Jesús A. Salmerón Giménez
“El
tiempo no tiene corazón”, escribió famosamente mi amigo Paco Pino. Y yo añado
“pero sí memoria”. Y es que el tiempo (ese personaje invisible que se
introduce, al principio, sigiloso e inadvertido, en el escenario de nuestras
vidas, y luego, como el lento y continuo ascenso de las mareas, va creciendo
hasta anegarlo de días y de noches), se apodera de nosotros, devastándonos,
pero deja siempre el recuerdo de su paso, lleno de horror y de belleza: las
huellas -estelas en el agua de la memoria- de nuestros días en la tierra.

Escribo todo esto a propósito de que, por motivos personales, voy a dejar durante un tiempo de colaborar con Notas, esta excelente revista cultural en la que llevo escribiendo casi dos años; y como una cosa lleva a otra, este fogonazo, esta repentina percepción del tiempo transcurrido, me ha llevado más atrás, mucho más atrás en el carrusel de los días y de las noches, y me ha hecho caer en la cuenta (o del caballo, como Pablo de Tarso… otro resplandor blanco que cambió el mundo), de que han transcurrido ya cuarenta años desde aquel día remoto en que un grupo de jóvenes e indocumentados creamos la revista de literatura El Caimán; cuarenta años de aquel verano en el que, entre baño y baño en las aguas (entonces turbulentas, hoy mansas) del río Segura, nos creímos inmortales. Y hoy, precisamente hoy, ha venido a mi memoria el recuerdo de aquellos días de 1976, cuando en el tiempo que maduraron las primeras uvas de septiembre salió a la luz –violenta y gris en el recuerdo, nada que ver con la pastueña y naíf de las floraciones de Cieza-, aquella publicación mítica que habría de marcar un antes y un después en el devenir de las letras… ciezanas. Y no quiero con el chispazo de esta evocación proporcionar un pretexto plausible para la celebración de festejos (como, por otro lado, es función de los acontecimientos históricos olvidados), sino porque me asombra y conturba, empequeñece y asusta, el furor con el que han transcurrido los años, cuya súbita consciencia espolea y deja herida mi memoria: todo ha sido un sueño, un intenso pestañeo, hermoso y terrible, como el esplendor de un relámpago.

El Caimán es un hito que marcó la vida afectiva y literaria una generación, de un
puñado de ciezanos que salimos a la calle gritando libertad y conjuramos el miedo
con la palabra: un puñado de muchachos que sentimos que habíamos llegado al
mundo con la misión de incendiarlo y de cambiarlo para siempre. En aquellos
años de juventud, lejanos pero que atesoran todavía su brillo, refractarios a
que el tiempo se torne definitivamente amarillo en la memoria, encendió en mi
interior –minúsculo y desarmado- una llama que todavía arde hoy majestuosa, y
refulge con más fuerza cuando contemplo, en medio de tanta desolación, la gran
belleza de la vida, y me ayuda a penetrar y discernir, cada vez más seguro y
firme, el arcano de los libros, de la excelsa literatura, ese maravilloso
planeta (“…de las grandes pasiones y desgracias”) de cuyo campo magnético no he
logrado escapar desde aquel día memorable en que publicamos El Caimán y
conjuramos el miedo con la palabra.
Y
reflexionando, en estas horas cruciales, cuando miro hacia atrás sin ira y doy
gracias por el milagro de este amanecer, de este día que comienza, comprendo
que he querido siempre trasladar aquel esplendor al lector de estas líneas, y
atraerlo hacia él, como nos dice Montaigne (otro de los marcadores
sentimentales y literarios de mi vida): “así como el imán no solo atrae a una
aguja, sino que infunde también en esta su facultad de atraer a otros”.
Como
prontuario, o máxima, o lámpara tenue que ilumina cada una de las letras y
palabras de mi colaboración en Notas (que siempre ha querido ser -¡y será!,
pues no es esto un adiós, sino un esperanzado hasta luego- arma cargada de
futuro: “grito de libertad que alza los brazos, búho que cruza la noche”), he
sostenido y sostengo que no tiene otro sentido la literatura -más en este
tiempo de banalidades artísticas- que el compromiso con la sociedad y la
memoria, territorios, geografía del alma, donde nos enfrentamos –dramáticamente-
a la verdad, pues cuando cesamos de inquirirla (el oficio de escritor consiste
en “inquirir verdad y decirla”, proclama Bergamín), súbitamente desaparecen el
arte y, también, la pasión moral de la vida.
Hasta
pronto, amigas, amigos… Leyendo y, al tiempo, caminando.
Enlace realcionado: EL ORIGEN DE `EL CAIMÁM´. UN RECUERDO DE JUVENTUD
Enlace realcionado: EL ORIGEN DE `EL CAIMÁM´. UN RECUERDO DE JUVENTUD
Jesús A. Salmerón Giménez (Cieza,
Murcia, 1959). Sociólogo, desarrolla su labor profesional en la Comunidad
Autónoma de Murcia, en el área de Protección a la Infancia. Buen lector,
con cincuenta años de prácticas, impulsó la revista literaria El Caimán y
es colaborador ocasional en las publicaciones de `La Sierpe y el Laúd´. Seleccionado
en la antología Narradores Murcianos (volumen II), publicada por la Editora
Regional de Murcia, 1986, con el cuento Demonios
de esparto. Ha publicado en La Galla Ciencia el artículo Montaigne:
En Busca de la felicidad (2016). Con El origen del Universo obtuvo
el primer premio en el IV Certamen Microrrelatos Libres - Memorial Isabel Muñoz (Diciembre, 2014).
© Jesús A. Salmerón Giménez
© Jesús A. Salmerón Giménez
Amigo Jesús, es verdad que este año se cumplen 40 del nacimiento de El Caimán, y quiero ponerme en contacto contigo para ver la posibilidad de hacer un acto de aniversario en Septiembre, que es la fecha que lleva el Nº 1 de aquella histórica aventura literaria a la que yo me incorporé en el segundo número y que es la fiel y verdadera madre de lo que es La Sierpe y el Laúd.
ResponderEliminarQuerido Ángel, gracias por ser siempre tan generoso en tu reconocimiento de El Caimán como origen de La Sierpe y el Laúd, más cuando todos sabemos que el enorme recorrido e impacto cultural que ha tenido La Sierpe (¡y lo que le queda!) sólo se explica por tu indudable talento y homérica perseverancia. Dicho esto, por mí estaría encantado en encontrar un tiempo y un espacio para recordar aquella otra revista que, es cierto, de alguna forma poderosa despertó nuestro amor por la literatura y nos comprometió para siempre con la amistad, la única virtud que, como sostiene Montaigne necesita a dos personas para realizarse. Un fuerte abrazo, amigo, y quedo (impaciente e ilusionado) a la espera de tus propuestas.
ResponderEliminartrazo delicado, elegante, compone una imagen pletórica de siginificados que, más que ilustrar, captura la letra y el espirítu del artículo publicado en Notas, en el que describo mi andadura por esa revista cultural y por la mítica El Caimán. Gracias por este regalo, Rosa Campos.
ResponderEliminarGracias a ti, Jesús, por tan emotivo texto (me alegro de que la ilustración te haya gustado).
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