Jesús A. Salmerón Giménez
Leer bien es
uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos
en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad,
sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo.
Harold
Bloom
Se lee por el esplendor,
como nos enseñó Emerson, y esa
prodigiosa cualidad es la que he encontrado, a lo largo de este 2016, que, ay, raudo
termina, en estos libros de los que traigo aquí noticia y reseño sucintamente:
a veces, solo han sido esquirlas de belleza –acaso un brillo fugaz-, que han
saltado desde el fondo de una historia o de la magnificencia de la prosa, pero
que han bastado para herirme como espadas de
dulzura en la noche, o meterse dentro de mi cabeza y acompañarme durante
el día, deliciosamente, como un viejo amigo con el que mantenemos la más libre
de las conversaciones. Aquí los tienes, amiga/amigo, comentados como mejor he
sabido, pero siempre de forma sincera e intentando comunicarte la experiencia,
la inefable emoción que produce la lectura de los buenos libros.
* Quemar
los días, James Salter. Otro
hermoso libro sobre el oficio de vivir, que nos conmueve desde una narración
sigilosa, aparentemente átona, casi distante, que despega suavemente y, sin
previo aviso, alcanza el vuelo majestuoso de la prosa elegante y adictiva del
gran Salter: se sublima y convierte
en un bisturí afilado, preciso, destinado a desvelar su propia alma hasta los extremos más delicados del pudor. Como
si sobrevolara por encima de ella (con deslumbrante inteligencia y honestidad),
nos cuenta una vida pletórica de glamur y talento: militar en West Point,
piloto de aviones de caza, viaja por todo el mundo, se acuesta con las mujeres
más hermosas e interesantes, conoce a los tipos más duros, se bebe todo el
whisky de USA y los viñedos de su amada Francia. Conoció a William Faulkner, Jack
Keruoac, el general McArthur, Saint Exupéry, Bernard Shaw o Robert
Redford... Pero también da voz y rememora –tener
memoria sólo de uno mismo es como venerar una mota de polvo– a multitud
de héroes y perdedores anónimos.
* Patria, de Fernando Aramburu. Desde los primeros
minutos de lectura, la voz del narrador -que todo lo gobierna y organiza,
aunque se diluya a veces y multiplique en ráfagas de frases escritas en primera
persona: trozos de vida que inundan de humanidad toda esta historia de gentes
vascas- se aloja en mi cabeza: la inmersión en la historia es instantánea,
vertiginosa, brutal. De forma profunda, conecto con los personajes y las
acciones de la historia, que me deslumbran y provocan un impacto descomunal en
mis emociones, en el núcleo de mi razón y mis sentimientos.
La intensidad de la
lectura de esta novela, extensa y magnífica, que abarca 30 años de fanatismo de
una sociedad cerrada y recelosa y otros tantos de degradación moral de las instituciones
del Estado (la vida del País Vasco bajo el terrorismo de ETA), es de alto
voltaje: duele, emociona…El nivel de adicción a la historia de dos familias que
han sido inmemorialmente amigas y a las que ha enfrentado "el
conflicto" es total (no me despegaba del libro para comer, ni para dormir,
ni para miccionar…), salvaje como lo es este relato desasosegante y genial de Fernando Aramburu. Un centenar de
capítulos breves, que funcionan casi autónomamente: ríos de historias que
progresan hacia la unidad del cuento, hacia el mar inmenso y proceloso del
relato.
* Miguel
de Cervantes. La conquista de la ironía, de Jordi Gracia. En este año
cervantino, como particular homenaje al memorable creador de la novela moderna,
además de una nueva relectura del inagotable Quijote en la que estoy
placenteramente inmerso, he leído este libro de Jordi Gracia que aborda su figura con perspicacia y rigor, no
exento de amenidad. En esta estupenda biografía, Jordi Gracia captura en el
papel la vida de nuestro escritor más universal, y consigue su propósito
declarado de “inyectar el ritmo del relato en la
biografía de un iluso escarmentado por la experiencia pero libre del rencor del
desengaño”, del “escritor que conquista una
mirada compleja e irónica sobre el mundo a partir del hombre que aprendió
escribiendo a ser él mismo, siendo varios a la vez, sin miedo a ninguno de
ellos ni excesiva reverencia al más desaforado ni al más cuerdo.”
