Rosa Campos Gómez
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Atribuido a Cornelius Cort (1572) |
En este año 16 del siglo
que habitamos, se conmemoran varios centenarios de entradas a la vida y salidas
de ésta de creadores que nos han dejado importantes legados a través de los
siglos; entre ellos está el
dedicado a Hieronymus van Aken, El Bosco
(Bolduque, c. 1450-1516), en los quinientos años de su partida, pintor que a
nadie deja indiferente, cuyas obras más emblemáticas las tenemos en el Museo
del Prado.
Fueron necesarias dos visitas, en días distintos, al Museo del Prado para un mismo objetivo: ver lo
mejor de El Bosco. Fue jubilosa la primera, aunque no pudiésemos entrar, por la impresionante cantidad de amantes del arte que aguardábamos religiosamente a que nos dieran hora, y la segunda fue un gozo. Estar frente a la pinturas y dibujos de El Bosco, en un ambiente de penumbra intimista, con esa nutrida procesión de espectadores, continuó
generando buen ánimo. No había medida de tiempo para ver las obras, por lo que
podíamos detenernos ante ellas durante un autolimitado rato.
Ante El jardín de las delicias –inquietante, más los superlativos que
afloren– estábamos apiñados,
esperando respetuoso turno para pasar a primera línea. El enorme
atractivo de la pintura bosquiana, y en
especial de su obra más mirada y admirada, permite que haya tanta información
que basta con teclear el nombre del
pintor para tener acceso a incontables y buenos datos y opiniones, pero lo
mejor, lo que estimula es posarnos ante
ella y escucharnos, porque da la
impresión de que hubiera creado un cuadro per
cápita y cada quién esté ante el suyo; los jugosos comentarios que se
hacían a media voz, arrancados por aquellas imágenes, así lo confirmaban; percibí,
además, una necesidad de escuchar lo que el otro decía, como en un deseo de
unir conceptos para completar.
El
jardín de las delicias es un tríptico que cerrado nos
muestra un universo redondo con la Tierra plana en su centro, como se concebía
entonces, pintado en grises, sin sol y por lo tanto sin el color que su luz
aporta a la vida. Dios aparece sentado, en una imagen mínima, en la esquina
superior izquierda, y arriba de cada puerta se hallan dos frases en latín, que traducidas
al castellano dicen: “Él lo dijo y todo fue hecho”, “Él lo ordenó y todo fue
creado”. Las imágenes y las palabras representan los tres primeros días de la creación según el Génesis
(el hombre aún no se había creado), con lo
que el carácter religioso del tríptico es lo primero que podemos intuir,
pero una vez abierto, tras sorprendernos, podemos pensar eso y cualquier otra
cosa que se nos ocurra.
Toda la obra posee un cromatismo sabiamente combinado. El óleo se ha aplicado con una pincelada precisa y limpia. Los dibujos son juegos magistrales donde la habilidad matemática y geométrica se pone al servicio de una imaginación portentosa y fantástica, generando una propagación espectacular de figuras, para narrarnos una y mil historias, en miniatura casi todas, expresivamente trazadas, dejando, además de las figuras humanas y de animales, unas formas de cristal, de metal, de madera… unas montañas, arboledas, fuentes, frutas… que son pura delicia. Donde pongamos el ojo encontramos una lectura, sólo hay que mirar y dejarse sorprender.
Encontramos pluralidad de
opiniones sobre esta obra, la más frecuente es que posee un carácter moralizador: la corrupción
de la carne por el pecado, insistiendo en lo efímero de los placeres que otorga
la lujuria (el sexo en todas sus manifestaciones queda reflejado), placeres mostrados
en el panel central, que apartarán del paraíso terrenal que aparece en el de la
izquierda y conducen al infierno, que se muestra escenificado en el de la
derecha. Cada tabla tiene su encanto y
su desconcierto, pero la del infierno (a la que están abocados los
humanos por probar dichos placeres) marca una tremenda distancia con las otras
dos, tanto en la gama cromática (el blanco hueso sobre los oscuros predomina e
impone), como en los elementos que la habitan. De esta manera la pintura explica el infierno que nos
espera, con terribles torturas musicales (frecuentes por entonces)
incluidas, muerte o destrucción que no se dará si
aprendemos a no comer ni experimentar las "delicias" del jardín encontradas en la
vida de cada cual.
Hay una lectura interesante que ofrece El
Maestro del Prado, de Javier Sierra;
precioso libro, tanto por el tema como por la edición, en cuyas páginas el
autor nos describe algunas obras –entre ellas la que nos ocupa– que se encuentran en este museo, con
curiosidades que alegran la imaginación de quienes disfrutamos con la pintura y
nos gusta su enclave en la historia y los misterios que pueda albergar. Así, si iniciamos nuestra visión lectora desde el panel derecho
del tríptico, vemos que representa la vida (de espectadores de aquellos
tiempos y de estos) en la que la naturaleza ha sido arrasada, con predominio de cosas artificiales hechas por el hombre que
se han vuelto en su contra; y cuando pasamos al central, lo que observamos es lo
que está por venir: la vida con la vegetación reuesta, “diciendo que la humanidad está
predestinada a librarse de las cargas del mundo para convertirse en una
humanidad cada vez más inocente, menos apegada a la carne. Más
espiritual.” Por lo tanto esta tabla representa una fase superior en la
evolución humana, y anuncia que una vez alcanzada será
sucedida por el paraíso, donde estaremos en igualdad con Jesús, y donde la paz será abundante. Resultando en su conjunto todo un tema de
augurio profético, que nos avisa de los peligros de llevar una vida sin sentido y de lo bueno
que nos encontraremos si retornamos a la inocencia.
En la lectura que nos propone
J. Sierra, acompañada de notas y
bibliografía (es novela-biografía-investigación), nos dice que el comitente, Engelbert II de Nassau (pertenecía a la Hermandad del Espíritu Libre, conocida también como los adamitas), encargó este tríptico, en1498, como herramienta
para que sus seguidores “pudieran
meditar sobre sus orígenes y destino”. La hermandad, a la que El Bosco debió
conocer bien, fue considerada un movimiento herético por la Inquisición; sus
integrantes “practicaban sus ritos en cavernas” y “espiritualizaban la
erótica”.
Quizá lo escrito aquí, apuntando diferentes enfoques, sobre las delicias de este jardín resulte extenso en un artículo leído en pantalla, pero apenas es nada para todo lo que
se puede decir (y tengo que aprender) de la obra y de su autor, de los años en que vivió, del contexto
creativo, de los posibles porqués del rey que la adquirió…
Y tras estos mínimos apuntes sobre un creador tan máximo, que tenemos la inmensa suerte de encontrar en el gran Museo del Prado, se hace necesaria una anotación más para acudirá verlo: su
producción es excepcional, diferente,
donde cabe lo bello, lo moral, lo alegórico, el humor, lo grotesco..., está llena de símbolos, es conceptual y
poética, precursora del surrealismo, enigmática, extraordinaria... y fue realizada hace más de quinientos años.
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Hombre-Árbol |
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Visión del más allá (4º panel) |
Obras también expuestas:
© Rosa Campos Gómez
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