lunes, 23 de mayo de 2016

DALÍ MIRANDO AL QUIJOTE


  Rosa Campos Gómez


Dali. Soberbia ilustración para el Quijote la que
da cabida a casi todo lo narrado en la novela. 
El Quijote es un libro vivo (sus ya más de 400 años lo demuestran), capaz de generar, desde entonces, las más expresivas imágenes en creadores de todos los tiempos y de distintos países; algunas de ellas fueron las realizadas por Salvador Dalí, lector que confesaba su fiel atención  a  las características de los personajes de esta magna  novela de  Miguel de Cervantes que abordó en múltiples ocasiones interpretándola  a través de sus dibujos, acuarelas, plumas, litografías... dando forma a los personajes y escenas que habitan  Don Quijote de la Mancha.

El padre de Dalí, que debía de conocer muy bien a su hijo, no dudó en recomendarle ("Es una obra en la que tus facultades podrán sobresalir extraordinariamente"), allá por los años cuarenta del pasado siglo, que se pusiera a la tarea de emprender estas ilustraciones que fueron creciendo a lo largo de los años.

En 1945, en Buenos Aires, se publicó una edición de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha ilustrada por él.
En 1957  se publicó otra en Francia, con 12 litografías.
Entre los años 1964-68  creó 56 ilustraciones  para una nueva edición italiana.
En 2004 la editorial Planeta  publicó otra edición recogiendo todos los dibujos, sobre este tema, en sus diversas técnicas.

La obra cervantina, llena de genialidad por los cuatro costados, siempre genera belleza enigmática en las creaciones de los autores que han decidido darle forma plástica, como podemos observar en esta mínima muestra que aquí ofrecemos (más abundante, y accesible, en la red). 

La simbiosis entre la vida tal y como la experimenta Don Quijote, que  funde realidad y fantasía soñada, y el surrealismo que impera en el lenguaje daliniano, dan como resultado una magnífica producción en la que reconocemos tanto a los personajes y hechos que narra Cervantes como al inconfundible Dalí que realiza la representación figurativa impregnada de ese conjugado universo surrealista.

(una mirada a este vídeo de breve duración es un placer recomendado)



                                                                          








Don Quijote sentadoDalí (Marbella).


domingo, 15 de mayo de 2016

EL BARRANCO DEL APIO


                                                                                                            Pedro Diego Gil López

Un barranco es un espacio abierto en la superficie de un terreno erosionado, algo tan simple como dejar correr el tiempo, el trascurrir de las estaciones climáticas, la evolución de la vida. Un fluir de agua y tierra, arrastre, abrasión. Estratos, sedimentos, depósitos horadados con capricho matemático de menor a mayor, hasta que un nuevo cataclismo lo revierte todo. Nuestra tierra es de barrancos que se agrandan y desembocan en ramblas, hasta las grandes depresiones de los ríos.    


El barranco del Apio forma parte de un legado que la naturaleza concedió a la sierra del Oro. De él nacen hilos de agua que se juntan y afloran en un pequeño chorro donde el hombre pone sus manos para llenárselas. Agua que se echa a la boca para refrescarse los labios, bañarse la frente sudorosa y seguir con ímpetu su camino. Hoy es el espacio, la situación, la pureza que genera, la intención que me hace hablar sobre este rincón del mundo. Las flores de las jaras son pequeños detonantes, sus pétalos rosas con tonos magenta se proyectan al cielo, sedosos y dulces, en contraste con las diminutas inflorescencias de las coscojas. Es primavera y son las flores señales que siguen mis pasos por la senda que se interna en el barranco elegido.  Del suave rosa de la jara a la sedosa blancura de la estepa pringosa, de la briosa flor del jaguarzo al repentino rojo de la amapola; de la fragante flor del tomillo a los amarillos botones de la cerraja. 


Así, bajando por el encrespado barranco hasta la pista forestal, llego a lo que queda de una vieja balsa, que en tiempos olvidados debió ser la alberca madre de algún vergel, un resto arqueológico investigable, cuya arquitectura está definida por una historia hídrica ya olvidada. Aún no existían las motobombas ni las tuberías de presión, el agua afloraba por su propia fuerza, y llegaba a irrigar estos espacios preservados por el propio clima que generaban.                               


