Rosa Campos Gómez
Porque se fue en diciembre –hace sesenta y un años–, y con su talento contribuyó a ilustrar y mejorar la cultura de la sociedad en la que le tocó vivir, recordamos, con este sencillo homenaje, la figura de María Izquierdo, creadora de una obra que podemos designar como «vanguardia emotiva» (denominación certera, otorgada por Arturo Camacho Becerra), en cuya realización percibimos la fusión del lenguaje plástico tradicional de su tierra con los elementos que consideró necesarios del vanguardismo que llegó a conocer, consiguiendo una expresión propia, vital e intimista a través de la manifestación poética del uso de los colores y de las conexiones misteriosas y atávicas de las formas.
Su vida también merece
atención: se independizó y trabajó hasta el final en lo que quería a pesar de los reveses con los
que se fue topando por ser una mujer
que eligió cómo ser y hacer lo que amaba.
Autorretrato,1939
María Izquierdo nació en
San Juan de los Lagos, Jalisco, el 30 de octubre de 1902 (o 1906,
según fuentes) y murió en Ciudad
de México, el 3 de diciembre de 1955. Probablemente dio sus primeras pinceladas
en el Ateneo cultural de Saltillo, localidad donde vivió en su
adolescencia.
La casaron cuando contaba 14 años con un militar mucho mayor que ella, con el que tuvo tres hijos, y del que pocos años después se divorció.
La casaron cuando contaba 14 años con un militar mucho mayor que ella, con el que tuvo tres hijos, y del que pocos años después se divorció.
En Ciudad de México, afincada desde 1923, se impregnó del ambiente cultural que se desplegaba
ante sus ojos; sus posibilidades y ganas de formar parte de él la impulsaron a
matricularse, primero en la Academia de San Carlos (donde recibió por parte de
sus compañeros estudiantes los primeros rechazos por ser mujer con deseos y
capacidad para formarse en ese entorno) y después en la Escuela Nacional de
Bellas Artes, donde Diego Rivera
(1886-1957), director por entonces de esta institución, admiró su talento,
afirmando que era «un valor seguro; seguro y concreto».
Entre los años 1929-1933
mantuvo una relación profesional y sentimental con el pintor Rufino Tamayo, compartiendo
estudio. Dándose entre ambos un valioso intercambio de conocimientos y de
influencias. Ambos eran artistas que
iban a contracorriente de los temas populares predominantes, más vinculados al
folclorismo mexicano. Esta relación
acabó cuando Tamayo conoció a la pianista Olga Flores (con la que se casó en
breve tiempo), que pidió que el nombre de la pintora se silenciara en todo su entorno,
y así sucedió.
María fue la primera mujer
mexicana que expuso en Estados Unidos, lo hizo con una muestra individual en el
Arts Center Gallery de New York, en 1930, año en el que, posteriormente, también participó en otra programada por el
Metropolitan Museum of Art, donde, junto a ella y entre otros, también exponían Rufino Tamayo y Diego Rivera.
Antoine Artaud, poeta y dramaturgo francés
que viajó a tierras mexicanas en 1936, conoció a María –en la galería de Inés
Amor– y admiró su obra, escribiendo varios artículos con una crítica de elogio.
Un año después, la galería Van den Berg
ofreció al público de París una exposición individual de la autora jalisciense.
En 1938 conoció a Raúl Uribe,
con quien después se casaría. Fue
embajadora cultural de México (nombrada en 1943) e integrante activa de
la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios), siendo maestra de
dibujo y pintura en diversas instituciones. Llevó a cabo exposiciones
itinerantes junto a otras pintoras (patrocinadas por el Partido Nacional
Revolucionario) e impartió conferencias, animando a las mujeres a dedicarse al
trabajo que desearan y a implicarse en la lucha de clases para transformar la
sociedad de su país.
Se sucedieron años
fructíferos de creatividad y reconocimiento, hasta el punto que, en 1945, le encargaron un mural de 200 metros
cuadrados, pintado al fresco, en la sede del edificio del Departamento del
Distrito Federal (la pintura mural marcó un hito en la historia del arte de
México), llegando a tener los dibujos previos realizados y hasta los andamios
instalados, pero este contrato fue cancelado sin explicarle la razón. Más tarde
conocería que las opiniones de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros estaban detrás de esta vergonzosa
cancelación. Lo que argumentaron, para no permitirle que concluyera un proyecto
que ya tenía diseñado, fue que era una mujer que no estaba preparada para
realizar una obra de tal magnitud… Y es que no era lo mismo valorarla como
alumna que tenerla como compañera de
oficio con valor equiparado. Ante el dolor por estas acciones y por los ataques que, dirigidos a ella, se
esgrimieron en la prensa, la ansiedad y
la tristeza empezaron a cimentar una enfermedad que tres años después la
alcanzó con afán invasor.
Raúl Uribe se convirtió en
su promotor, vendiendo su obra a diplomáticos de diferentes países. María enfermó
de hemiplejía en 1948 (la enfermedad enraizada tiempo atrás), quedando
paralizado su lado derecho del cuerpo, aunque consiguió recuperarse en parte sin
dejar de pintar (aunque con menor rápidez y precisión) hasta poco antes de su muerte. La pareja se
separó cuando ella descubrió que él pintaba y firmaba cuadros suplantándola, gastándose, además, ese dinero en juergas y amantes.
