Jesús A. Salmerón Giménez
“Aprendí
a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de
la Salle, en Cochabamba, Bolivia. Es la cosa más importante que me ha pasado en
la vida. Casi 70 años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las
palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida…”
Mario
Vargas Llosa
"El
don de la lectura (...) requiere, en primer lugar, un vasto legado intelectual
-una gracia, debo llamarlo- en virtud del cual el hombre alcanza a entender que
ni él tiene toda la razón, ni aquellos con los que no comulga están del todo
equivocados".
Robert
Louis Stevenson
Cuando mi hermano Paco leyó la novelita, de tintes
autobiográficos, en cuya escritura he estado inmerso este verano, además de
darme su opinión sobre la misma -fraternalmente entusiasta, he de decir-, me
hizo alguna que otra observación que no eché en saco roto; principalmente, la
que resaltaba la ausencia en el texto de cualquier mención a mi iniciación a la
lectura: pues siendo tan relevantes -sostenía él-en mi vida los libros, no
hacía a lo largo de la narración ninguna alusión, o breve recuerdo, a cómo me
inicié en ellos, a qué libros marcaron tempranamente mi impronta lectora; en
definitiva, de qué manera o circunstancias me fue concedido el prodigioso don
de la lectura.
Así que, sin entrar a considerar si finalmente
integraré o no el texto en mi relato, y en su caso, en qué forma y tiempo lo
haré, me pareció una aportación perspicaz y valiosa, que inmediatamente me
impelió a escribir sobre ello. Y aquí, amigo lector de Notas, tienes el
resultado.
La
lectura de tebeos despertó en mí, muy pronto, el gusto por la literatura –de
esto no sería consciente hasta mucho más tarde-: recuerdo ahora las historietas
que leía con fruición en el suplemento infantil del diario ABC Gente menuda, que me suministraban mis
tías los domingos, los tebeos del Capitán
Trueno y el Jabato…, y luego los deslumbrantes álbumes de Astérix y Obélix y
los de Tintín, que nos disputábamos los infantes (y alguno que otro ya talludito),
a cara de perro, en la biblioteca municipal de Cieza, entonces situada en el
Camino de Murcia, y que me proporcionaron algunos de los momentos más felices
de mi –menuda-vida lectora. También me encantaba leer la serie de Los cinco, mítica colección de aventuras
de la escritora Ennid Blyton…Pero de lo que conservo un recuerdo muy vivo y muy
feliz es de la lectura de las novelas del Oeste: Aquellas novelitas de pocas
páginas e impresión barata (¡nuestro género pulp patrio!), las cambiaba por una
peseta todas las semanas en el quiosco de Carmelo. Esas novelas, que devoré en
mi infancia y adolescencia, marcaron mi pasión por el western, que luego acrecería en la gran
pantalla: una narrativa intensa y apasionante, cuya estética –y ética- me mantenía en perpetuo
estado de hipnosis. De hecho, la fascinación por este género, made in USA. todavía perdura: su
iconografía de espacios abiertos, de jinetes –Centauros del desierto- cruzando el crepuscular horizonte –Horizontes de grandeza-, de saloons en los que se bebe whisky hasta
el síncope y en los que, con la primera silla que sobrevuela el local, estalla
la violencia en el momento más inesperado: de soledades, de hogueras que
incendian la noche, de los regresos a casa y las despedidas (¡eterna Odisea!),
de las últimas paradas y de las causas perdidas, de caballos galopando por la
pradera, de seres más duros que el pedernal–pero con un lirismo seco y bronco: Play it again Johnny Guitar-, y con una
moral y unos principios que no se rigen por el orden establecido.
El salto –temprano y gozoso- a la gran
literatura, lo di con Galdós. Pero antes de seguir, he de hablar aquí
necesariamente de mi tío Angosto. Mi tío era un hombre enjuto y cordial, de
mediana estatura, que tenía un fino bigote entrecano (que parecía esconder un
punto de timidez y destellos de dulzura), de pelo ensortijado y rebelde, ya
canoso, y que derrochaba una gracia natural que nos alborozaba a sus hijos y
sobrinos -la tropa menuda de aquellos años-, poco acostumbrados como estábamos,
en aquella época, a la confraternización o a las muestras de confianza de los
adultos, al trato familiar y espontáneo con los mayores; pues gastaba mi tío un
humor de traza muy distinta al de mi padre: más gestual e infantil, más
accesible y cálido, desde luego, que el seco y verbal de los Salmerones. Este
gracejo maravilloso de mi tío, por desgracia, se fue ensombreciendo cuando
comenzó a finales de los sesenta la caída de la industria del esparto, ya que
trabajó como contable en Manufacturas, y fue
testigo privilegiado -y atormentado- de los desmanes de los empresarios
que enviaban al paro-casi siempre sin prestaciones- a cientos de ciezanos. Mi
tío era un hombre bueno e inteligente que, a pesar de su inquebrantable
ideologíaconservadora, e incluso en mis años de
juventud (él moriría, por desgracia relativamente joven, antes de
cumplir los sesenta años, a causa de una afección pulmonar, en la que algo tuvo que ver el inveterado vicio de fumar), siempre me manifestó un cariño
sincero (sentimiento que, por supuesto, fue mutuo) y respeto y comprensión por
mis ideas radicales(si omitimos la guasa, claro: cuando iba a su casa, en la
que solía pasar más horas que en la mía, invariablemente me recibía conel puño
en alto y entonando los primeros acordes de “La Internacional”).
