jueves, 3 de noviembre de 2016

NOTAS LITERARIAS: EL DON DE LA LECTURA

Jesús A. Salmerón Giménez




“Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba, Bolivia. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi 70 años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida…”
Mario Vargas Llosa

"El don de la lectura (...) requiere, en primer lugar, un vasto legado intelectual -una gracia, debo llamarlo- en virtud del cual el hombre alcanza a entender que ni él tiene toda la razón, ni aquellos con los que no comulga están del todo equivocados".
Robert Louis Stevenson


 
     Cuando mi hermano Paco leyó la novelita, de tintes autobiográficos, en cuya escritura he estado inmerso este verano, además de darme su opinión sobre la misma -fraternalmente entusiasta, he de decir-, me hizo alguna que otra observación que no eché en saco roto; principalmente, la que resaltaba la ausencia en el texto de cualquier mención a mi iniciación a la lectura: pues siendo tan relevantes -sostenía él-en mi vida los libros, no hacía a lo largo de la narración ninguna alusión, o breve recuerdo, a cómo me inicié en ellos, a qué libros marcaron tempranamente mi impronta lectora; en definitiva, de qué manera o circunstancias me fue concedido el prodigioso don de la lectura.
Así que, sin entrar a considerar si finalmente integraré o no el texto en mi relato, y en su caso, en qué forma y tiempo lo haré, me pareció una aportación perspicaz y valiosa, que inmediatamente me impelió a escribir sobre ello. Y aquí, amigo lector de Notas, tienes el resultado.

       La lectura de tebeos despertó en mí, muy pronto, el gusto por la literatura –de esto no sería consciente hasta mucho más tarde-: recuerdo ahora las historietas que leía con fruición en el suplemento infantil del diario ABC Gente menuda, que me suministraban mis tías los domingos, los tebeos del Capitán Trueno y el  Jabato…, y luego los deslumbrantes álbumes de Astérix y Obélix y los de Tintín, que nos disputábamos los infantes (y alguno que otro ya talludito), a cara de perro, en la biblioteca municipal de Cieza, entonces situada en el Camino de Murcia, y que me proporcionaron algunos de los momentos más felices de mi –menuda-vida lectora. También me encantaba leer la serie de Los cinco, mítica colección de aventuras de la escritora Ennid Blyton…Pero de lo que conservo un recuerdo muy vivo y muy feliz es de la lectura de las novelas del Oeste: Aquellas novelitas de pocas páginas e impresión barata (¡nuestro género pulp patrio!), las cambiaba por una peseta todas las semanas en el quiosco de Carmelo. Esas novelas, que devoré en mi infancia y adolescencia, marcaron mi pasión por  el western, que luego acrecería en la gran pantalla: una narrativa intensa y apasionante, cuya  estética –y ética- me mantenía en perpetuo estado de hipnosis. De hecho, la fascinación por este género, made in USA. todavía perdura: su iconografía de espacios abiertos, de jinetes –Centauros del desierto- cruzando el crepuscular horizonte –Horizontes de grandeza-, de saloons en los que se bebe whisky hasta el síncope y en los que, con la primera silla que sobrevuela el local, estalla la violencia en el momento más inesperado: de soledades, de hogueras que incendian la noche, de los regresos a casa y las despedidas (¡eterna Odisea!), de las últimas paradas y de las causas perdidas, de caballos galopando por la pradera, de seres más duros que el pedernal–pero con un lirismo seco y bronco: Play it again Johnny Guitar-, y con una moral y unos principios que no se rigen por el orden establecido.


        El salto –temprano y gozoso- a la gran literatura, lo di con Galdós. Pero antes de seguir, he de hablar aquí necesariamente de mi tío Angosto. Mi tío era un hombre enjuto y cordial, de mediana estatura, que tenía un fino bigote entrecano (que parecía esconder un punto de timidez y destellos de dulzura), de pelo ensortijado y rebelde, ya canoso, y que derrochaba una gracia natural que nos alborozaba a sus hijos y sobrinos -la tropa menuda de aquellos años-, poco acostumbrados como estábamos, en aquella época, a la confraternización o a las muestras de confianza de los adultos, al trato familiar y espontáneo con los mayores; pues gastaba mi tío un humor de traza muy distinta al de mi padre: más gestual e infantil, más accesible y cálido, desde luego, que el seco y verbal de los Salmerones. Este gracejo maravilloso de mi tío, por desgracia, se fue ensombreciendo cuando comenzó a finales de los sesenta la caída de la industria del esparto, ya que trabajó como contable en Manufacturas, y fue  testigo privilegiado -y atormentado- de los desmanes de los empresarios que enviaban al paro-casi siempre sin prestaciones- a cientos de ciezanos. Mi tío era un hombre bueno e inteligente que, a pesar de su inquebrantable ideologíaconservadora, e incluso en mis años de  juventud (él moriría, por desgracia relativamente joven, antes de cumplir los sesenta años, a causa de una afección pulmonar, en la que algo tuvo que ver el inveterado vicio de fumar), siempre me manifestó un cariño sincero (sentimiento que, por supuesto, fue mutuo) y respeto y comprensión por mis ideas radicales(si omitimos la guasa, claro: cuando iba a su casa, en la que solía pasar más horas que en la mía, invariablemente me recibía conel puño en alto y entonando los primeros acordes de “La Internacional”).