Continúo la senda que baja por el pinar y alcanzo los primeros bancales perdidos que se adaptan al perfil del barranco. Percibo la evapotranspiración de infinitos cloroplastos que componen las hojas de vetustos olivos, de almendros retorcidos y de higueras carcomidas, que quedaron en un estado latente. Fibras verdes y nervios que sostienen la carnosa aspereza de hojas supervivientes, que aún le dan impulso al reloj de las estaciones, de una agricultura ya solo retenida en la memoria de viejos medieros que, si no han muerto ya, hoy son seres que nunca ya serán reconocidos ni valorados como los artífices del único mundo que pudo haber sido sostenible. Hombres que, encorvados, andan perdidos en sus recuerdos.


Hay algunos de ellos que solo se acuerdan de su constante trasegar por  los parajes que los acompañaron toda la vida, de los sonoros nombres de los animales que criaron o de los apodos de sus entrañables vecinos, como si se sentaran aún bajo esa parra que daba sombra al humilde portal  donde nacieron, como si aún pudieran señalar ese pino entre miles donde pasaron una agradable siesta de juventud, o aún recordaran una a una esas hitas de los lindes de las propiedades que en justicia debieron ser suyas. Hombres que hicieron valer un pacto muy antiguo entre ellos y la tierra, para tener dominados a los barrancos y sus violentas avenidas. Ellos eran los que sentían propios los cambios que afectaban a la naturaleza, respetándola como se respetaban a sí mismos, con honestidad, con humildad.        

                                                           
En la tierra retenida entre las abigarradas olmas de piedra aún perduran las raíces de aquellos resistentes plantones, ahora ya una sucesión de viejos troncos con ennegrecidas cortezas, repletos de ramas secas, de los cuales aún brotan por sus copas hojas de débil apariencia, que sin embargo tienen la fuerza de la subsistencia más poderosa.          
La senda es grata y salir de ella es dificultoso. Se crea el silencio, la calma, solo aves canoras en un cielo oculto entre las ramas, ojos verdes, más allá de todo sigue la historia, una historia personal, aun inquietante, en la propia naturaleza, en cada piedra, en cada espiga, en cada tallo o en cada hoja, el camino permanente, el barranco ahora, dividido, soñando que hay un dibujo nuevo en el aire. En el viejo horizonte llegaran millones de noches nuevas como tesoros, ideas de novedades que se infravalorarán por su abundancia, al regazo de los pinos.     
                                
El barranco es un circo que se alarga, que se sucede  en pistas donde actúan los elementos que forman la vida, y sin embargo no hay público, está desierto, vacío. Se oye el eco retomar la única voz que se puede oír a sí misma, una energía débil, como una fuerza débil, como un débil latir en un corazón que no siente porque es solo un órgano que es solo vital, apenas algo necesario, mecánicamente útil a un cerebro que no para de pensar y dilucidar qué corresponde o qué encaja en cada forma, en cada olor, en cada ilusión reafirmada, con un sentir cada vez imprevisible. Ya en lo más hondo del barranco no llegan los rayos directos del sol, la sombra calma los delirios que provoca la redundancia de los colores, el barro, la arena, las gredas y las lascas de sílex, el mármol y el yeso, materiales que corren con el agua y provocan la grava. Ese sonido que dejan los pasos. El arrastre de los pasos, el silencio de su eco; la objetividad de desplazarse por un tramo imprevisto, vivo y repentino, enmarcado por paredes donde la historia de la tierra escribió en cada pliegue un relato de lo que aconteció en el pasado.  
                                      

Sigo la senda hasta los cultivos que aún son productivos. El barranco los atraviesa, zigzagueando entre las tonalidades que la tierra ofrece con sus pigmentos minerales, ocres que se mezclan con los óxidos de hierro y con los blancos yesos, punto intermedio entre los altos de la sierra del Oro y los llanos de Las Lomas, donde aún perduran las tendidas de solear el esparto; un producto vivo de dura fibra que subsiste como negocio de pobres en contra de un olvido institucional, despreciado por la industria y la tecnología, que no llena el ojo de quién podría dar con él un revulsivo a la economía local, viviendo como vivimos en tierras de la vieja Espartaria. (Por poner un ejemplo, no hace tantos años que aún se hacía papel de máxima calidad con el esparto, sobre todo para la litografía, cuya fibra da una extraordinaria estabilidad dimensional ante las tiradas a color.)                     