Solía repetir: «Es un delito nacer mujer y encima tener talento», frase que recapitulaba todos los abandonos y rechazos que había experimentado a lo largo de su vida.
Solía repetir: «Es un delito nacer mujer y encima tener talento», frase que recapitulaba todos los abandonos y rechazos que había experimentado a lo largo de su vida.
Murió a la edad de 53
años, en la pobreza y prácticamente sola. En 2012 sus restos fueron trasladados
a la Rotonda de las Personas Ilustres, en
Ciudad de México.
María Izquierdo nos legó temas circenses, comunicando esa alegría juguetona y mágica de la niñez; mujeres de presencia enérgica a la vez que atemperada, revitalizando cálidamente el espacio y el tiempo; mujeres desnudadas y apresadas por la incomprensión de quienes ostentan la sinrazón; paisajes con árboles desmochados por una pena que se esconde entre sus raíces y tronco sin querer que las ramas y las hojas la extiendan más allá de su núcleo, y con alimentos, indicando que todo madura y da su fruto; alacenas que exponen los vínculos sagrados entre los objetos y los humanos que les dieron forma o los veneraron… nada es vacuo de sentido; caballos plácidos, gustosos de estar cerca de humanos en ese entorno libre a la vez que domesticado; aves de hermoso plumaje que ponen alas al vivir… y enigmáticos autorretratos.
Fue una artista contemporánea
que en su evolución no quiso ajustarse
al folklorismo que imperaba ni a la
pintura política, porque con ello decía perder la poética que se puede expresar
desde la esencia que desprende el alma. Su obra
describe, tanto en las «naturalezas vivas» como en las figuras
femeninas, unas formas potentes, habitadas por
una pasión donde la estética y la ética que quiere transmitir se aúnan.
Mujeres envueltas por la soledad y la melancolía, que echan de menos ese apoyo
social masculino; mujeres contundentes, misteriosas, que aman la vida y la
reconstruyen, habitadas por el alma de los orígenes que pervive generación tras generación en
ellas, con toda la ternura y el cuidado hacia la vida en plenitud que desde
siempre las ha ido constituyendo.
Nos lo comunica
nutriéndose de los colores de su tierra, «color de alma roja» dirá A. Artaud.
María Izquierdo –como
tantas personas que se volcaron con la sociedad que les tocó vivir– está siendo
rescatada del olvido gracias a quienes saben mirar atrás para ir juntando las
partes del todo de la historia que se ningunearon por una estúpida e inerte
concepción de lo que significan los hechos de las mujeres y de los hombres. Y
es que, a la alarga, el tiempo abre las heridas… para cauterizarlas.
Retrato de Belem, 1928
Algunas opiniones
de estudiosos de su obra:
«Sus pinturas no evocan un mundo
en ruinas, sino un mundo que se está rehaciendo (…) color de la lava fría, de
penumbra de volcán, y esto es lo que le da un carácter inquietante, único entre
todas las pinturas de México: Lleva el destello de un mundo en formación»
(Antoine Artaud). Fragmento que nos recuerda Elena Poniatowska en Las
siete cabritas, el mismo libro en el que más adelante recoge las palabras
de la propia pintora: «Y durante una
década me dediqué a un solo color por año. Son siete colores los que me
importan: el rojo, el bermellón, el carmín, el ocre, el blanco rosa, el rosa de
los indios, el chicle y el tezontle, la tierra quemada de Michoacán».
«Sus creaciones pictóricas constituyen todo un universo artístico, un
legado de inolvidables figuras y trazos marcados por la seducción de la
inocencia y la fuerza salvaje de la ironía, en el que es posible apreciar su
insondable pericia en el manejo de las herramientas técnicas de la pintura, sus
exploraciones estéticas sobre todo a través de la expresividad del color y el
fervor imaginativo, su búsqueda en pos de un lenguaje propio más allá de las
modas.» (Francisco Javier Ibarra)
«Su expresión estuvo más cercana al compromiso íntimo; demostrando que la
toma de conciencia de la libertad creativa es un paradigma indispensable para
explicarnos el arte del siglo XX (…). En sus autorretratos podemos indagar un
relato biográfico que nos remite a su lucha permanente como mujer y como
artista. Su obra pictórica es un ejemplo del trabajo realizado para conseguir
un Arte Moderno sin descuidar la esencia de lo nacional.» (Arturo Camacho
Becerra)
«Pintó eso que le fue cercano pero lo hizo de manera más completa y
compleja, con un lenguaje pleno de metáforas visuales de condición a veces
sórdida y dolorosa, con añoranza por la inocencia perdida.» (Centro
Cultural Arte Contemporáneo AC)
© Rosa Campos Gómez
Velo de novia, 1943
La niña indiferente, 1947
Ensayo de ballet
Naturaleza viva, 1946
Madre proletaria,1944
Maternidad Alacena
Autorretrato, 1946 Autorretrato, 1947
© Rosa Campos Gómez
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