jueves, 20 de octubre de 2016

ENTRE EL MAJARIEGO Y LA MOJONERA

  Pedro Diego Gil López

Hoy he elegido un punto o una línea, donde se huele a tomillo, a entina e hinojo, a tierra y madera vieja. He llegado en moto a la linde que divide el paraje del Majariego y el de la Mojonera. El primero pertenece a Cieza, el segundo a Jumilla. ¿Por qué he reparado en estos lugares?... La razón está en que hoy se vendimia en los dos términos.

 

                             
    Majuelos de viñas de uva monastrell se reparten en este paisaje murciano, entre lomas de monte público cubiertas de espartizal. Estamos en las fechas clave. Las cuadrillas de vendimiadores se afanan en llenar sus capazos con los racimos que recolectan. Se ha dejado madurar el fruto de la vid y los granos han alcanzado un color negro intenso durante el seco estío, para conseguir un alto contenido en alcohol y taninos. Y ante la amenaza de lluvia que pronostican los telediarios se ha decido empezar la vendimia este diez de septiembre, en un recio y caluroso día aún de verano.         

    Las tierras que desde tiempos lejanos han permitido prosperar a las cepas, tanto en la Mojonera como en el Majariego, han estado cultivadas por labriegos que de padres a hijos se han transmitido una vieja sabiduría capaz de obtener las mejores cosechas, mezclada con el buen hacer de la gran experiencia jumillana. Aquí, en estos campos perpetuados por el trabajo y trazados con la tozudez que ha definido un horizonte de ricas costumbres, el vino se convirtió  en valor y cultura, para dar trabajo de sol a sol, día tras día, como en un sueño inacabable.  
    
   
    En esta tierra se establecieron familias como la de Barceloses, más tarde llamados Los Milicianos, la de Los Largos o la de Los Malas, con una tradición vinícola propia, enraizada en la lejanía del tiempo. Un trasegar de caldos, un fermentar turgente de toneles arcaicos y largos reposos etílicos.  En el paraje del Majariego formaron hacienda y casa estas gentes, edificando  en los montículos más altos, otorgándose el privilegio de dominar las viñas. Famosa y altiva la casa de los Malas en tierras ciezanas, que se ve en lontananza con el trasfondo del pinar de la sierra Larga. O como aquellas de los Carmas y los Cantaores en el lado jumillano, con sus grandes palomares y sus amplios corrales para las ovejas. Y los que no pudieron levantar paredes y echar tejado, horadaron con sus manos el oripié de las lomas para hacer allí morada y cava. Los casones, como se denomina por aquí a esas viviendas construidas escavando horizontalmente la tierra, aprovechando siempre la ladera del monte, se esconden en las volutas que hacen las lomas en el paisaje, de las cuales sobresalen apenas sus modestas chimeneas. Aún tienen el nombre de la familia que los habitó. Ahí perdura El casón del Miliciano, en el lado ciezano,  con la era, la cuadra y el bancal anexo. Recordando el pan y el vino ancestral al calor de una buena lumbre alimentada con sarmientos, donde asar unas chuletas de cordero o darle vueltas a una gachamiga, saltear unos gazpachos manchegos con capón, liebre y pichón, o cocinar en la olla de barro un empedrao con nabo y morcilla. O aquel otro enclave, con extensas viñas a sus pies, de las Cuevas de Tubillo, jumillanas éstas, pero muy cercanas a sus casones hermanos de Cieza.

 


    Hace años que va perdiendo mucha siembra y demasiada viña, que queda cada vez menos caza, todo por la maldita sequía. Hoy, a la tierra yerma se le añaden cada vez más fanegas, como si los bancales se estuvieran haciendo viejos y al final se murieran uno tras otro, de ahí su abandono. Escenario ahora donde danzan los gitanillos del calor en interminable verano y donde la escarcha en los repentinos inviernos solo hiela las pobres bojas que sobreviven en los ribazos.

