Pedro Diego Gil López
Llegas
entre almendros en sus flores de enero, campeando entre viejas repoblaciones de
pinos carrascos, otro año más en plena instigación del gusano de la
procesionaria, como si lo hicieras sobre un planeta recién explorado, donde los
lugares se concentran en espacios definidos por un proceso geométrico reconocible
hasta el más mínimo detalle.

Piedras, hojas, flores, gusanos, son lo mismo, un compendio de volúmenes alternativos que parecen las fichas de un juego donde siempre te toca jugar a ti, al hombre, primitivo aún, desnudo en su propia naturaleza; a pesar de las alteraciones que su propia raza ocasiona como resultado de su expansión, aún tiene ese halo de inconsciencia sobre su cabeza. En este caso, vuelvo a ser yo, este yo solitario, infundido en su propio ego, acogido en la casualidad de los días, con un esparto en la boca; pero podría ser, que otro cualquier cayera como yo, sobre este tablero de juegos abstractos, de hecho, sé que otros muchos han caído como yo, los he visto pulular por estos lugares de paso.
Piedras, hojas, flores, gusanos, son lo mismo, un compendio de volúmenes alternativos que parecen las fichas de un juego donde siempre te toca jugar a ti, al hombre, primitivo aún, desnudo en su propia naturaleza; a pesar de las alteraciones que su propia raza ocasiona como resultado de su expansión, aún tiene ese halo de inconsciencia sobre su cabeza. En este caso, vuelvo a ser yo, este yo solitario, infundido en su propio ego, acogido en la casualidad de los días, con un esparto en la boca; pero podría ser, que otro cualquier cayera como yo, sobre este tablero de juegos abstractos, de hecho, sé que otros muchos han caído como yo, los he visto pulular por estos lugares de paso.
Los caminos que recorren este escenario entre montes y campos de secano, dan lugar a uniones entre mágicos puntos, o lo que es lo mismo, conexionan ciudades, fincas, términos y propiedades. Por aquí pasa una carretera que va a parar al mar, la antigua Cieza-Mazarrón, por la Herrada, en dirección a Mula, y desde su asfalto, aún franquista, parten caminos que se ramifican hasta alcanzar lugares desiertos, que configuran estas superficies marginadas, donde se deposita el olvido sobre los duros terrones que dejan los arados, entre las huellas de tractores que parecen fantasmas envueltos en su polvareda, donde la misma sequía retuerce los más viejos almendros, las más estoicas oliveras y los pinos más sufridos de la tierra, entre ese lejano mar y esta cercana existencia.
Los transeúntes pasan por aquí ajenos a lo que ven, practicando el camino como una prueba de que existen. Es gente que no quiere jugar, que en una piedra, en una flor o en una hoja, no ven la clave para descubrir las añagazas del juego, y quedan como simples espectadores del paisaje, en la cuesta del camino, en el vaivén que les causa un bache en la amortiguación de sus vehículos, o en una de esas curvas donde, de repente, no se ve nada. Yo ya estaba allí desde hacía años, aunque al principio no jugara.
Me veía pasar también, tropezar o quedarme embobado. Pero este juego que aquí plantea la vida, un día, se inició delante de mí y, yo, como un niño, les pregunté a los jugadores: _ ¿Puedo jugar? No tardaron mucho en decirme que no. El mismo camino no quería, el primer almendro, el más florido, no quiso tampoco, y aquellos gusanos de la procesionaria que se unían en una interminable fila, formando el enorme círculo donde el juego se encerraba, y todos a una me negaron la participación. _ ¿Puedo jugar? _repetí. Pero me ignoraron. Pasó algún tiempo hasta que me di cuenta de que no era necesario pedir permiso, ni que me lo dieran, solo había que inmiscuirse, tocar, oler, participar de algún modo, hasta que aparecía en las manos la pieza que había que mover. Luego, los errores que se debían cometer causarían esa hilaridad necesaria para seguir viviendo, en este caso para seguir jugando. Errores que se acumulaban e iban edificando algún que otro acierto, revestido de alguna satisfacción, en algún rutilante pensamiento que te hacia ver más allá de esa disposición de las cosas, de esos aspectos que a simple vista solo eran brillos, sombras o destellos, de pasada o de huida, sin ganas de tener algo más que el recorrido, la ida y la vuelta y el olvido.
Así
llegué a ese venero como a una meta. Un barranco estrecho, una erosión
envolvente, puntos de fuga, formas y cielos, un rodeo de acebuches acogotados y
el perfil de los pliegues de las láguenas,
hasta el charco que forma el agua azufrosa de característico olor fétido.
Allí estaba el signo de aquella tierra, su sangre brotando entre las piezas que
cerraban el puzzle. Desde hacía mucho tiempo se utilizaba esta agua como
remedio curativo para la piel enferma, decían aquellos hombres que sustentaban la sabiduría popular de estos espacios. Hubo
alguien que vino de la mili con gonorrea y se curó con estas aguas. También me
contaron que muchas mujeres se habían quitado verrugas ahogándolas con la misma
agua. Botellas, cántaros y tarros hacia destinos lejanos. Medicina natural
olvidada en el mismo barranco donde nace, profundidad, encuentro y viaje. Ese
silencio, esa entidad que tiene la pendiente justa, la dirección descendente
hacia un lecho de una cuenca quebrada. Diques y cárcavas por la senda animal
hasta la cercana rambla y desde allí al río, y desde allí al mar.

Yo estuve en los ojos de
aquel torcazo que voló por última vez antes de que un cazador le disparara, uno
solo de los plomos del cartucho le alcanzó el pecho y sus alas no pararon de
volar hasta que el ave alcanzó el pino de la umbría donde se refugiaba, y allí murió,
posado sobre la llave que formaba la copa del árbol, cerca del nido donde
nació. Este es el final del juego, cuando terminan los barrancos y se abre la
llanura, cuando llega de repente el atardecer y decae la luz, y las sombras de
las sierras enfrían el aire. Cada vez es más tarde y, cuando de repente
anochece, otra partida de la vida termina en los ojos, con cierta tristeza, con
cierta avidez, y dejando la soledad, alejándome de ella, es como si volviera de
un mundo verdaderamente desierto al bullicio habitual; algo realmente necesario
para volver a la esperanzadora realidad.
Estas aguas azufradas de olor penetrante
nacen en un pequeño barranco cerca de la casa de la Blasa, en el paraje de la
Herrada, cerca de la rambla del Cárcabo. Tomando la carretera de Cieza a Mula, hay
que coger la pista que nace al pasar la casa del Tardío y seguir en dirección a
la finca de la fuente del Rey. Después de pasar varias fincas de almendros, se
llega a otra donde hay un plantel de jóvenes oliveras. La pista continúa
salvando un barranco. Esa sencilla depresión del terreno es la que nos
conducirá hasta el venero.
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