Jesús A. Salmerón Giménez
José Hierro
(Madrid, 3 de abril de 1922 - 21 de diciembre de 2002).
"Después de
todo, todo ha sido nada,/ a pesar de que un día lo fue todo./ Después de nada,
o después de todo/ supe que todo no era más que nada..."
La
mirada limpia y honda, su voz de aguardiente (como el rumor de un río oscuro de
nicotina y del vino de las tabernas), su cabeza de patricio o de estatua
yacente: Pepe Hierro el poeta que
sintió "una
vez en sus manos temblar la alegría y no podrá morir nunca", en
sus manos de artesano de la palabra ("La palabra es una magia que hace que ser humano, ser
pensante, resulte más interesante que ser piedra o ser gallo o ser nada"),
nos hizo con sus versos (majestuosos, de vuelo alto y llenos de ternura) un poco
mejor la vida en esta tierra, y a todos nosotros, sus lectores, algo más
sabios.
Porque
Hierro es un poeta comprometido, a prueba de ética, que refleja en su poesía la
conmoción de la calle y el furor del
alma: sus versos, sencillos y poderosos, directos o envueltos en niebla, nos
dejan indefectiblemente el corazón helado.
Es
difícil elegir sólo un poema de José Hierro, para dejarlo aquí de testimonio y
homenaje al gran escritor cántabro…Me decido por dos de su último libro
“Cuaderno de Nueva York” (un artefacto prodigioso que me ha acompañado durante
años en la continuidad de los parques, bebiendo la luz de Murcia en las
terrazas o escondido en el bolsillo de mi gabardina, como una bomba de ternura).
El
maravilloso “Lear King en los claustros” (largo poemas que contiene uno de los
versos más impresionantes de la literatura española: “(Mi reino por un “te amo” sangrándote la
boca) y “Vida”, el soneto final con el que cierra el libro
Di que me amas. Di: «te amo»,
dímelo por primera y por última vez.
Sólo: «te amo». No me digas cuánto.
Son suficientes esas dos palabras.
«Más que a mi salvación», dijo Regania.
«Más que a la primavera», dijo Gonerila.
(No sospechaba que mentían.)
Di que me amas. Di: «te amo»,
Cordelia, aunque me mientas,
aunque no sepas que te mientes.
Todo se ha diluido ya en el sueño.
La nave en que pasé la mar,
fustigada por los relámpagos,
era un sueño del que aún no he despertado.
Vivo brezado por un sueño,
inerme en su viscosa telaraña,
para toda la eternidad,
si es que la eternidad no es un sueño también.
La tempestad me arrebató al Bufón,
al pícaro azotado, deslenguado, insolente,
que era mi compañero, era yo mismo,
reflejo mío en los espejos
cóncavos y convexos, que inventó Valle-Inclán.
Los brazos de las olas me estrellaron
contra el acantilado y un buen día,
ya no recuerdo cuándo, desperté
y hallé sobre la arena
piedras labradas con primor,
sillares corroídos, lamidos y arañados
por los dientes y garras de las algas.
Entonces, desatado del sueño,
comencé a rehacer el mundo mío,
que se desperezaba bajo un sol diferente.
Y aquí está, al fin, delante de mis ojos.
Oigo como jadea
con la disnea del agonizante, del sobremuriente.
Espera a que tú llegues
y me digas «te amo».
Conservo aquí los cielos que viajaron conmigo:
grises torcaces de Bretaña, cobaltos de Provenza,
índigos de Castilla.
Sólo tú eres capaz de devolverles
la transparencia, la luminosidad
y la palpitación que los hacían únicos.
Aquí están aguardándote.
Quiero oírte decir, Cordelia, «te amo».
Son las mismas palabras que salieron
de labios de Regania y Gonerila,
no de su corazón. Más tarde
se deshicieron de mis caballeros,
hijos del huracán, bravucones, borrachos,
lascivos, pendencieros... Regresaron
al silencio y a la nada.
La niebla disolvió sus armaduras,
sus yelmos, sus escudos cincelados,
aquel hervor y desvarío
de águilas, quimeras, unicornios,
efigies, delfines, grifos.
¿Por qué reino cabalgan hoy sus sombras?
Mi reino por un «te amo», sangrándote en la boca.
Mi eternidad por sólo dos palabras:
susúrralas o cántalas sobre un fondo real,
-agua de manantial sobre los guijos,
saetas que desgarran con su zumbido el aire-
así la realidad hará que sean reales
las palabras que nunca pronunciaste
-¡por qué nunca las pronunciaste!-
y que ultrasuenan en un punto
del tiempo y del espacio
del que tengo que rescatarlas
antes de que me vaya.
Ven a decirme «te amo»;
no me importa que duren tus palabras
lo que la humedad de una lágrima
sobre una seda ajada.
En esa paz reconstruida
-sé que es tan sólo un decorado-, represento
mi papel, es decir, finjo,
porque ya he despertado.
Ya no confundo el canto de la alondra
con el del ruiseñor. Y aquí vivo esperándote
contando días y horas y estaciones.
Y cuando llegues, anunciada
por el sonido de las trompas
de mis fantasmales cazadores,
sé que me reconocerás
por mi corona de oro (a la que han arrancado
sus gemas las urracas ladronas),
por la escudilla de madera que me legó el bufón
en la que robles y arces depositan
su limosna encendida, su diezmo volandero,
el parpadeo del otoño.
Ven pronto, el plazo ya está a punto
de cumplirse. Y no me traigas flores
como si hubiese muerto.
Ven antes de que me hunda
en el torbellino del sueño,
ven a decirme «te amo» y desvanécete en seguida.
Desaparece antes de que te vea
nadando en un licor trémulo y turbio,
como a través de un vidrio esmerilado,
antes de que te diga:
«Yo sé que te he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres».
De "Cuaderno de Nueva York" 1998
Vida
A Paula Romero
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!»
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!»
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
De "Cuaderno de Nueva York" 1998
© Jesús A. Salmerón Giménez
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