren,
Dios
mío!
¡Piececitos
heridos
por
los guijarros todos,
ultrajados
de nieves
y
lodos!
El
hombre ciego ignora
que
por donde pasáis,
una
flor de luz viva
dejáis;
que
allí donde ponéis
la
plantita sangrante,
el
nardo nace más
fragante.
Sed,
puesto que marcháis
por
los caminos rectos,
heroicos
como sois
perfectos.
Piececitos
de niño,
dos
joyitas sufrientes,
¡cómo
pasan sin veros
las
gentes!
I.
DESOLACIÓN
La bruma espesa, eterna, para que olvide
dónde
me
ha arrojado la mar en su ola cae salmuera.
La
tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene
su noche larga que cual madre me esconde.
El viento hace a mi casa su ronda de
sollozos
y
de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y
en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro
morir inmensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha
venido
si
más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan
sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer
entre sus brazos y los brazos queridos!
Los barcos cuyas velas blanquean en el
puerto
vienen
de tierras donde no están los que son míos;
sus
hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y
traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.
Y la interrogación que sube a mi garganta
al
mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan
extrañas lenguas y no la conmovida
lengua
que en tierras de oro mi vieja madre canta.
Miro bajar la nieve como el polvo en la
huesa;
miro
crecer la niebla como el agonizante,
y
por no enloquecer no cuento los instantes,
porque
la noche larga ahora tan sólo empieza.
Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que
vine para ver los paisajes mortales.
La
nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
¡siempre
será su albura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran
mirada
de
Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre,
como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá
a cubrirme, terrible y extasiado.
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