Pues mi tío -que no lo era de consanguinidad,
pero al que estuve más unido que a ningún otro-, mi tío Angosto, atesoraba la
colección completa de los Episodios
nacionales en un armario de madera, que había hecho mi abuelo, en los
tiempos inmemoriales en que ejerciera de carpintero free lance (a mi madre, en el desigual reparto de la herencia, le
tocó una radio, que mi padre, con parsimonia y retranca contenida, sintonizaba invariablemente
a la hora de la comida -¡las dos y media!-, para escuchar los “partes” -diarios
hablados- de Radio Nacional) y ese descubrimiento (las 5 series, las 46 novelas
que narran la borrascosa historia decimonónica española, ahí estaban,
perfectamente alineadas en los estantes, construidos con pericia por mi abuelo,
con sus ilustraciones: esas estampas que me hacían anticipar y paladear ya las
muchas horas de placentera lectura que tenía por delante) marcaría de un modo
profundo mi vida de lector, revelándoseme un mundo nuevo de sensaciones y
hallazgos. Como Cernuda, crucé el umbral de un mundo mágico:
La otra realidad que está tras ésta:
Gabriel, Inés, Amaranta,
Soledad,
Salvador, Genara,
Con tantos personajes creados para siempre
Por su genio generoso y poderoso.
Que otra España componen,
Entraron en tu vida
Para no salir de ella ya sino contigo
Páginas de la vida más tarde, otros dos
libros que influyeron en mí, y que me inoculó definitivamente el virus de mi
desmedida afición a la lectura, el asiduo y cotidiano hábito que adquirí de
leer (ese vicio sin castigo, que diría Valéry Larbaud), y que la incuria del
tiempo no ha abolido del todo de mi memoria: La casa verde, de Vargas Llosa; y Que el cielo la juzgue, de Ben Ames Williams. Los descubrí en un
pequeño armario empotrado que había en el comedor de mi casa: estaban editados,
en tapa dura, por el Círculo de Lectores, club de libros al que se suscribió mi
madre en los años sesenta, para dar rienda suelta y alimento a su afición
lectora. La primera vez que intenté leer La
casa verde fue un fracaso (tendría, si no recuerdo mal, unos trece años),
lo intrincado de la trama me desanimó a proseguir su lectura: sería algún
tiempo después cuando, en un nuevo intento, descubrí el valor de esta novela,
cuando quedé deslumbrado por la Amazonía de bandoleros, Piura y la casa
prostibularia (la Casa Verde), los soldados, los traficantes de caucho, el río
Marañón… y, por ende, del desaforado talento de Vargas Llosa.
Sin
embargo, Que el cielo la juzgue, la
melodramática novela del norteamericano Ben Ames Williams, me atrapó desde la
primera (escalofriante) línea: la historia de la mujer que, loca de pasión,
movida por el demonio de los celos, arrastra a todos los que la rodean a la
perdición y al desastre, me engulló a mí también en la vorágine de sus aguas
turbulentas, en las que me sumergía, placenteramente, en aquellas interminables
siestas abrasadoras de mi primera juventud.
Pero
mi flechazo definitivo con la literatura se habría de producir unos pocos
libros más adelante, cuando ya era joven pero seguía igual de indocumentado,
una tarde remota de los renqueantes inicios de los setenta, en el increíble
instante que descubrí, en un anaquel de multimueble (estantes que se
encontraban a la venta en nuestra tienda: armado con varillas negras y unas
tablas de parco marrón), que tenía mi hermano Paco, unos libros de relatos de
García Márquez, en ediciones de bolsillo, que habrían de cambiar para siempre
mi percepción de la literatura y del mundo: La
hojarasca, Los funerales de Mamá Grande, La increíble y triste historia de la
cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Ojos de Perro Azul…
Como
un ladrón, me llevé aquel tesoro de colores y sílabas a mi guarida y, de
repente, en mi pequeña habitación, sitiada por la atmósfera cerrada y acre del
franquismo, se obró el prodigio: entraron el olor de la guayaba y de la papaya
verde, la luz violenta de los trópicos, los nombres de personajes -relatos en
sí mismos llenos de magia- misteriosos y rotundos (Eréndira, Aureliano Buendía,
Amaranta, Úrsula y Gastón...), un territorio mítico (Macondo) y unos poderosos
malvados (United Fruit Company). Y ya nada, nada volvió nunca a ser lo mismo…
Murcia, 28 de octubre de 2016
© Jesús A. Salmerón Giménez
Qué historia tan parecida tenemos,aunque mi encuentro con los grandes fue a través de la desgracia de la ceguera de mi padre.Cuando empezaron sus operaciones de los ojos, yo tenía 10 años,y al salir del colegio cogía el metro y le leía el periódico y los libros de Unamuno,Galdós,Baroja...que tenía en su biblioteca.Naturalmente él me explicaba,hablaba un castellano ortodoxo de Zamora,los qués y los por qués de lo que allí se contaba como si yo fuera una alumna.Esto duró tres años y a partir de ahí ya vino la influencia de mis hermanos mucho mayores que yo,Era la niña pequeña,pero hablaban de sus estudios en la mesa y aprendía de ellos.Aunque me causó algunos problemas,porque en el colegio me consideraban cursi o presumida,aunque ,naturalmente hablaba como en mi casa
ResponderEliminar¡Qué historia tan hermosa, Maite! Desde luego, esta extraña, y maravillosa, cofradía que conformamos los lectores - y que lo somos cada uno a su manera-, atesoramos una singular historia de nuestras lecturas, en las que todavía perdura el resplandor blanco de los primeros libros que habría de cambiar para siempre nuestro mundo. Gracias, amiga.
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