Pedro Diego Gil López
Un
barranco es un espacio abierto en la superficie de un terreno erosionado, algo
tan simple como dejar correr el tiempo, el trascurrir de las estaciones
climáticas, la evolución de la vida. Un fluir de agua y tierra, arrastre, abrasión.
Estratos, sedimentos, depósitos horadados con capricho matemático de menor a
mayor, hasta que un nuevo cataclismo lo revierte todo. Nuestra tierra es de
barrancos que se agrandan y desembocan en ramblas, hasta las grandes
depresiones de los ríos.
El
barranco del Apio forma parte de un legado que la naturaleza concedió a la
sierra del Oro. De él nacen hilos de agua que se juntan y afloran en un pequeño
chorro donde el hombre pone sus manos para llenárselas. Agua que se echa a la
boca para refrescarse los labios, bañarse la frente sudorosa y seguir con
ímpetu su camino. Hoy es el espacio, la situación, la pureza que genera, la
intención que me hace hablar sobre este rincón del mundo. Las flores de las
jaras son pequeños detonantes, sus pétalos rosas con tonos magenta se proyectan
al cielo, sedosos y dulces, en contraste con las diminutas inflorescencias de
las coscojas. Es primavera y son las flores señales que siguen mis pasos por la
senda que se interna en el barranco elegido.
Del suave rosa de la jara a la sedosa blancura de la estepa pringosa, de
la briosa flor del jaguarzo al repentino rojo de la amapola; de la fragante
flor del tomillo a los amarillos botones de la cerraja.
Así, bajando por el
encrespado barranco hasta la pista forestal, llego a lo que queda de una vieja
balsa, que en tiempos olvidados debió ser la alberca madre de algún vergel, un
resto arqueológico investigable, cuya arquitectura está definida por una
historia hídrica ya olvidada. Aún no existían las motobombas ni las tuberías de
presión, el agua afloraba por su propia fuerza, y llegaba a irrigar estos
espacios preservados por el propio clima que generaban.
Continúo
la senda que baja por el pinar y alcanzo los primeros bancales perdidos que se
adaptan al perfil del barranco. Percibo la evapotranspiración de infinitos
cloroplastos que componen las hojas de vetustos olivos, de almendros retorcidos
y de higueras carcomidas, que quedaron en un estado latente. Fibras verdes y
nervios que sostienen la carnosa aspereza de hojas supervivientes, que aún le
dan impulso al reloj de las estaciones, de una agricultura ya solo retenida en
la memoria de viejos medieros que, si no han muerto ya, hoy son seres que nunca
ya serán reconocidos ni valorados como los artífices del único mundo que pudo
haber sido sostenible. Hombres que, encorvados, andan perdidos en sus
recuerdos.
Hay algunos de ellos que solo se acuerdan de su constante trasegar
por los parajes que los acompañaron toda
la vida, de los sonoros nombres de los animales que criaron o de los apodos de
sus entrañables vecinos, como si se sentaran aún bajo esa parra que daba sombra
al humilde portal donde nacieron, como
si aún pudieran señalar ese pino entre miles donde pasaron una agradable siesta
de juventud, o aún recordaran una a una esas hitas de los lindes de las
propiedades que en justicia debieron ser suyas. Hombres que hicieron valer un
pacto muy antiguo entre ellos y la tierra, para tener dominados a los barrancos
y sus violentas avenidas. Ellos eran los que sentían propios los cambios que
afectaban a la naturaleza, respetándola como se respetaban a sí mismos, con
honestidad, con humildad.
En
la tierra retenida entre las abigarradas olmas de piedra aún perduran las
raíces de aquellos resistentes plantones, ahora ya una sucesión de viejos
troncos con ennegrecidas cortezas, repletos de ramas secas, de los cuales aún
brotan por sus copas hojas de débil apariencia, que sin embargo tienen la
fuerza de la subsistencia más poderosa.
La
senda es grata y salir de ella es dificultoso. Se crea el silencio, la calma,
solo aves canoras en un cielo oculto entre las ramas, ojos verdes, más allá de
todo sigue la historia, una historia personal, aun inquietante, en la propia
naturaleza, en cada piedra, en cada espiga, en cada tallo o en cada hoja, el
camino permanente, el barranco ahora, dividido, soñando que hay un dibujo nuevo
en el aire. En el viejo horizonte llegaran millones de noches nuevas como
tesoros, ideas de novedades que se infravalorarán por su abundancia, al regazo
de los pinos.
El
barranco es un circo que se alarga, que se sucede en pistas donde actúan los elementos que
forman la vida, y sin embargo no hay público, está desierto, vacío. Se oye el
eco retomar la única voz que se puede oír a sí misma, una energía débil, como
una fuerza débil, como un débil latir en un corazón que no siente porque es
solo un órgano que es solo vital, apenas algo necesario, mecánicamente útil a
un cerebro que no para de pensar y dilucidar qué corresponde o qué encaja en
cada forma, en cada olor, en cada ilusión reafirmada, con un sentir cada vez
imprevisible. Ya en lo más hondo del barranco no llegan los rayos directos del
sol, la sombra calma los delirios que provoca la redundancia de los colores, el
barro, la arena, las gredas y las lascas de sílex, el mármol y el yeso,
materiales que corren con el agua y provocan la grava. Ese sonido que dejan los
pasos. El arrastre de los pasos, el silencio de su eco; la objetividad de
desplazarse por un tramo imprevisto, vivo y repentino, enmarcado por paredes
donde la historia de la tierra escribió en cada pliegue un relato de lo que
aconteció en el pasado.
Sigo
la senda hasta los cultivos que aún son productivos. El barranco los atraviesa,
zigzagueando entre las tonalidades que la tierra ofrece con sus pigmentos
minerales, ocres que se mezclan con los óxidos de hierro y con los blancos
yesos, punto intermedio entre los altos de la sierra del Oro y los llanos de
Las Lomas, donde aún perduran las tendidas de solear el esparto; un producto
vivo de dura fibra que subsiste como negocio de pobres en contra de un olvido
institucional, despreciado por la industria y la tecnología, que no llena el
ojo de quién podría dar con él un revulsivo a la economía local, viviendo como
vivimos en tierras de la vieja Espartaria. (Por poner un ejemplo, no hace
tantos años que aún se hacía papel de máxima calidad con el esparto, sobre todo
para la litografía, cuya fibra da una extraordinaria estabilidad dimensional
ante las tiradas a color.)
El
barranco del Apio, después de dejar atrás su ámbito indomable, bordea las tendidas de esparto, la balsa de
cocción, la ruinosa caseta de los aperos por un lado y lindando con la finca de
La Halconera con su cultivo de nuevos olivos, atraviesa la tortuosa carretera
de Mula bajo un estrecho puente, adentrándose en las huertas de regadío, camino
de morir en el río Segura, donde su ámbito acaba domesticado por la misma mano
del hombre que a veces muerde, casi sin querer.
© Pedro Diego Gil López
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