Rosa Campos Gómez
Pedro
Diego Gil López acaba de sacar a la luz su última novela, Monambo (Editorial MurciaLibro, 2016),
presentada anoche en la Biblioteca Municipal “Padre Salmerón”, de Cieza, ante
la presencia de un nutrido número de personas que pudimos acompañarlo.
Monambo narra la historia de
un hombre al que se le ha puesto muy difícil existir con la dignidad que un ser
humano necesita. Lo mismo que les pasa a tantos hombres y mujeres que salen de
la geografía que les vio nacer y de la familia que les procura la necesaria
calidez, para tomar pateras o saltar vallas con espinos y cuchillas.
Pero de estos emigrantes
solo conocemos la parte que llega hasta nuestra mirada a través de los medios de comunicación, sin
embargo ese viaje es mucho más largo,
se inicia en sus mismos lugares de origen, y es precisamente eso lo que
Pedro Diego describe con su prosa potente y singular, rica en registros
sensoriales, relacionados con la naturaleza desde diferentes conceptos.
Lo primero que nos
encontramos, como preámbulo y anticipación del recorrido que vamos a hacer en
la lectura, es la siguiente cita de Mario Benedetti:
“Cinco minutos bastan para
soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo”.
Y después, el autor, a
través de la voz del narrador omnisciente,
toma la palabra y dice:
“Lo primero que habría que preguntarse es si
existió un africano así…”
Y palabra tras palabra nos
va introduciendo en la vida de este hombre, impregnado de la naturaleza del
territorio donde nació, en el seno del África Occidental, en un rincón
exuberante de Senegal.
Una tierra fecundada por un río que sus
habitantes consideraban como la fuente de la vida. Era un lugar donde se
caminaba con los pies descalzos, por gusto y por hábito, y en el que se
disfrutaba de lo que el entorno ofrecía, practicando sus costumbres
ancestrales… Hasta que llegó la guerra, generada por unos hombres cargados de
armamento, que además calzaban unas
botas que destrozaban la vegetación que pisaban, y con las que pateaban a los negros del
poblado cada vez que se les ponían delante, una de esas humillantes patadas la
recibió el protagonista de esta novela, por lo que este tipo de calzado pasaría
a ser para él sinónimo de destrucción y dolor. Todos los pobladores tuvieron
que huir, y también lo hizo él, río
abajo, solo, iniciando un periplo que nos va descubriendo la tragedia humana
que representa para tanto emigrante
abandonar su tierra y echarse a los caminos.
Al principio entendí que
este recorrido podría equipararse a la odisea, pero pronto me di cuenta de que
no era así, porque que mientras Ulises lucha por regresar a Ítaca, Monambo, y
los que salen de su lugar de origen, no lo hacen con la misma premisa (aunque
sea un deseo que subyazca en el fondo), lo que ellos van buscando es un Norte
que les depare una vida más digna. Y si Ulises fue un rey al que querían
destronar sin conseguirlo, este senegalés y su gente, aunque hubiesen sido
reyes, no podían retornar a su tierra porque el trono, es decir, el poder ser
los dueños de ese suelo, el poder gobernar su producción, les había sido
usurpado con unos medios que los nativos no poseían, y a los que, por lo tanto,
no podían hacer frente.
Lo que realiza el personaje,
como tantos otros que han tenido, y tienen, que salir de sus casas,
dispersándose por distintos países, en busca de un amparo mejor (por la
guerra, por el hambre, por la falta de
trabajo…), es una diáspora, una dura travesía por el desierto, y con él
nosotros introduciéndonos por buena parte del África profunda, conociéndola un poco mejor, sensibilizándonos
con su magia, y con su infortunio.
Comparto unas cuantas
anotaciones sobre esta trama, no muchas, sobre todo por no hacer eso que en inglés se llama spoiler, y que en
castellano conocemos como “destripar” la historia:
A este joven africano el río
lo llevó a un poblado costero, donde
entendió que el significado del trabajo consistía en hacer algo a cambio de que el jefe se
sintiera feliz y le diera comida y ropa. Por entonces era un muchacho noble e
ingenuo al que aquello lo hacía feliz, junto a poder dormir en una embarcación
anclada, destinada para el desguace, compartida con otros compañeros que
trabajaban en lo mismo.