El barranco del Apio, después de dejar atrás su ámbito indomable,  bordea las tendidas de esparto, la balsa de cocción, la ruinosa caseta de los aperos por un lado y lindando con la finca de La Halconera con su cultivo de nuevos olivos, atraviesa la tortuosa carretera de Mula bajo un estrecho puente, adentrándose en las huertas de regadío, camino de morir en el río Segura, donde su ámbito acaba domesticado por la misma mano del hombre que a veces muerde, casi sin querer.  

© Pedro Diego Gil López


jueves, 12 de mayo de 2016

EL CAIMÁN, CUARENTA AÑOS DESPUÉS (Y EL “RESTAÑANTE” ADIÓS)

                                                                Jesús A. Salmerón Giménez



El tiempo no tiene corazón”, escribió famosamente mi amigo Paco Pino. Y yo añado “pero sí memoria”. Y es que el tiempo (ese personaje invisible que se introduce, al principio, sigiloso e inadvertido, en el escenario de nuestras vidas, y luego, como el lento y continuo ascenso de las mareas, va creciendo hasta anegarlo de días y de noches), se apodera de nosotros, devastándonos, pero deja siempre el recuerdo de su paso, lleno de horror y de belleza: las huellas -estelas en el agua de la memoria- de nuestros días en la tierra.



 
Escribo todo esto a propósito de que, por motivos personales, voy a dejar durante un tiempo de colaborar con Notas, esta excelente revista cultural en la que llevo escribiendo casi dos años; y como una cosa lleva a otra, este fogonazo, esta repentina percepción del tiempo transcurrido, me ha llevado más atrás, mucho más atrás en el carrusel de los días y de las noches, y me ha hecho caer en la cuenta (o del caballo, como Pablo de Tarso… otro resplandor blanco que cambió el mundo), de que han transcurrido ya cuarenta años desde aquel día remoto en que un grupo de jóvenes e indocumentados creamos la revista de literatura El Caimán; cuarenta años de aquel verano en el que, entre baño y baño en las aguas (entonces turbulentas, hoy mansas) del río Segura, nos creímos inmortales. Y hoy, precisamente hoy, ha venido a mi memoria el recuerdo de aquellos días de 1976, cuando en el tiempo que maduraron las primeras uvas de septiembre salió a la luz –violenta y gris en el recuerdo, nada que ver con la pastueña y naíf de las floraciones de Cieza-, aquella publicación mítica que habría de marcar un antes y un después en el devenir de las letras… ciezanas. Y no quiero con el chispazo de esta evocación proporcionar un pretexto plausible para la celebración de festejos (como, por otro lado, es función de los acontecimientos históricos olvidados), sino porque me asombra y conturba, empequeñece y asusta, el  furor con el que han transcurrido los años, cuya súbita consciencia espolea y deja herida mi memoria: todo ha sido un sueño, un intenso pestañeo, hermoso y terrible, como el esplendor de un relámpago.

El Caimán es un hito que marcó la vida afectiva y literaria una generación, de un puñado de ciezanos que salimos a la calle gritando libertad y conjuramos el miedo con la palabra: un puñado de muchachos que sentimos que habíamos llegado al mundo con la misión de incendiarlo y de cambiarlo para siempre. En aquellos años de juventud, lejanos pero que atesoran todavía su brillo, refractarios a que el tiempo se torne definitivamente amarillo en la memoria, encendió en mi interior –minúsculo y desarmado- una llama que todavía arde hoy majestuosa, y refulge con más fuerza cuando contemplo, en medio de tanta desolación, la gran belleza de la vida, y me ayuda a penetrar y discernir, cada vez más seguro y firme, el arcano de los libros, de la excelsa literatura, ese maravilloso planeta (“…de las grandes pasiones y desgracias”) de cuyo campo magnético no he logrado escapar desde aquel día memorable en que publicamos El Caimán y conjuramos el miedo con la palabra.

Y reflexionando, en estas horas cruciales, cuando miro hacia atrás sin ira y doy gracias por el milagro de este amanecer, de este día que comienza, comprendo que he querido siempre trasladar aquel esplendor al lector de estas líneas, y atraerlo hacia él, como nos dice Montaigne (otro de los marcadores sentimentales y literarios de mi vida): “así como el imán no solo atrae a una aguja, sino que infunde también en esta su facultad de atraer a otros”.

