Jesús A. Salmerón Giménez
Como a Cernuda, pero
muchas siestas después, leí a Cervantes -como dichas primeras, primeras
lecturas- sentado en el suelo fresco de la galería de mi casa, apoyando la
espalda en la pared y con las piernas estiradas, mientras el sol, afuera,
abrasaba la ciudad del Escudo, que se iba difuminando a través de una neblina
ondulante y calcinada…
Don Quijote me hizo un
sitio en su montura, por primera vez, a través de un ejemplar del Círculo de
Lectores, que todavía conservo, propiedad de mi hermano Antonio. A la grupa,
cabalgué con el caballero -mitad héroe, mitad orate- por la manchega llanura
pero, al contario que el gran León Felipe, no volví cargado de amargura, sino
ebrio de una fiesta de alegría y de amistad.
Desde entonces, nada del
manco de Lepanto me es ajeno, como sabrán los lectores de Notas, pues este es
el cuarto artículo que les endoso a propósito del ingenioso Miguel de
Cervantes. Pero tiene sentido seguir insistiendo, pues estamos en el año en que
se conmemora el IV Centenario de su muerte, que como siempre está pasando sin
pena ni gloria, pues el Gobierno, con su presidente a la cabeza, omnipresente
en actos relacionados con el deporte -empedernido lector del Marca como es
Mariano- pero no en científicos ni en “culturales”, se muestra indiferente,
cuando no manifiestamente refractario, a la belleza y grandeza del arte y del
conocimiento. De todas formas, en este país rara vez han transcurrido las cosas
de diferente manera. Y, desde luego, nada de ello le sorprendería a nuestro
ilustre escritor: El alcalaíno –hoy- universal perdió todas la batallas (para
una que ganó, se le quedó inutilizada de
por vida la mano izquierda) y habitó en todas las cárceles. En sus últimos
años, acabó como había vivido: pobre y anacrónico (cuando en 1615, unos
caballeros franceses preguntaron por el famoso autor de la Galatea, contesta el
interpelado – Márquez Torres-: “Halléme obligado a decir que era viejo,
soldado, hidalgo y pobre”). Como sostiene José María Valverde, Cervantes nunca
hubiese ganado el premio Cervantes.
Por mi parte, como humilde
homenaje al memorable creador de la novela moderna, además de una nueva
relectura del inagotable Quijote en la que estoy inmerso, he leído dos libros
que abordan su figura con perspicacia y rigor, no exentas de amenidad.
El libro de Cercas (El
punto ciego. Javier Cercas. Random House. Barcelona, 2016) lo hace de forma
transversal, para ilustrar su teoría del punto ciego “se formula una pregunta, y
el resto de la novela consiste, de forma más o menos visible o secreta, en un
intento de responderla, hasta que al final la respuesta es que no hay
respuesta”.
En el caso del Quijote, Cercas señala que su pregunta
central (y sin respuesta) es: “¿De verdad está loco Don Quijote?”. Ese “punto
ciego” ocupa, por cierto, el corazón de la novela de Cervantes.
Sostiene Cercas: Lo que de
veras dice Cervantes, gracias al punto ciego de su obra maestra, es que la
realidad –sobre todo la realidad humana, que es la que de veras le interesa– es
esencialmente ambigua, irónica y contradictoria: que don Quijote está loco,
pero también está cuerdo; que don Quijote es un personaje cómico y grotesco,
pero también un personaje admirable, un héroe trágico; que todos los demás
personajes del libro comparten la duplicidad del protagonista y que incluso la
comparte el propio libro: después de todo, éste es por supuesto una invectiva
contra los libros de caballerías, como el propio Cervantes afirma en el prólogo
a la primera parte, pero también es un homenaje a los libros de caballerías, y
el mejor de todos ellos. Por ahí se revela la naturaleza esencial del Quijote,
su evidencia más profunda y revolucionaria, su absoluta genialidad, que estriba
en haber creado un mundo radicalmente irónico: un mundo en el que no existen verdades
monolíticas e inapelables, sino en el que todo son verdades bífidas, ambiguas,
poliédricas, tornasoladas y contradictorias.
Y de este deslumbrante
hilo tira Jordi Gracia en su magistral biografía Miguel de Cervantes (Miguel de
Cervantes. La conquista de la ironía. Jordi Gracia. Taurus, 2016): una síntesis
brillante, una conjetura valiente, una biografía escrita con tono cercano y
buen pulso narrativo, que captura en el papel la vida de nuestro escritor más
universal, y con la que consigue su propósito declarado de “inyectar el ritmo
del relato en la biografía de un iluso escarmentado por la experiencia pero
libre del rencor del desengaño”, del “escritor que conquista una mirada
compleja e irónica sobre el mundo a partir del hombre que aprendió escribiendo
a ser él mismo, siendo varios a la vez, sin miedo a ninguno de ellos ni
excesiva reverencia al más desaforado ni al más cuerdo.”
La pasión del biógrafo va
pareja a su erudición y rigor (tras leer la integridad de lo que escribió
Cervantes, que ha traducido en 15 libretas a rebosar de anotaciones) y nos la
contagia: el libro se lee de un tirón, nos mete de lleno en la vida y en la
topografía cervantina (poblada por barberos y comerciantes, pretendientes y
comisionistas por cuenta del Estado, soldados y mujeres que se buscan la vida
con desparpajo, así como un abigarrada variedad personas de diferentes clases
sociales y distintos “pelajes”), y sobre todo de la obra más admirable jamás
escrita: “invisible y fluida amenidad de un libro que teje una amistad
deambulada y cada vez más cómplice y trabada: el milagro del trato de don
Quijote y Sancho, pero también cómo va abarcando una amplia galería de seres
humanos, caballeros y venteros, curas y doncellas”.
Como ha escrito
José-Carlos Mainer: “Como dice el emocionado párrafo final, este libro de Jordi
Gracia ve y oye a Cervantes: no se puede pedir más a una biografía”.
Espero, amigas, amigos,
que estas líneas logren, para quien todavía no esté atrapado en el campo
magnético de su prodigiosa literatura, atraerles a los libros de Cervantes: su
lectura es el mejor homenaje que podemos hacerle, y nos lo agradecerá el viejo
escritor español con el placer extraordinario que, sin duda, nos ha de
proporcionar leer –o releer- sus libros, el pasatiempo más hermoso que la
humanidad ha creado (como nos recuerda Wislawa Szymborska).
© Jesús A. Salmerón Giménez
No hay comentarios:
Publicar un comentario