Poblado en el que entró con
su shekere, ese instrumento musical,
mezcla de pequeño tambor y sonajero, que le hizo su abuelo cuando era niño y
que lo acompañaba como única pertenencia que le hacía estar más cerca de los
suyos, propiciándole los mejores y más entrañables recuerdos. Llevando, además,
apuntados en la memoria los cuentos que
este abuelo le contaba, y que eran para él un manual virtual que le transmitían la ética y fortaleza
necesarias para valerse.
Un hecho que le calaría
profundamente fue encontrarse ante una caja luminosa, en la que vio otra vida,
la que llevaban los blancos… Ante ella se quedó encandilado.
A partir de ahí un firme
deseo empezó a cobrar fuerza en él, quería vivir aquellas experiencias en una
casa con estancias grandes, bellas y cómodas,
en las que parecía que todo estaba al alcance de la mano, y con personas
que hacían valer la ley.
Este deseo será el gran
impulsor que moverá el ánimo de Monambo, por él superará todas las dificultades
que se va encontrando en los días y las noches que recorre por tantas y
diferentes ciudades, entre ellas El Aaiún (donde aprenderá algo de español y se
obsesionará con las vidas y los entornos que aparecen en esa caja con luz que
es para él la televisión, que verá por las noches en el bar que frecuenta), se
adentrará en Dakar, Nouakchoot, Marrakech, Tánger, Ceuta, Granollers … Cieza.
Ciudades en las que encontramos con gente
destructiva, que son así porque a lo mejor no tuvieron un abuelo que les
contara cuentos, como en algún momento dirá Monambo. Y
también, muy especialmente, se cruzará con buena gente, la que le genera
energía para poder seguir adelante.
Es un largo trayecto,
desgraciadamente mucho más duro de lo que podemos sospechar quienes estamos en
este lado, donde ellos ubican el sitio del destino que persiguen:
“Apenas podía moverse y
mucho menos levantarse tan aprisa como le apremiaban. Lo intentó y también
trató de hablar. Solo le salieron de su boca, cuajada de saliva reseca, esas
palabras que le habían servido, en otras ocasiones, para poder comer y
conseguir un techo donde refugiarse:
–Trabajo.”
La búsqueda de trabajo es
fundamental en la narración de este viaje, en el que vemos el abuso y la
injusticia que padece en las distintas ocupaciones que consigue, como el que se
lleva a cabo en esas salinas, donde hasta los niños trabajan, haciéndose viejos
antes de llegar a ser jóvenes… así como
la discriminación religiosa, el demoledor mundo de la droga, la vergonzosa y
cruel trata de blancas, el tráfico de órganos, el maltrato y abuso que padecen
las mujeres, el comportamiento atroz por parte de quien dice actuar en nombre
de la ley, la vejatoria prostitución y
el lenguaje sórdido que la envuelve.
Todo esto es así pero no lo es todo, porque además de escenas de
penas y miseria, encontramos iluminadas
descripciones del paisaje que suavizan la lectura: “el curso del río era
variable, según las lluvias, según la tierra, la selva y el cielo, y el poblado
se adaptaba a su cauce, el asentamiento se modificaba a voluntad de los
elementos, propiciando costumbres y creencias repletas de soluciones tan
precisas como originales”.
También de momentos donde el
recuerdo acogedor de lo cotidiano reconforta: “El olor a té a la menta, a
chocolate, a pan recién hecho, una amalgama de situaciones, cosas y emociones
lo evadieron, lo suficiente como para recomponerse a sí mismo”.
De encuentros en los que el
amor con Samara (personaje femenino de peso que compartirá largo tiempo con el
protagonista) está presente, con una frase hermosa y honda: “Amaneció entre
ellos, extinguiéndose todas las noches empíricas de amargura que habían
vivido”.
De palabras apartan miedos,
como las que contienen una frase, muy sencilla, con la que su abuelo solía
terminar los cuentos: “Recuerda: en el mundo siempre encontrarás más gente
buena que mala.” Palabras que albergan
la esperanza necesaria para seguir viviendo.
Quienes se identifiquen con Monambo, y quienes se sumergen en este trepidante y apasionado contenido,
saben que Ítaca no les espera, pero que eso
no les aparta de anhelar un trozo de suelo donde haya agua, vegetación y
compañía amorosa, ni de que sigan por esa dirección de sus sueños.
© Rosa Campos Gómez
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