Pedro Diego Gil López
Hay
lugares que al desconocido, de inmediato, le despiertan la necesidad de
recorrerlos con un ansia repentina. Ha bastado llegar por casualidad, realizar un esfuerzo que no
parece tanto, cuando se ha conseguido que los pensamientos que se arrastran suelten
esas razones anodinas que no valen para nada. El afortunado, se ve de repente
invitado a seguir un nuevo camino, diáfano y atractivo, sintiendo el alivio de
notar la mente en blanco, mientras inicia una agradable cadencia en una
dirección ilusionante.
Mirar
el horizonte hasta donde la vista ya no alcanza, mirar el cielo en su
profundidad y mirar la tierra que hay a nuestros pies provoca un torrente de
sentimientos, incitados por todo lo que se cuela en nuestros sentidos. Es como
entrar en un mundo insospechado que sorprende por su cercanía, mostrando
extraños vínculos con el lugar común donde pululamos de forma habitual y
rutinaria. Olores, formas, aires nuevos. Pero yo ya no puedo caer en la misma
trampa.
Vuelvo a andar estos parajes que
quizás sean ya una reclusión inducida por la propia amplitud, una dificultad exponencial, y atravesarlos se
vuelve cada vez más difícil, como si se interpusieran extrañas barreras, como
si los barrancos y las crestas se movieran y se apartaran cada vez más de una
forma reseca y áspera, o se levantaran repentinas paredes de margas y arcillas
torneadas por el sol alfarero, y se adelantaran a mis pasos, acompañándome,
como si a la vez me arroparan, como si quisieran protegerme, y sin embargo ya
solo me cansan. A veces creo que ando por un barro espeso donde se hunden mis
pies a cada paso. Otras veces puedo ejercitar mi cuerpo y huyo del entorno para
fugarme de él, corriendo sin mirar atrás, pero es un imposible. Todo vuelve a
girar, las atalayas rotan, los morrones giran a mi alrededor, se combinan las
lomas, los cabezos y los pliegues, para envolverme, en aras de dirigirme a los
austeros caminos, áridos y polvorientos, por donde los accidentes quieren que
vaya, encadenado con mis propios recuerdos. Y así voy con esa cadencia y solo
llego a encontrarme conmigo mismo, como alejándome, cerca ya de ese duro risco,
donde el viento, austero labrador de piedras, tiene su megalítica cantera.
Solo hoy,
como si hubiera encontrado momentáneamente una salida a este laberinto, he
podido alzarme, casi sobrevolar mi mundo, gracias a que he trepado a lo alto de
un pedestal pétreo y he podido encaramarme a lo alto de una gran roca y
contemplar el paisaje; sobre el mismo espacio que se repite, reinando sobre
esta tierra, hecho de etapas edificadas con duras barreras. He alcanzado un
peñasco despedazado que se yergue como un faro iluminado por el sol del
amanecer y que refleja a la vez la Luna llena. Eso de momento me ha salvado. He
podido recapacitar, dejar de obsesionarme, y ha sido como liberarme de un peso
que parecía llevar en los bolsillos, arrojando pequeñas cosas, de repente
innecesarias y dañinas. Y lo he hecho sintiéndolo de verdad, recibiendo la
energía que supone estar solo. Y sobre esta altura, contemplo las aristas a mis
pies, que definen, como extraños signos, verdaderos mensajes, de los cuales se
pueden extraer distintos pronósticos sobre la vida, tan solo porque hacen
recapacitar, aunque sea un arrebato más de locura.
Inclinándome sobre el vacío, en estas paredes de arrugada
caliza, labradas por la erosión del viento y la lluvia, se aprecia el abismo de
la tierra. Palpando la dura roca, siento la huella que han dejado aquí los
astros. Este peñón está coronado de líquenes amarillentos, que ciñen como de
oro viejo su cabeza. Cerca de su cúspide, casi en lo más alto de él, las
cucalas mineras trasegaron en sus intestinos semillas de higos chumbos, estratificadas con sus excrementos, para
poblar su frente con un adorno de paleras, brillantes como esmeraldas.
Este peñón es como un viejo rey, pobre,
enrocado sobre sí mismo, que se viste con un traje de paño roído para cubrir la
base de sus laderas, hecho en el telar del monte, con el verde de las sabinas,
y el único tesoro de su reino es un pedazo de espacio inerte capaz de
sugestionar la mente humana, hasta hacerla poseedora del patrón con el que
medir la nada. Lejos le quedan las floraciones del valle, de la vega del
Segura, aislado como está entre su corte de pinos, entre áridos bancales de
almendros y olivares perdidos.
Su imagen monolítica, hoy me sirve para indagar de forma distinta, que es como
liberarme, en cierto modo, de la opresión que está dispuesta en mis caminos,
por todo lo que ya he referido, todo eso que me vuelve loco, o que me paraliza.
Y con él defino mi tristeza, como si se desplomara para señalar a toda nuestra
geografía junta, que nuestra vida en el mundo, tarde o temprano se acaba. Se
acaba todo, como señalado por un solo dedo alzado al cielo, cuya sombra dibuja
un itinerario, una vuelta.
Luego se turna la Luna para con su luz continuar su
sombra y que todo vuelva a dibujarse, a dar casi la vuelta sobre sí mismo, como
yo pretendo imaginar mi vida.
Repto como la serpiente para llegar a
rincones imposibles. Animales que se pierden en la tierra donde nacieron.
Sentidos que se ocultan en nieblas que no desaparecen, y el sol, en el suplicio
cíclico de las estaciones, prodiga la misma tierra, como si los espacios se
volvieran solo imágenes planas, sin capacidad de mostrar la suficiente
perspectiva para que exista un final necesario. Lejos queda la realidad,
largada como el ancla de un barco fondeado en una bahía imposible. Tierra y
mar, en este caso, la tierra como el mar, ondulante aún, evaporándose toda agua
existente bajo condiciones futuras y los caminos dirigiéndose a un horizonte
donde los pliegues rocosos sacan a la luz los fósiles marinos de las épocas más
remotas, como la señal de la inocencia del tiempo. Y me vuelvo o desciendo,
para añadir nuevos espacios, multiplicando nuevamente el número de pasos a dar,
alejándome o acercándome a un nuevo sentimiento, hasta la próxima derrota,
hasta un nuevo aprendizaje, para sumar otra incertidumbre en el debe que
contabiliza la memoria, hasta un necesario olvido, en una nueva distracción
humana.
El
peñón de Antonio se eleva sobre la depresión que causa la rambla del Cárcabo,
junto al Almorchón, casi sobre las aguas del pantano y la presa que las
contiene. Una pista forestal los separa, por la cual se puede acceder a su
tramo más alto.
© Pedro Diego Gil López
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