jueves, 7 de abril de 2016

EL PEÑÓN DE ANTONIO

 Pedro Diego Gil López

Hay lugares que al desconocido, de inmediato, le despiertan la necesidad de recorrerlos con un ansia repentina. Ha bastado llegar  por casualidad, realizar un esfuerzo que no parece tanto, cuando se ha conseguido que los pensamientos que se arrastran suelten esas razones anodinas que no valen para nada. El afortunado, se ve de repente invitado a seguir un nuevo camino, diáfano y atractivo, sintiendo el alivio de notar la mente en blanco, mientras inicia una agradable cadencia en una dirección ilusionante. 
Mirar el horizonte hasta donde la vista ya no alcanza, mirar el cielo en su profundidad y mirar la tierra que hay a nuestros pies provoca un torrente de sentimientos, incitados por todo lo que se cuela en nuestros sentidos. Es como entrar en un mundo insospechado que sorprende por su cercanía, mostrando extraños vínculos con el lugar común donde pululamos de forma habitual y rutinaria. Olores, formas, aires nuevos. Pero yo ya no puedo caer en la misma trampa.        

                                 

Vuelvo a andar estos parajes que quizás sean ya una reclusión inducida por la propia amplitud, una  dificultad exponencial, y atravesarlos se vuelve cada vez más difícil, como si se interpusieran extrañas barreras, como si los barrancos y las crestas se movieran y se apartaran cada vez más de una forma reseca y áspera, o se levantaran repentinas paredes de margas y arcillas torneadas por el sol alfarero, y se adelantaran a mis pasos, acompañándome, como si a la vez me arroparan, como si quisieran protegerme, y sin embargo ya solo me cansan. A veces creo que ando por un barro espeso donde se hunden mis pies a cada paso. Otras veces puedo ejercitar mi cuerpo y huyo del entorno para fugarme de él, corriendo sin mirar atrás, pero es un imposible. Todo vuelve a girar, las atalayas rotan, los morrones giran a mi alrededor, se combinan las lomas, los cabezos y los pliegues, para envolverme, en aras de dirigirme a los austeros caminos, áridos y polvorientos, por donde los accidentes quieren que vaya, encadenado con mis propios recuerdos. Y así voy con esa cadencia y solo llego a encontrarme conmigo mismo, como alejándome, cerca ya de ese duro risco, donde el viento, austero labrador de piedras, tiene su megalítica cantera.                                                              
Solo hoy, como si hubiera encontrado momentáneamente una salida a este laberinto, he podido alzarme, casi sobrevolar mi mundo, gracias a que he trepado a lo alto de un pedestal pétreo y he podido encaramarme a lo alto de una gran roca y contemplar el paisaje; sobre el mismo espacio que se repite, reinando sobre esta tierra, hecho de etapas edificadas con duras barreras. He alcanzado un peñasco despedazado que se yergue como un faro iluminado por el sol del amanecer y que refleja a la vez la Luna llena. Eso de momento me ha salvado. He podido recapacitar, dejar de obsesionarme, y ha sido como liberarme de un peso que parecía llevar en los bolsillos, arrojando pequeñas cosas, de repente innecesarias y dañinas. Y lo he hecho sintiéndolo de verdad, recibiendo la energía que supone estar solo. Y sobre esta altura, contemplo las aristas a mis pies, que definen, como extraños signos, verdaderos mensajes, de los cuales se pueden extraer distintos pronósticos sobre la vida, tan solo porque hacen recapacitar, aunque sea un arrebato más de locura.
      

Inclinándome sobre el vacío, en estas paredes de arrugada caliza, labradas por la erosión del viento y la lluvia, se aprecia el abismo de la tierra. Palpando la dura roca, siento la huella que han dejado aquí los astros. Este peñón está coronado de líquenes amarillentos, que ciñen como de oro viejo su cabeza. Cerca de su cúspide, casi en lo más alto de él, las cucalas mineras trasegaron en sus intestinos semillas de higos chumbos,  estratificadas con sus excrementos, para poblar su frente con un adorno de paleras, brillantes como esmeraldas.    
                                 

Este peñón es como un viejo rey, pobre, enrocado sobre sí mismo, que se viste con un traje de paño roído para cubrir la base de sus laderas, hecho en el telar del monte, con el verde de las sabinas, y el único tesoro de su reino es un pedazo de espacio inerte capaz de sugestionar la mente humana, hasta hacerla poseedora del patrón con el que medir la nada. Lejos le quedan las floraciones del valle, de la vega del Segura, aislado como está entre su corte de pinos, entre áridos bancales de almendros y olivares perdidos.                                         
Su imagen monolítica, hoy me sirve para indagar de forma distinta, que es como liberarme, en cierto modo, de la opresión que está dispuesta en mis caminos, por todo lo que ya he referido, todo eso que me vuelve loco, o que me paraliza. Y con él defino mi tristeza, como si se desplomara para señalar a toda nuestra geografía junta, que nuestra vida en el mundo, tarde o temprano se acaba. Se acaba todo, como señalado por un solo dedo alzado al cielo, cuya sombra dibuja un itinerario, una vuelta.


 Luego se turna la Luna para con su luz continuar su sombra y que todo vuelva a dibujarse, a dar casi la vuelta sobre sí mismo, como yo pretendo imaginar mi vida.    
                                                                            
Repto como la serpiente para llegar a rincones imposibles. Animales que se pierden en la tierra donde nacieron. 


Sentidos que se ocultan en nieblas que no desaparecen, y el sol, en el suplicio cíclico de las estaciones, prodiga la misma tierra, como si los espacios se volvieran solo imágenes planas, sin capacidad de mostrar la suficiente perspectiva para que exista un final necesario. Lejos queda la realidad, largada como el ancla de un barco fondeado en una bahía imposible. Tierra y mar, en este caso, la tierra como el mar, ondulante aún, evaporándose toda agua existente bajo condiciones futuras y los caminos dirigiéndose a un horizonte donde los pliegues rocosos sacan a la luz los fósiles marinos de las épocas más remotas, como la señal de la inocencia del tiempo. Y me vuelvo o desciendo, para añadir nuevos espacios, multiplicando nuevamente el número de pasos a dar, alejándome o acercándome a un nuevo sentimiento, hasta la próxima derrota, hasta un nuevo aprendizaje, para sumar otra incertidumbre en el debe que contabiliza la memoria, hasta un necesario olvido, en una nueva distracción humana.




El peñón de Antonio se eleva sobre la depresión que causa la rambla del Cárcabo, junto al Almorchón, casi sobre las aguas del pantano y la presa que las contiene. Una pista forestal los separa, por la cual se puede acceder a su tramo más alto.


© Pedro Diego Gil López

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