La pasión del biógrafo va
pareja a su erudición y rigor y nos la contagia: el libro se lee de un tirón,
nos mete de lleno en la vida y en la topografía cervantina (poblada por
barberos y comerciantes, pretendientes y comisionistas por cuenta del Estado,
soldados y mujeres que se buscan la vida con desparpajo: un abigarrada variedad
personajes de diferentes clases sociales y distintos “pelajes”), y sobre todo
de la obra más admirable jamás escrita: “invisible
y fluida amenidad de un libro que teje una amistad deambulada y cada vez más
cómplice y trabada: el milagro del trato de don Quijote y Sancho, pero también
cómo va abarcando una amplia galería de seres humanos, caballeros y venteros,
curas y doncellas”.
* El
hijo, de Philip Meyer. Una
novela del Oeste que leí con extraordinario placer este verano. Nos narra la
vida de una saga familiar de tejanos, a caballo entre el siglo XIX y el XX. La
épica historia de la primera generación, de los pioneros, es potente,
deslumbrante, de muchos quilates, con un personaje poderoso, Eli McCullought, de lo más convincente
que he leído en mucho tiempo, el primer varón nacido en la recién inaugurada
República de Texas:
“Durante
una fatídica noche de 1849, una banda de comanches asalta su hogar, asesina
brutalmente a su madre y a su hermana y lo toma como prisionero cambiándole el
destino para siempre...”
Una epopeya de hombres
duros, con escenas que nos impactan y hacen daño a los lectores –asaeteados,
devastados en el sillón de orejas- por su feroz crudeza, pero que son
necesarias para explorar la naturaleza de la violencia y la crueldad,
comportamientos o fuerzas seminales en la fundación del país de Obama. Como sostiene el autor: La libertad en EEUU nació a partir de una terrible
violencia.
* París-Austerlitz, de Rafael Chirbes. El adiós de un maestro.
Con la emoción de lo
largamente esperado, inicio la lectura de la novela póstuma de Chirbes: la trama se ubica a finales
del siglo XX, en París, una pareja homosexual a las que les diferencia edad,
nacionalidad y clase social. Y, contrariamente a lo previsto, me cuesta
adentrarme en la descarnada historia de los personajes: asisto a los encuentros
y desencuentros con cierta desgana, como si no fuera conmigo la cosa, queriendo
salir del escenario donde comen, aman, pasean, se emborrachan y se enfadan. Y
pienso en lo extraño de este testamento literario en el que, por vez primera,
el gran Chirbes no termina de atraparme en el campo magnético de su alta
literatura.Pero persisto, y en el ecuador de esta novela breve, veo asomar por
fin el afilado, frío bisturí del genial valenciano, aplicándolo sin piedad ni
mentiras piadosas a la relación amorosa, construyendo una tremenda elegía de un
montón de escombros ¿enamorados? Y de nuevo la maestría, la soberbia prosa
narrando la historia de desamor entre el amante maduro y el amante joven, una
inédita crónica de intereses y desamparo. El vuelo alto de su excelsa, y
descarnada, literatura cuando se baja el telón, cuando acaba la batalla, en el
paisaje calcinado de cadáveres y reproches. Y me reencuentro con un Rafael
Chirbes en estado de gracia: directo y profundo, valiente y certero, preciso y
lúcido. Me ha costado entrar en esta estación de París Austerlitz, pero ha
valido la pena el extraño viaje: he salido mejor que entré, más limpio (Escribimos para salir limpios del fondo de lo peor),
como si Chirbes me hubiera revelado algo profundo, una nueva verdad poética.