 

    Sea cualquiera la estación, en este paraje agrícola siempre reverbera la luz de forma intensa y eso hace que el hombre aún continúe su esfuerzo, su invariable dedicación para obtener de la tierra sustento. Y los bodegueros de Jumilla aún reciben con los brazos abiertos todo el buen mosto que les viene de aquí.

    En noches de estrellas brillan con luz propia los granos que abarrotan los racimos entre el verdor fosforescente de las hojas, orquestados por el ulular de los búhos y la arrúa del jabalí que baja de los montes a buscar alimento en los cultivos del hombre. 


      Los pámpanos, con sus lóbulos ligeramente acorazonados, tornarán del intenso verde al rojo amoratado del otoño. En esta estación siempre intensa, dulce y evocadora, el paisaje dará pie a la contemplación, al aroma que resaltarán las lluvias. Hasta que la poda desnude las cepas y ponga el punto de inflexión que divida faenas y labores en los campos; otra línea que inútilmente separará estos dos parajes, que en el recuerdo quedaron maravillosamente unidos.              

 
       
     Tengo un pie en la Mojonera y otro en el Majariego. A un lado hay mágica denominación de origen y en el otro un magnifico vino de mesa. Un mundo alineado a esa sierra Larga que nace en Jumilla y muere en Cieza, o surge en Cieza y acaba en Jumilla, como una mini cordillera sutil que le da su  umbría a estos parajes, con sus collados y cumbres donde vuelan las águilas reales y por donde sale el sol cada día con inusitada fuerza.       

     El último Miliciano, el hombre, ya de edad avanzada, mirándome con sus ojos azules, me contó que la última vez que hizo vino con su cosecha en mosto fue en el 1978, pisándolo con sus propios pies, y que obtuvo sesenta arrobas de excelente caldo, que le salió con 15 grados, el equivalente a los 24 quilates del oro puro. Escuché su voz, grave y a la vez nítida, resonar en el interior de su casón, recordando con inocente sinceridad un tiempo que en tales estancias quedó estancado, que muere con los mismos síntomas de enfermedad que las tierras que vivieron de la vid, entre humildes muebles y cuadros con estampas de almanaque. Luego me abrió las puertas de su pequeña bodega, también horadada en la roca, donde un usillo, unos capachos y unos toneles habían caído en ese desuso intemporal que acaba con las cosas que durante un ciclo vital fueron indispensables, ya a manos de un progreso que pasó de lejos y se fue a educar alas nuevas generaciones que rigen el mundo con otros conceptos vinícolas.   

 
    El aire es denso y oculta el tiempo, y ya no se recuerdan los trabajos que se hicieron.  La atmósfera la ha enrarecido la historia, que lo ha reducido todo a una tierra esquilmada, llena de polvo, ahora en manos de un pastoreo irrelevante, sin orden ni orgullo. Solo el viento, más libre que nunca, es quién tiene razón para conceder la soledad y la desidia. Los campos y su gente, dejan de tener importancia.
 

    De repente un viejo olivo entre la niebla, la llegada de las lluvias, aquel bando de perdices que se asusta de tu presencia y emprende el vuelo, el disparo de un arma furtiva con su eco que se pierde, el avión que rompe la barrera del sonido, o el perro que ladra en la lejanía. Memorizas, ya te ves y eres consciente de que estas de paso por aquí, que no llevas dirección alguna por el antiguo camino de San Ana, que se interna en el basto altiplano, desde Cieza a Jumilla…
                            
© Pedro Diego Gil López

1 comentario:

  1. Mi abuela materna (Paulina como yo) y sus hermanos se criaron en el Majariego. También primos de mi madre. Todavía vive su hermano pequeño, el último miliciano, Joaquín. Pero allí vivieron todos. Aún recuerdo con mucho cariño cuando subíamos toda la familia a coger oliva y lo buena que estaba aquella uva pequeña negra, única de allí. Y aquellos gazpachos de mi abuela Paulina y la gachamiga que hacía allí en la lumbre y el pan en el horno dentro de la cueva. Muchas anécdotas, la verdad.

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