Pedro Diego Gil López
La velocidad divide una población periférica y fluctuante, marginada por una localidad poderosa, que desde tiempos lejanos oculta su historia y su futuro en un más allá dificultado por carreteras nacionales, vías férreas y autovías. Es un apartado territorial, refugio útil para esa gente diferente que no encaja en otro lugar por una serie de casualidades que nadie fue capaz de prever. Un entramado de márgenes desahuciados con un uso dilatado, que se perpetúa a base de no costar, de no quedar nunca sujeto a una existencia confirmada por la administración reinante. Un espacio que es la huida, el desaparecer, la incógnita y la salvadora indigencia, ante un mundo que puede llegar a ser un monstruo creador de locuras y desganas, de raros trastornos de personalidad, de insanas locuras y de extraños puntos de vista, mientras la mayoría acomodada de humanos, de la que es subsidiaria, se estanca en una normalidad autómata, amparada en una forma de vivir complaciente, a suficiente distancia para no sentir tales circunstancias.
Estoy queriendo dibujar un lugar donde la vida está en tránsito, en un ir y venir de personajes, de bártulos y bienes de dudosa procedencia, que lo mismo han sido enajenados con rápidos andares, que han sido desechados y convertidos en incómodos residuos. Estoy viendo esas prisas por pasar desapercibidos. Quizás nadie sea consciente de nada. Estoy oyendo esas estridentes motocicletas con viejos tubarros, funcionando con motores milagro, que ni frenan ni embragan, que aún veo volar por las cuestas abajo hacia el impecable asfalto que aún las tolera.
Aquí se huele a gasolina antigua y a aceites enterrados, porque este lugar retiene los restos desguazados de coches de otras épocas, como piezas extraviadas de ese puzle gigantesco que da forma al reciclaje universal. Vehículos que parecen haber accidentado las vidas que transportaron haciéndolas chocar con ellas mismas a alocadas velocidades, tal vez porque a nadie le importó que gente así muriera.
Los transeúntes de estos caminos prohibidos, que van y viene por aquí, gravitando en este mundo bajo el signo de una pobreza buscada, pueden llegar a ser tan normales como lo son los habitantes de los lugares de la abundancia. En los ojos no hay diferencias, la mirada es la misma, la risa o el llanto. En noches de luces lejanas, con las mismas necesidades, obtienen energías residuales enganchándose a viejos cables para extraer la electricidad imprescindible y para poder aguantar el entorno, del mismo modo que otros lo hace obteniendo a golpe de factura esos kilovatios suficientes para ser felices.
Son unos dominios airosos que campean sobre el paisaje enorme que lo enmarca todo. De la sierra de Ascoy viene el olor a tomillo y la tibieza del aire. La gente campera recoge docenas de caracoles cuando llueve en los vivos alrededores. Los barrancos rodean el espacio con su vertiente salvaje, como si uno trajera el hambre, el otro la lujuria y el de más allá, el desarraigo, un cóctel que ahora bebe la emigración, como aquellos gitanos indómitos de otros tiempos que querían seguir siempre pobres; porque se habían dado cuenta que era mejor vivir así, pobres, sin agua corriente, sin luz corriente, sin cuenta corriente; sin wáter, porque no tenían esos aseos de los payos, si acaso el recuerdo de un retrete común y distante, para todos, para el mundo entero. Que ahora todo queda en la naturaleza circundante, entre romeros, árnicas y rudas, como gatos o como perros. Esos viejos lagartos de grandes ojos, de amplia mirada bajo el sombrero, mirada a veces triste, siempre lúcida, siguiendo los cables de la línea de alta tensión que por allí pasa, alejándose en el paisaje de sus vidas.
Describir el entorno más concienzudamente zozobra con la propia desgana que entra al empezar a recorrer este paraje verdaderamente desierto. Apenas da para nombrar los barrancos: El de la Virgen, el de los Pernales, el de los Grajos. Lo demás son losares, cuestas, laderas, accidentes orientados todos al mediodía, al calor y al frío. Es una especie de desierto que no consta en ningún sitio, ni figura en las estadísticas prisioneras de los datos. Este desierto, nacido de esos urbanismos que tanto nos oprimen a los que vivimos en las ciudades, es un lugar habitado con intermitencia interracial, algo que por sí solo fomenta las historias más reales, crea abigarrados cuentos y hace magia con una simpleza sorprendente. Sus protagonistas nunca pierden la alegría y parecen mostrar una ilusión invencible; tal vez sea porque usan una libertad que suele escapar de todos esos falsos convencionalismos que inducen a otros sentimientos más complicados.