Como prontuario, o máxima, o lámpara tenue que ilumina cada una de las letras y palabras de mi colaboración en Notas (que siempre ha querido ser -¡y será!, pues no es esto un adiós, sino un esperanzado hasta luego- arma cargada de futuro: “grito de libertad que alza los brazos, búho que cruza la noche”), he sostenido y sostengo que no tiene otro sentido la literatura -más en este tiempo de banalidades artísticas- que el compromiso con la sociedad y la memoria, territorios, geografía del alma, donde nos enfrentamos –dramáticamente- a la verdad, pues cuando cesamos de inquirirla (el oficio de escritor consiste en “inquirir verdad y decirla”, proclama Bergamín), súbitamente desaparecen el arte y, también, la pasión moral de la vida.

Hasta pronto, amigas, amigos… Leyendo y, al tiempo, caminando.



Enlace realcionado: EL ORIGEN DE `EL CAIMÁM´. UN RECUERDO DE JUVENTUD 







Jesús A. Salmerón Giménez (Cieza, Murcia, 1959). Sociólogo, desarrolla  su labor profesional en la Comunidad Autónoma de Murcia, en el área  de Protección a la Infancia. Buen lector, con cincuenta años de prácticas, impulsó la revista literaria El Caimán y es colaborador ocasional en las publicaciones de `La Sierpe y el Laúd´. Seleccionado en la antología Narradores Murcianos (volumen II), publicada por la Editora Regional de Murcia, 1986, con el cuento Demonios de esparto. Ha publicado en La Galla Ciencia el artículo Montaigne: En Busca de la felicidad (2016). Con  El origen del Universo  obtuvo el primer premio en el IV Certamen Microrrelatos Libres - Memorial Isabel Muñoz (Diciembre, 2014).



© Jesús A. Salmerón Giménez



sábado, 7 de mayo de 2016

HISTORIA DE DOS LIBROS

                                                                     Jesús A. Salmerón Giménez

(Las reseñas en Notas pretenden ser una forma de literatura: la narración breve de la lectura de los libros que más nos han conmovido. Como afirma Manguel “Leer nuestras propias vidas y las de los demás, los mundos que se encuentran entre las tapas de un libro y también fuera”, esa es la invitación, la modesta proposición que queremos hacer a nuestros lectores).

                                      Savater: El último mohicano

Siempre he admirado a Fernando Savater, su inteligencia, su agudeza volteriana, su honestidad personal y pública, su valor más que contrastado en los años de plomo…Así que lo leo siempre con fruición (aunque he frecuentado más sus artículos que sus libros, todo hay que decirlo…), abierto siempre a su multifacético conocimiento, a la valiente, eléctrica,  sinceridad de sus prosa. Por eso, cuando supe de la publicación de este libro, más conociendo la carga emotiva que lleva dentro (se lo dedica a Sara Torres, su compañera de toda una vida –tristemente fallecida en abril del pasado año-, con la que proyectó y llevó a cabo el libro: “Lo que más gozábamos haciendo era la preparación de cada capítulo, recorriendo Recanatti y Nápoles en busca de Leopardi, el Torquay de Agatha Christie o la inagotable Normandía de Flaubert”, recuerda en el prólogo), me arrojé al libro como Daniel al foso de los leones.


Y no me ha defraudado: nos muestra, con encanto y perspicacia savateriano, las ciudades y lugares donde vivieron los ocho escritores escogidos: Stephan Zweig, Agatha Christie, Edgard A. Poe, Alfonso Reyes, Leopardi, Valle-Inclán, Flaubert y Shakespeare. Está ilustrado con numerosas fotografías y dibujos o cómics con las que nos introduce en las historias de vida (historias que, si no tan salvajes como parece anunciar el título, siempre se leen con interés y con agrado) de estos purasangre de la literatura, narradas con  pulso firme, con esa mezcla adictiva de deslumbrante estilo expresivo, pensamiento feroz, entusiasmo e ironía, marca de la casa Savater, pero esta vez compartimos también con él un comprensible e inevitable sentimiento de melancolía: Es su último libro, el memorable adiós a las letras de un formidable escritor y pensador que nos ha regalado algunas de las mejores páginas escritas, en  literatura de ficción y del conocimiento, en castellano. El último mohicano, la última aventura de un hombre genial que, en horas de desaliento, muestra su lado más humano y dice adiós a la escritura con esta maravillosa frase: “Para qué, si ya no los va a leer”.