*La
ley del menor, de Ian McEwan.Una
soberbia novela breve del autor de Chesil
Beach (la única que, hasta ahora, había leído del británico). Ian McEwan construye una trama
vibrante, protagonizada por una brillante y metódica jueza de familia frente a
una encrucijada: salvar la vida de un chaval de diecisiete años (testigo de
Jehová) que necesita una transfusión de sangre o respetar su decisión y dejar
que muera.
Una novela clásica,
absorbente, que inquiere verdad (como diría Bergamín), que plantea las preguntas difíciles de responder, ante
las que no se arredra el inglés, y mete el dedo en la llaga y explora nuestros
miedos: La ley del menor habla del
conflicto de justicia y fe; de las decisiones y sus consecuencias sobre
nosotros y los demás; de la búsqueda de sentido...: Una novela llena de
historias estremecedoras que son reflejo de la vida real, y que McEwan cierra
de una forma magistral, con una prosa eficaz y elegante, sin estridencias, en
la que no sobra una palabra, con una potente banda sonora (la presencia de la
música es constante en la novela) capaz de llegar al fondo del corazón,
¿partido?, de los personajes. Una novela espléndida para lectores ávidos de
buenas historias, que nos seduce desde sus primeros acordes y leemos de un
tirón, en el tiempo en que se pela una patata.
* El
Reino, de Emmanuel Carrèrre. El
Evangelio a la francesa.
En mi infancia y primera
juventud fui un adicto al cine de romanos [llámalo péplum]. Y, sin el furor por
la toga de antaño, algo queda todavía en mí de aquella remota afición de cuando
tenía la edad de echar a volar. Por eso estaba deseando que se tradujera El Reino (mi francés no va más allá de
pedir un escalope), y cuando pude me tiré a él, como un turista (de la Biblia)
a un crucero (por Tierra Santa). He de decir, antes de seguir esta historia de
mi lectura, que durante la misma mi cabeza se iba a El evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Y pensaba, “otro que tal”: un evangelio que no
existió pero que quizás sería el más necesario de todos.
Esta novela de realidad,
además de su ración de no-ficción, combina metaliteratura y autobiografía,
ensayo, humor y un estilo fluido, a la pata la llana, diferenciado
(intencionadamente) del alto estilismo francés. Una fórmula perfecta con la que
ha logrado Carreère grandes obras
(yo sólo he leído dos -ambas magníficas-: De
vidas ajenas y Limónov). Esta me ha parecido genial (en el sentido nocturno
y alemán de la palabra, que desagradaba un tanto a Borges: otro teólogo ateo).
Lo he seguido con Pasión cuando se ha metido en la piel de Lucas, que presenta como un médico macedonio, culto, que se expresa
en un griego elegante, y que, más que un evangelista, parece un reportero
curioso disfrutando de su trabajo de campo: Lucas es un hombre amable, sensato,
que suaviza el mensaje de un Mesías, a veces, maximalista y milagrero, o le
quita hierro al antijudaísmo de un fanático y genial Pablo, en eterna caída del caballo, verdadero creador e ideólogo
del cristianismo. (Menos me gusta Carrére en su rol de autobiógrafo ex católico
o en su tarea de deconstruir las espléndidas parábolas de Cristo, para mí una
de las cumbres literarias en arameo que han conformado y dado aliento al
Calvario de mi vida).
* Conversaciones
con Goethe, de J.P. Ekermann. Uno de los libros más fascinantes
que he leído en los últimos años; un obra de una extraordinaria calidad
literaria, escrita en el peculiar estilo de una conversación diaria, en una
edición memorable de Acantilado.La grandeza de Goethe (su serenidad ecuánime, su
juicio siempre ponderado, su hondura de percepción y de reflexión, su
enciclopedismo espectacular, su grandísima cultura, su refinamiento literario y
estético...) se despliega a lo largo y ancho de este formidable libro,
donde aparecen y desaparecen personajes de todos los ámbitos (filósofos,
científicos, dramaturgos, políticos, aventureros...) en un desfile
impresionante.
