Jesús A. Salmerón Giménez
Miguel
de Unamuno murió, un jueves y con nieve, en su domicilio de
Salamanca el 31 de diciembre de 1936, en un estado de desolación, desesperación
y soledad, todo hay que decirlo: prisionero en su casa, sufrió un ataque
cerebral, cuyo precedente está en otro muy lejano que tuvo en San Sebastián,
paseando con Azorín, y del que salió
ileso.
Quien moría, en su casa de
la emblemática calle salmantina de Bordadores, umbría y acorralada por el
terror de la España implacable de "la rabia y la idea", que "ora
y embiste" y siempre “con un hacha en la mano vengadora", en una de
las guerras inciviles que este país produce cíclicamente como churros
sangrientos, era don Miguel de Unamuno y Jugo, poeta, escritor, filósofo,
políglota y polemista nacido en Bilbao hacía 72 años. A pesar de todo, tuvo la
suerte de ser un cadáver exquisito, y no fue humillado y fusilado, ni tampoco
fue arrojado a una de esas cunetas que, ochenta años después, aún siguen de
bote en bote.
Apenas unos meses antes de
su muerte, el 12 de octubre de aquel aciago y colérico año del 36, nos habría
de dejar un imperecedero referente de la dignidad, un pasaje sublime de
decencia como colofón a una vida ejemplar, genuina y honesta: Unamuno se
enfrentó al poder, en un acto de valor digno de uno de los más grandes
pensadores de todos los tiempos: En aquella fecha, aniversario del primer
desembarco de Colón en América, en que se conmemoraba lo que se vino en llamar
“Fiesta de la Raza”, se celebró una ceremonia en el paraninfo de la Universidad
de Salamanca. Allí estaba presente, entre otros gerifaltes fascistas, el
general Millán Astray, el legionario
demediado, que hace una exhibición de la puesta en escena falangista con los
gritos atávicos de España una, España grande, España Libre y demás folclore. A
esto contesta Unamuno con un discurso inolvidable, discurso que fue interrumpido
por Millán Astray con el famoso grito de viva la muerte, abajo la inteligencia,
al mismo tiempo que hace el primer amago de amenazar con su arma al filósofo,
pero el sabio anciano no se arredra y continúa (memorablemente):
Éste es el templo de la
inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto.
Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para
convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta:
razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en
España.
Unamuno, como demuestra la
foto, salió a empujones y rodeado de encolerizados legionarios que enarbolando
el saludo fascista no dejaban de gritar: ¡Viva la Muerte! ¡Mueran los
intelectuales!
El final es de todos
sabido: Quedó relegado de su cargo de rector y confinado en su domicilio.
Miguel de Unamuno, moriría dos meses y medio después, el 31 de diciembre de
1936.
Sobre su nicho se dejó un
recuerdo de sus propias palabras:
Méteme, Padre Eterno, en
tu pecho,
misterioso hogar,
dormiré allí, pues vengo
deshecho del duro bregar.
Apenas un mes después, el
28 de enero de 1937, en la revista Sur,
Borges publica una breve nota sobre
la muerte de Unamuno:
El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir, no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma.
El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir, no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma.
Leer, leer, leer, vivir
la vida
que otros soñaron,
leer, leer, leer, el alma
olvida
los que pasaron.
Se queda en las que
quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las solas, las humanas
creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer; ¿seré
lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi
criatura,
seré lo que pasó?
© Jesús A. Salmerón Giménez