                                              El Evangelio a la francesa
En mi infancia y primera juventud fui un adicto al cine de romanos [llámalo péplum]. Y, sin el furor por la toga de antaño, algo queda todavía en mí de aquella remota afición de cuando tenía la edad de echar a volar. Por eso estaba deseando que se tradujera El Reino (mi francés no va más allá de pedir un escalope), y cuando pude me tiré a él, como un turista (de la Biblia) a un crucero (por Tierra Santa). He de decir, antes de seguir esta historia de mi lectura, que durante la misma mi cabeza se iba a El evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Y pensaba “otro que tal”: un evangelio que no existió pero que quizás sería el más necesario de todos.

Esta  novela de realidad, además de su ración de no-ficción, combina metaliteratura y autobiografía, ensayo,  humor y un estilo fluido, a la pata la llana, diferenciado (intencionadamente) del alto estilismo francés. Una fórmula perfecta con la que ha logrado Carreère grandes obras (yo sólo he leído dos -ambas magníficas-: De vidas ajenas y Limónov). Ésta me ha parecido genial (en el sentido nocturno y alemán de la palabra, que desagradaba un tanto a Borges: otro teólogo ateo). Lo he seguido con Pasión cuando se ha metido en la piel de Lucas, presentado por Carrère como un médico macedonio, culto, que se expresa en un griego elegante, y que, más que un evangelista, parece un reportero curioso disfrutando de su trabajo de campo; Lucas es un hombre amable, sensato, que suaviza el mensaje de un Mesías, a veces, maximalista y milagrero, o le quita hierro al antijudaísmo de un fanático y genial Pablo, en eterna caída del caballo, verdadero creador e ideólogo del cristianismo.

Menos me gusta Carrére en su rol de autobiógrafo ex católico o en su tarea de deconstruir las espléndidas parábolas de Cristo, para mí una de las cumbres literarias en arameo que han conformado y dado aliento al Calvario de mi vida.

 © Jesús A. Salmerón Giménez


miércoles, 4 de mayo de 2016

ESCRITORES EN MURCIA


                                                                                                                    Rosa Campos Gómez


Conocí a Miguel Espinosa gracias a la revista Postdata, nº 4 (Murcia, 1987),  querían poner de manifiesto que sí había buenos escritores en Murcia (esta crítica a la no consciencia del valor literario del terreno no la he olvidado). Me atrajo lo que se decía del escritor de Escuela de Mandarines y pregunté por esta novela en las librerías, no la tenían, en cambio sí hallé Asklepios: el último griego (me fascinó la manera de escribir de su autor).  


¿No hay escritores en Murcia? Esta  pregunta me surgió a bocajarro  en cuanto le eché una mirada  a «El mapa de España que querría tu profesor de Literatura» (según la imagen), y que me obligó a remirarlo  con más detenimiento, para cerciorarme bien. Sí, la Región de Murcia estaba desierta de escritores, ningún nombre de mujer o de hombre que hayan hecho literatura lo ocupaban.
Carmen Conde (fue académica de la RAE), José Luis Castillo-PucheMiguel Espinosa, Frenando Martín IniestaEloy Sánchez Rosillo, Arturo Pérez-Reverte (es académico de la RAE), Lola López Mondéjar...  Hay buenos escritores que se van fraguando en la calidad, acerca de algunos de ellos  ya hemos hablado en este espacio  (aquí un recuerdo a Vicente Medina) nacidos en esta región que no dejan de escribir, de poner pasión con la que seguir sembrando este trozo de geografía.

A la vista del mapa hueco de gente que cultive la palabra escrita en nuestra región he comprendido que aquella no consciencia que se denunciaba en Postdata sigue latente.  Hace falta más información y divulgación (desde las instituciones sobre todo, baste ver que en Murcia capital no se ha concedido una Feria del Libro para este año) de lo bueno escrito para que cada lectora, cada lector evalué según su criterio y configure el mapa a gusto propio; para que no se quede en el olvido un legado que nos hace bien a todos; para que sea estímulo de alevines (aun reconociendo que actualmente se escribe bastante)… Y porque la no consciencia ilustrada en las geografías desérticas de literatura genera tristeza.  

© Rosa Campos Gómez