La excelencia intelectual
y moral de Goethe se advierte desde la primera página a la última: su cultura
universal, enciclopédica, lo mismo que su decisiva contribución en terrenos tan
distintos como la ciencia, la filosofía, la poesía, el drama, la novela y al
género autobiográfico dan la medida de su genio universal. Y sobre todo la
creación de Fausto, en sus dos partes (fue la obra que ocupó la larga vida de
Goethe: una alegoría de la vida humana en todas sus ramificaciones).
Este libro -infinito- de
conversaciones (Goethe-Eckermann) es un placer extraordinario y una lectura
necesaria para todos aquellos que amamos la vida y sus maravillas: Su lectura
trasluce una sabiduría luminosa, pocas veces alcanzada por ningún ser humano. Nietzsche,
para quien "Goethe es todo él una cultura", sentenció que nos
encontramos ante "el mejor libro alemán que existe": Como Dante,
Shakespeare, Montaigne y Cervantes, Goethe es una figura universal, que una
humanidad consciente de sí debe asumir como figuras emblemáticas,
representativas de lo mejor que este mundo ha generado.
* La
resistencia íntima, de Josep María
Esquirol. Es un libro lenitivo y profundo que nos habla de cómo
sobrevivir en tiempos convulsos, de tribulación (interior y exterior); un
ensayo luminoso en el que entro hipnotizado, deslumbrado ya por el majestuoso
pórtico de la primera página:
El plato en
la mesa, el aceite y el pan. La mesa servida, la olla humeando y los vasos
empañados por el vapor del caldo (...) nada sibarita ni sofisticado. Asociamos
la imagen, sobre todo, con el cuidado que supone cocinar para los demás, la
compañía, y el amparo casero. También, naturalmente, con el placer de comer. Y
con la memoria de los "elementos". El aceite para aliñar evoca el
olivo y la tierra firme donde se enraíza y el cielo luminoso hacia donde se
eleva; el fruto maduro, los trabajos de recolección y el prensado de la
almazara. También el pan nos descubre el cielo y la tierra, los vastos campos
de trigo lindantes con el azul, pero enseguida nos lleva de nuevo hacia lo más
primordial: los demás. El pan es lo que se comparte y los
"compañeros", literalmente, los que comparten el mismo pan.
Y, como quien se cuela de rondón en una casa
(encantada), traspaso el umbral: La casa es como
una palabra de consuelo y calienta cuerpo y alma. Por eso, la nostalgia -y la
esperanza- más profunda es la del universo sumergido de la infancia y del hogar”.
Y en estos momentos
atribulados, busco cobijo y reposo a mi vida, y una habitación donde meditar
sobre ella y vivirla con mayor lucidez y conciencia. Y encuentro esta
casa/libro a la que acudir, cuando tanta vida desatenta intenta disolverme, que
me ampara y proporciona un mapa lúcido para recorrer el desierto (de la
existencia), un manual de instrucciones para “resistir” (término que en esta
comarca significa intimidad, encuentro, sinceridad...). Una casa/ libro que
sana y motiva, que cura el alma.
Este revelador ensayo nos
enseña algunas razones poderosas para afrontar la vida, y nos regala
espléndidas páginas sobre el don, el gesto, el amparo, la proximidad y la
resistencia…, y, sobre todo, nos ofrece un análisis cercano y real de la
emoción, del estado de ánimo, de la movilidad que supone la contradicción y la
pesadumbre de vivir, la pérdida continua del presente y la apertura al abismo
que es el futuro.
Como
escribe Esquirol: "La resistencia
íntima se parece a la eléctrica en que, paradójicamente, al resistir el paso de
la corriente, da luz y calor a los que están cerca; una luz que ilumina el
propio camino y que sirve de candil para los demás guiando sin deslumbrar”.
Vivir es resistir y resistir es
filosofar. No es posible una cosa sin la otra: leedlo para vivir.
Feliz
y próspero año 2017. Leyendo y, al tiempo,
caminando.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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