Pedro Diego Gil López
Hoy he elegido un punto o
una línea, donde se huele a tomillo, a entina e hinojo, a tierra y madera
vieja. He llegado en moto a la linde que divide el paraje del Majariego y el de
la Mojonera. El primero pertenece a Cieza, el segundo a Jumilla. ¿Por qué he
reparado en estos lugares?... La razón está en que hoy se vendimia en los dos
términos.
Majuelos de viñas de uva monastrell se
reparten en este paisaje murciano, entre lomas de monte público cubiertas de
espartizal. Estamos en las fechas clave. Las cuadrillas de vendimiadores se
afanan en llenar sus capazos con los racimos que recolectan. Se ha dejado
madurar el fruto de la vid y los granos han alcanzado un color negro intenso durante
el seco estío, para conseguir un alto contenido en alcohol y taninos. Y ante la
amenaza de lluvia que pronostican los telediarios se ha decido empezar la
vendimia este diez de septiembre, en un recio y caluroso día aún de verano.
Las tierras que desde tiempos lejanos han
permitido prosperar a las cepas, tanto en la Mojonera como en el Majariego, han
estado cultivadas por labriegos que de padres a hijos se han transmitido una
vieja sabiduría capaz de obtener las mejores cosechas, mezclada con el buen
hacer de la gran experiencia jumillana. Aquí, en estos campos perpetuados por
el trabajo y trazados con la tozudez que ha definido un horizonte de ricas
costumbres, el vino se convirtió en
valor y cultura, para dar trabajo de sol a sol, día tras día, como en un sueño
inacabable.
En esta tierra se establecieron familias
como la de Barceloses, más tarde llamados Los Milicianos, la de Los Largos o la
de Los Malas, con una tradición vinícola propia, enraizada en la lejanía del
tiempo. Un trasegar de caldos, un fermentar turgente de toneles arcaicos y
largos reposos etílicos. En el paraje
del Majariego formaron hacienda y casa estas gentes, edificando en los montículos más altos, otorgándose el
privilegio de dominar las viñas. Famosa y altiva la casa de los Malas en
tierras ciezanas, que se ve en lontananza con el trasfondo del pinar de la
sierra Larga. O como aquellas de los Carmas y los Cantaores en el lado
jumillano, con sus grandes palomares y sus amplios corrales para las ovejas. Y
los que no pudieron levantar paredes y echar tejado, horadaron con sus manos el
oripié de las lomas para hacer allí morada y cava. Los casones, como se
denomina por aquí a esas viviendas construidas escavando horizontalmente la
tierra, aprovechando siempre la ladera del monte, se esconden en las volutas
que hacen las lomas en el paisaje, de las cuales sobresalen apenas sus modestas
chimeneas. Aún tienen el nombre de la familia que los habitó. Ahí perdura El
casón del Miliciano, en el lado ciezano,
con la era, la cuadra y el bancal anexo. Recordando el pan y el vino
ancestral al calor de una buena lumbre alimentada con sarmientos, donde asar
unas chuletas de cordero o darle vueltas a una gachamiga, saltear unos
gazpachos manchegos con capón, liebre y pichón, o cocinar en la olla de barro
un empedrao con nabo y morcilla. O aquel otro enclave, con extensas viñas a sus
pies, de las Cuevas de Tubillo, jumillanas éstas, pero muy cercanas a sus
casones hermanos de Cieza.
Hace años que va perdiendo mucha siembra y
demasiada viña, que queda cada vez menos caza, todo por la maldita sequía. Hoy,
a la tierra yerma se le añaden cada vez más fanegas, como si los bancales se
estuvieran haciendo viejos y al final se murieran uno tras otro, de ahí su
abandono. Escenario ahora donde danzan los gitanillos del calor en interminable
verano y donde la escarcha en los repentinos inviernos solo hiela las pobres
bojas que sobreviven en los ribazos.