        Pues mi tío -que no lo era de consanguinidad, pero al que estuve más unido que a ningún otro-, mi tío Angosto, atesoraba la colección completa de los Episodios nacionales en un armario de madera, que había hecho mi abuelo, en los tiempos inmemoriales en que ejerciera de carpintero free lance (a mi madre, en el desigual reparto de la herencia, le tocó una radio, que mi padre, con parsimonia y retranca contenida, sintonizaba invariablemente a la hora de la comida -¡las dos y media!-, para escuchar los “partes” -diarios hablados- de Radio Nacional) y ese descubrimiento (las 5 series, las 46 novelas que narran la borrascosa historia decimonónica española, ahí estaban, perfectamente alineadas en los estantes, construidos con pericia por mi abuelo, con sus ilustraciones: esas estampas que me hacían anticipar y paladear ya las muchas horas de placentera lectura que tenía por delante) marcaría de un modo profundo mi vida de lector, revelándoseme un mundo nuevo de sensaciones y hallazgos. Como Cernuda, crucé el umbral de un mundo mágico:

La otra realidad que está tras ésta:
Gabriel, Inés, Amaranta,
Soledad, Salvador, Genara,
Con tantos personajes creados para siempre
Por su genio generoso y poderoso.
Que otra España componen,
Entraron en tu vida
Para no salir de ella ya sino contigo

        Páginas de la vida más tarde, otros dos libros que influyeron en mí, y que me inoculó definitivamente el virus de mi desmedida afición a la lectura, el asiduo y cotidiano hábito que adquirí de leer (ese vicio sin castigo, que diría Valéry Larbaud), y que la incuria del tiempo no ha abolido del todo de mi memoria: La casa verde, de Vargas Llosa; y Que el cielo la juzgue, de Ben Ames Williams. Los descubrí en un pequeño armario empotrado que había en el comedor de mi casa: estaban editados, en tapa dura, por el Círculo de Lectores, club de libros al que se suscribió mi madre en los años sesenta, para dar rienda suelta y alimento a su afición lectora. La primera vez que intenté leer La casa verde fue un fracaso (tendría, si no recuerdo mal, unos trece años), lo intrincado de la trama me desanimó a proseguir su lectura: sería algún tiempo después cuando, en un nuevo intento, descubrí el valor de esta novela, cuando quedé deslumbrado por la Amazonía de bandoleros, Piura y la casa prostibularia (la Casa Verde), los soldados, los traficantes de caucho, el río Marañón… y, por ende, del desaforado talento de Vargas Llosa.

    Sin embargo, Que el cielo la juzgue, la melodramática novela del norteamericano Ben Ames Williams, me atrapó desde la primera (escalofriante) línea: la historia de la mujer que, loca de pasión, movida por el demonio de los celos, arrastra a todos los que la rodean a la perdición y al desastre, me engulló a mí también en la vorágine de sus aguas turbulentas, en las que me sumergía, placenteramente, en aquellas interminables siestas abrasadoras de mi primera juventud.

Pero mi flechazo definitivo con la literatura se habría de producir unos pocos libros más adelante, cuando ya era joven pero seguía igual de indocumentado, una tarde remota de los renqueantes inicios de los setenta, en el increíble instante que descubrí, en un anaquel de multimueble (estantes que se encontraban a la venta en nuestra tienda: armado con varillas negras y unas tablas de parco marrón), que tenía mi hermano Paco, unos libros de relatos de García Márquez, en ediciones de bolsillo, que habrían de cambiar para siempre mi percepción de la literatura y del mundo: La hojarasca, Los funerales de Mamá Grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Ojos de Perro Azul…

     Como un ladrón, me llevé aquel tesoro de colores y sílabas a mi guarida y, de repente, en mi pequeña habitación, sitiada por la atmósfera cerrada y acre del franquismo, se obró el prodigio: entraron el olor de la guayaba y de la papaya verde, la luz violenta de los trópicos, los nombres de personajes -relatos en sí mismos llenos de magia- misteriosos y rotundos (Eréndira, Aureliano Buendía, Amaranta, Úrsula y Gastón...), un territorio mítico (Macondo) y unos poderosos malvados (United Fruit Company). Y ya nada, nada volvió nunca a ser lo mismo…

Murcia, 28 de octubre de 2016
 © Jesús A. Salmerón Giménez

2 comentarios:

  1. Qué historia tan parecida tenemos,aunque mi encuentro con los grandes fue a través de la desgracia de la ceguera de mi padre.Cuando empezaron sus operaciones de los ojos, yo tenía 10 años,y al salir del colegio cogía el metro y le leía el periódico y los libros de Unamuno,Galdós,Baroja...que tenía en su biblioteca.Naturalmente él me explicaba,hablaba un castellano ortodoxo de Zamora,los qués y los por qués de lo que allí se contaba como si yo fuera una alumna.Esto duró tres años y a partir de ahí ya vino la influencia de mis hermanos mucho mayores que yo,Era la niña pequeña,pero hablaban de sus estudios en la mesa y aprendía de ellos.Aunque me causó algunos problemas,porque en el colegio me consideraban cursi o presumida,aunque ,naturalmente hablaba como en mi casa

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    1. ¡Qué historia tan hermosa, Maite! Desde luego, esta extraña, y maravillosa, cofradía que conformamos los lectores - y que lo somos cada uno a su manera-, atesoramos una singular historia de nuestras lecturas, en las que todavía perdura el resplandor blanco de los primeros libros que habría de cambiar para siempre nuestro mundo. Gracias, amiga.

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