domingo, 11 de septiembre de 2016

EL JINETE SE ACERCABA TOCANDO EL TAMBOR DEL LLANO




 Jesús A. Salmerón Giménez


«Go West, Young Man»
Horace Greeley

Desde muy joven he sentido una irrefrenable pasión por el western, esa narrativa en la que todo resulta apasionante e intenso, complejo e hipnótico. Adoro la estética y la ética de este género genuinamente norteamericano, su iconografía de espacios abiertos, de jinetes –Centauros del desierto- cruzando el crepuscular horizonte –Horizontes de grandeza-, de saloons en los que se bebe whisky hasta el síncope y en los que puede estallar la violencia en cualquier momento, de soledades, de hogueras en la noche, de los regresos a casa y las despedidas, de las últimas paradas y de las causas perdidas, de caballos galopando, de seres duros con una moral y unos principios que no se rigen por lo establecido.

Por todo ello, comprenderás el gozo infinito que he experimentado este verano leyendo dos novelas (magníficas) del Oeste. Dos narraciones –Dos cabalgan juntos- con una carga excesiva de violencia y crueldad, pero con un lirismo seco y bronco, como en las mejores películas de Sam Peckinpah o en esos poemas cinematográficos del gran John Ford: una prosa dura como un diamante, un lenguaje preciso, preñado de imágenes potentísimas que nos arrollan, como una manada de búfalos de la pradera, en estampida.


 La primera ha sido una relectura: Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, una obra maestra del siglo XX. Como sostiene Bloom, Harold Bloom:
 Meridiano de sangre (1985) me parece la auténtica novela apocalíptica estadounidense, más relevante aún en 2000 de lo que era hace quince años. El valor literario de Moby Dick y Mientras Agonizo se ve reforzado por Meridiano de Sangre, pues Cormac McCarthy es digno discípulo de Melville y Faulkner. Aventuraría que ningún otro novelista norteamericano contemporáneo, ni siquiera Pynchon, nos ha regalado un libro que se le acerque en cuanto a su potencia y capacidad para perdurar en nuestro imaginario, por mucho que aprecie Submundo de Don DeLillo, Zuckerman encadenado, El teatro de Sabbath y Pastoral americana de Philip Roth y El arco iris de gravedad y Mason & Dixon de Pynchon”.

Y de nuevo, con más fuerza, si cabe, que en la primera lectura,esta novela apocalíptica, épica y gloriosa, me ha sobrecogido, conmocionado. La prosa siempre tensa y afilada como una flecha comanche; frases rotundas, diálogos breves, brillantes y mordaces, que, como una borrasca, nos va internando hacia el corazón del desierto (notamos la arena, el sol inclemente, la roca y la sequedad en la garganta), al centro de la tragedia, donde habita el mal y de cuyo vórtice emerge la figura diabólica y terrible del juez Holden, exterminador de indios y mexicanos, violador de niños, uno de los villanos más terroríficos de toda la literatura y un personaje shakesperiano de primera magnitud: un hombre calvo, albino, sin barba, pestañas ni cejas y tan blanco como Moby Dick, un asesino contumaz y confeso, de un nihilismo devastador, que afirma que nunca morirá. Frente a él se irgue la figura del chico, así, sin nombre, sólo el Chico, destinado a enfrentarse –“Solo ante el peligro”- al despiadado juez…


 El hijo, de Philip Meyer, es la otra novela del Oeste que he leído con extraordinario placer este verano. Nos cuenta la historia de varias generaciones de tejanos. La primera es potente, de muchos quilates, con un personaje poderoso, Eli McCullought, de lo más convincente que he leído en mucho tiempo,  el primer varón nacido en la recién inaugurada República de Texas:
Durante una fatídica noche de 1849, una banda de comanches asalta su hogar, asesina brutalmente a su madre y a su hermana y lo toma como prisionero cambiándole el destino para siempre. Con apenas trece años, pero armado de valor e inteligencia, se ve obligado a vivir en el seno de la tribu y a adaptarse a sus costumbres tal como era la tradición de los esclavos raptados por los indios de la tierra del oro. Pero llega el hambre, las enfermedades y el avance del ejército americano que masacra pieles rojas por doquier. Los últimos poblados libres casi que desaparecen del mapa. Eli vuelve así al mundo civilizado, donde acabará creando un imperio ganadero”.

Otra epopeya de hombres duros, con escenas que nos hacen daño a los lectores –asaeteados, devastados en el sillón de orejas- por su feroz crudeza, pero que son necesarias para explorar la naturaleza de la violencia y la crueldad, comportamientos o fuerzas seminales en la fundación del país de Obama. Como sostiene el autor: "La libertad en EEUU nació a partir de una terrible violencia".

Una novela que, quizás, no alcanza la grandeza de la de McCarthy (¡se pueden contar con los dedos de las manos las que llegan al polvo que levantan tras su galope Todos los caballos bellos!), pero no por ello dejar de ser extraordinaria.


Y así he retomado -en la sartén de Murcia, en este otro desierto de los Tártaros donde, por exigencias del guion, he pasado todo el verano- la antigua afición de leer novelas del Oeste -¡la vida es un bucle!)-, que, junto al visionado compulsivo de películas, se convirtieron en una adicción en mi infancia. Aquellas novelitas de pocas páginas e impresión barata (¡nuestro género pulp patrio!), se vendían a cuatro perras todas las semanas y se podían intercambiar en el quiosco (después me enteraría que los mejores escritores de este género genuinamente USA eran españoles: Marcial Lafuente Estefanía y Francisco González Ledema -¡Silver Kane!-, del que por cierto, ahora me encuentro leyendo la estupenda novela policíaca “Una novela de barrio”. Lo que te decía, amigo: la vida es un bucle.

Murcia, 5 de septiembre de 2016




 © Jesús A. Salmerón Giménez


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