Casas cueva, chabolas y fantásticas pérgolas de plásticos residuales conforman un mosaico descolorido. Hay porches, recibidores y jardines, todo de plástico, alfombras y parasoles, juguetes y vajillas. Tierra, polvo y olor a lumbre, al aceite de comida quemado en sartenes infinitas, a alimentos combinados en hogares figurados, que dejan en el olfato un rechazo final y la sensación de no poder comprender nada de lo que en ellos ocurre.
Una simple bicicleta se convierte en un medio de locomoción capaz de dar sustento a quién la guía, aunque sea de contenedor en contenedor de basura, en un juego como el de la Oca, sobre el tablero variopinto de nuestra ciudad. Bicicletas que no son solo para el verano, que valen para entre tiempo y para el invierno, que soportan la lluvia y el viento igual que los solaneros. Bicicletas que son como mecanos móviles o rompecabezas que unen piezas de distintos modelos, para conformar lo esencial del invento. La mecánica requiere un enorme esfuerzo del pedaleador, porque estas bicicletas se sobrecargan con productos de peso; de peso, sobre todo, social, fruto de ese despilfarro económico o de esos abusos consumistas que van a parar a la basura. Las manos estarán sucias al sujetar el manillar pero será solo de esa basurilla que se acumula en las tapas de los contenedores, igual de verde que sus plásticos, y no estarán sucias de haber trapicheado con fondos sociales, subvenciones o dádivas obtenidas de las arcas públicas, lo cual les da un aire de seres desapercibidos, que no interesan para nada, que no parecen estorbar pero que valen para remover de sus asientos a esos ciudadanos que parecen sacar a relucir sus conciencias humanitarias.
Las bicicletas ascienden a este lugar habitado, que se deshabita de repente y se desertiza de inmediato, como un agua que se derrama al volcarse una botella, despacio, con una sonrisa de su tripulante que abre todas las puertas, guiado por esa frente despejada que es como un gps infalible, con los mapas de la miseria siempre actualizados.
El lugar en sí acoge depósitos y almacenes de estas bicicletas intemporales, quizás haya un arsenal de ellas, y aunque la mayoría no tengan ni pedales, todas están listas para armar a ejércitos que desciendan a los infiernos, diariamente, para remover esos residuos que asfixian el mundo, como almas perdidas. Armas capaces de dar vidilla maloliente a rostros de una dureza extrema que quieren ganarse así el sustento.
Por todo esto, el lugar existe porque a nadie le importa, porque da lo mismo que esté ahí o en otro lugar cualquiera. Nos da lo mismos que esté más arriba o más abajo, al final siempre necesitamos uno así, aunque creamos que nosotros no podríamos vivir en él. Pero los que lo habitan lo utilizan a su antojo, tienen ahí la libertad aunque pensemos lo contrario. Y esto pasará hasta que algo muy fuerte suceda.
Las ciudades tienen esos márgenes y limitaciones, esos espacios tan perecidos, separados de la sociedad común por enormes carteles con bellos anuncios, donde pone con coloridas letras: Lo podéis conseguir todo, pero cuidado, mirando, solo mirando, sin coger nada que no sea tuyo. Y esta gente que habita estos lugares, a todas luces desiertos, y que pueden llegar a ser legión, se ha estado estrellando durante mucho tiempo con esa consigna.
Los que ahora tienen suerte, los que resisten, llegan a ese límite de los cuatrocientos y pico euros, a ese espacio que otros desde fueran opinan que quién los pillara. Por razones como esta, este lugar parece eterno, aunque poderosas máquinas lo derrumben, vuelve a alzarse solo, vestido con distintos trajes, según la moda del momento.
© Pedro Diego Gil López
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