Sea cualquiera la estación, en este paraje
agrícola siempre reverbera la luz de forma intensa y eso hace que el hombre aún
continúe su esfuerzo, su invariable dedicación para obtener de la tierra
sustento. Y los bodegueros de Jumilla aún reciben con los brazos abiertos todo
el buen mosto que les viene de aquí.
En noches de estrellas brillan con luz
propia los granos que abarrotan los racimos entre el verdor fosforescente de
las hojas, orquestados por el ulular de los búhos y la arrúa del jabalí que
baja de los montes a buscar alimento en los cultivos del hombre.
Los pámpanos, con sus lóbulos ligeramente
acorazonados, tornarán del intenso verde al rojo amoratado del otoño. En esta estación
siempre intensa, dulce y evocadora, el paisaje dará pie a la contemplación, al
aroma que resaltarán las lluvias. Hasta que la poda desnude las cepas y ponga
el punto de inflexión que divida faenas y labores en los campos; otra línea que
inútilmente separará estos dos parajes, que en el recuerdo quedaron
maravillosamente unidos.
Tengo un pie en la Mojonera y otro
en el Majariego. A un lado hay mágica denominación de origen y en el otro un magnifico
vino de mesa. Un mundo alineado a esa sierra Larga que nace en Jumilla y muere
en Cieza, o surge en Cieza y acaba en Jumilla, como una mini cordillera sutil
que le da su umbría a estos parajes, con
sus collados y cumbres donde vuelan las águilas reales y por donde sale el sol
cada día con inusitada fuerza.
El último Miliciano, el hombre, ya de
edad avanzada, mirándome con sus ojos azules, me contó que la última vez que
hizo vino con su cosecha en mosto fue en el 1978, pisándolo con sus propios
pies, y que obtuvo sesenta arrobas de excelente caldo, que le salió con 15
grados, el equivalente a los 24 quilates del oro puro. Escuché su voz, grave y
a la vez nítida, resonar en el interior de su casón, recordando con inocente
sinceridad un tiempo que en tales estancias quedó estancado, que muere con los
mismos síntomas de enfermedad que las tierras que vivieron de la vid, entre
humildes muebles y cuadros con estampas de almanaque. Luego me abrió las
puertas de su pequeña bodega, también horadada en la roca, donde un usillo,
unos capachos y unos toneles habían caído en ese desuso intemporal que acaba
con las cosas que durante un ciclo vital fueron indispensables, ya a manos de
un progreso que pasó de lejos y se fue a educar alas nuevas generaciones que
rigen el mundo con otros conceptos vinícolas.
El aire es denso y oculta
el tiempo, y ya no se recuerdan los trabajos que se hicieron. La atmósfera la ha enrarecido la historia,
que lo ha reducido todo a una tierra esquilmada, llena de polvo, ahora en manos
de un pastoreo irrelevante, sin orden ni orgullo. Solo el viento, más libre que
nunca, es quién tiene razón para conceder la soledad y la desidia. Los campos y
su gente, dejan de tener importancia.
De repente un viejo olivo entre la
niebla, la llegada de las lluvias, aquel bando de perdices que se asusta de tu
presencia y emprende el vuelo, el disparo de un arma furtiva con su eco que se
pierde, el avión que rompe la barrera del sonido, o el perro que ladra en la
lejanía. Memorizas, ya te ves y eres consciente de que estas de paso por aquí,
que no llevas dirección alguna por el antiguo camino de San Ana, que se interna
en el basto altiplano, desde Cieza a Jumilla…
Mi abuela materna (Paulina como yo) y sus hermanos se criaron en el Majariego. También primos de mi madre. Todavía vive su hermano pequeño, el último miliciano, Joaquín. Pero allí vivieron todos. Aún recuerdo con mucho cariño cuando subíamos toda la familia a coger oliva y lo buena que estaba aquella uva pequeña negra, única de allí. Y aquellos gazpachos de mi abuela Paulina y la gachamiga que hacía allí en la lumbre y el pan en el horno dentro de la cueva. Muchas anécdotas, la verdad.
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