sábado, 31 de diciembre de 2016

SAN MIGUEL BUENO, MÁRTIR: OCHENTA AÑOS DESPUÉS


Jesús A. Salmerón Giménez



Miguel de Unamuno murió, un jueves y con nieve, en su domicilio de Salamanca el 31 de diciembre de 1936, en un estado de desolación, desesperación y soledad, todo hay que decirlo: prisionero en su casa, sufrió un ataque cerebral, cuyo precedente está en otro muy lejano que tuvo en San Sebastián, paseando con Azorín, y del que salió ileso.

Quien moría, en su casa de la emblemática calle salmantina de Bordadores, umbría y acorralada por el terror de la España implacable de "la rabia y la idea", que "ora y embiste" y siempre “con un hacha en la mano vengadora", en una de las guerras inciviles que este país produce cíclicamente como churros sangrientos, era don Miguel de Unamuno y Jugo, poeta, escritor, filósofo, políglota y polemista nacido en Bilbao hacía 72 años. A pesar de todo, tuvo la suerte de ser un cadáver exquisito, y no fue humillado y fusilado, ni tampoco fue arrojado a una de esas cunetas que, ochenta años después, aún siguen de bote en bote.

Apenas unos meses antes de su muerte, el 12 de octubre de aquel aciago y colérico año del 36, nos habría de dejar un imperecedero referente de la dignidad, un pasaje sublime de decencia como colofón a una vida ejemplar, genuina y honesta: Unamuno se enfrentó al poder, en un acto de valor digno de uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos: En aquella fecha, aniversario del primer desembarco de Colón en América, en que se conmemoraba lo que se vino en llamar “Fiesta de la Raza”, se celebró una ceremonia en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Allí estaba presente, entre otros gerifaltes fascistas, el general Millán Astray, el legionario demediado, que hace una exhibición de la puesta en escena falangista con los gritos atávicos de España una, España grande, España Libre y demás folclore. A esto contesta Unamuno con un discurso inolvidable, discurso que fue interrumpido por Millán Astray con el famoso grito de viva la muerte, abajo la inteligencia, al mismo tiempo que hace el primer amago de amenazar con su arma al filósofo, pero el sabio anciano no se arredra y continúa (memorablemente):

Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España.


Unamuno, como demuestra la foto, salió a empujones y rodeado de encolerizados legionarios que enarbolando el saludo fascista no dejaban de gritar:                           ¡Viva la Muerte! ¡Mueran los intelectuales! 
 
El final es de todos sabido: Quedó relegado de su cargo de rector y confinado en su domicilio. Miguel de Unamuno, moriría dos meses y medio después, el 31 de diciembre de 1936.

Sobre su nicho se dejó un recuerdo de sus propias palabras:

         Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,
         misterioso hogar,
         dormiré allí, pues vengo
         deshecho del duro bregar.

Apenas un mes después, el 28 de enero de 1937, en la revista Sur, Borges publica una breve nota sobre la muerte de Unamuno:

El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir, no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma.

En su memoria, dejo aquí estos hermosos versos de Unamuno, que podrían ser el himno de los lectores de todo el mundo: 

         Leer, leer, leer, vivir la vida
         que otros soñaron,
         leer, leer, leer, el alma olvida
         los que pasaron.
         Se queda en las que quedan, las ficciones,
         las flores de la pluma,
         las solas, las humanas creaciones,
         el poso de la espuma.
         Leer, leer, leer; ¿seré lectura
         mañana también yo?
         ¿Seré mi creador, mi criatura,
         seré lo que pasó?

 © Jesús A. Salmerón Giménez




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