Jesús A. Salmerón Giménez
“Los jóvenes
tienen una absoluta ignorancia de lo que va a ser de ellos. Los viejos tenemos
una firme certeza sobre qué fue de nosotros.”
“Una de las
cosas de las que más me arrepiento es de no haberle dicho a la gente que quería
hasta qué punto la quería.”
Fernando
Fernán Gómez
En un mes de noviembre,
severo y triste, hace, ¡ya!, nueve años, nos dejó uno de los más grandes
artistas que ha dado este (áspero) país, en el que, como él mismo decía,
siempre hay que ir con mucho cuidado. Este hombre genial (en un país mediocre),
pelirrojo (en una tierra morenos, como es el caso de este modesto escribidor),
larguirucho (en una época de poca estatura), de profundos e infinitos ojos
azules, nació en 1921, el año de la Quinta del biberón, como mi (añorado)
padre, con el que compartía el asombroso, y algo amargo, humor, la seca ironía
marca de la casa de la leva más joven del Ejército Republicano, que les ayudó a
construir su propia resiliencia, a enfrentar el horror cotidiano de la Guerra
Incivil, los campos de concentración y un franquismo atrabiliario y gris que
tuvieron que soportar, muy a su pesar, gran parte de sus vidas, nos legó
espléndidas obras de culto como dramaturgo (Las
bicicletas son para el verano: obra memorable en la que describe como nadie
el Madrid de la guerra), escritor de memorias (El tiempo amarillo: incomparable, el mejor libro de memorias
escrito en castellano), novelista (El vendedor
de naranjas), guionista, director de cine (La vida por delante, El mundo sigue, El extraño viaje, El viaje a
ninguna parte: en mi opinión, una de las mejores películas del cine europeo
de todos los tiempos), teatro (Un enemigo
del pueblo) y televisión (Juan
soldado, El pícaro), y por descontado, como intérprete de multitud e
inolvidables personajes. A mi parecer esta versatilidad renacentista -única,
exuberante-, siempre en la excelencia, marca un antes y un después en la
cultura española. Como sostiene Luis Alegre: Fue un
gigante de la cultura en un país que siempre la despreció.
En La silla de Fernando, ese maravilloso e impagable documental de
Luis Alegre y David Trueba, se nos revela como un conversador deslumbrante, explosivo, deliciosamente incorrecto, de honda sabiduría, cómico serio pero
irresistible; y uno echa de menos no haberlo visto, ni haber oído su
inconfundible, hermosa voz en el teatro, cuyas actuaciones debieron ser más que
memorables, milagros irrepetibles que los privilegiados que las presenciaron
nos han transmitido, emocionados y conmovidos, con aura de leyendas.
Un tipo excepcional, un
ser superior este “jodío peliculero”, este viejo libertario (sostenía que así como la historia había demostrado el rotundo fracaso
del comunismo y el capitalismo para hacer del mundo un lugar decente, a las
ideas libertarias no se les habían concedido demasiadas oportunidades),
aunque su exquisita discreción (Hay que intentar
que las grandes ideas parezcan pequeñas, superficiales, cotidianas) y su
compleja y poliédrica obra nos hayan despistado e impedido reconocer del todo
su inmenso talento.
© Jesús A. Salmerón Giménez