Jesús A. Salmerón Giménez
Este que veis aquí de rostro aguileño,
de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz
corva aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que
fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos,
porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos
extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo
cargado de espaldas y no muy ligero de pies; este digo que es el autor de La
Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo El Viaje del Parnaso, a
imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí
descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente MIGUEL DE
CERVANTES SAAVEDRA. Fue soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde
aprendió a tener paciencia de las adversidades; perdió en la batalla naval de
Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él
la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión
que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo
de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de felice
memoria.
Autorretrato
de Miguel de Cervantes, prólogo de las Novelas Ejemplares.
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Miguel de Cervantes, obra de Eduardo Balaca
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Como
es costumbre entre nuestros mejores poetas (en este sentido, se equivocó al
lamentar que “el cielo” no hubiera hecho de él un poeta), murió don Miguel de
Cervantes casi en la indigencia, pero conservará hasta el final su optimismo
socarrón y la ironía, esa ironía que impregna e ilumina la maravillosa obra
cervantina. Hasta el final, continúa entregado a la literatura como escritor
–su gran proyecto es acabar el Persiles- y lector – “como yo soy aficionado a
leer aunque sea los papeles rotos de las calles(…)” Aun cercado por la pobreza
y los problemas familiares, habiendo padecido desgracias sin cuento (“sé que es
más versado en desdichas que en versos”) –en la Guerra, en el cautiverio…-,
escasamente reconocida su obra en su país, nada de esto pesa en el ánimo del
viejo Cervantes. "Con todas las dificultades, no pierde el humor",
dice Trapiello; "no hay nada de amargura en él. Hay algo en su literatura
que es un alma pura; por mal que la hubiera tratado le vida. Jamás levantó un
falso testimonio contra ella, por decirlo con la frase de Nietzsche”).
Cervantes
es uno de los ejemplos más hermosos, a pesar de las numerosas y ásperas
adversidades, de amor a la vida. Este inmenso escritor que, a pesar de los
pesares –¡tantos!-, conservó siempre el ánimo alegre y enamorado de la vida.
Como escribió en el prólogo y dedicatoria del Persiles (la prosa más espléndida
que se ha escrito en español, nos recuerda el académico Francisco Rico):
"Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran
señor, ésta te escribo/. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el
tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto,
llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir". Y más adelante, al final
del prólogo: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos!
Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida".
La
inmensa riqueza de Cervantes son los libros que nos ha dejado, para que los
leamos y amemos: su lectura no acaba nunca, siempre hay nuevos descubrimientos,
giros inesperados e inéditos en su obra, que nos renuevan el placer
extraordinario de leerlo. Y sobre todo, como ningún otro autor, nos regala la
dicha de la risa:
“Quien
no ríe leyendo el Quijote es porque no entiende la novela o porque tiene la
desgracia de no poseer la facultad de reír, que es la que distingue al hombre
de los animales”. (Martín de Riquer).
En
Cervantes, en sus libros habitan el amor, el asombro, la amistad, la alegría…Y
esto es lo más revolucionario de toda su obra. Como escribió Azorín: “Sepan los
que pretenden reconstruir un pueblo que el primero, el más hondo y fundamental
de nuestros deberes es la alegría”.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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