Pedro Diego Gil López
No hay fronteras ni líneas divisorias
en los espacios desiertos, ni la soledad se puede parcelar a pesar de que es
dada a generar cuantiosas desganas en el hombre. No hay límites rectilíneos en
la tierra que sigan una trayectoria inapelable a través de la desidia. No son
los tomillos que nacen en lo más agreste de estos terrenos, los que marcan
alguna diferencia genética para establecer un más allá o un más acá. Solo la
sociedad humana crea esas demarcaciones o territorios, esas separaciones que, en definitiva, solo valen para crear un
impedimento invisible; un hasta aquí o un hasta allí de anotaciones cartográficas,
dividiendo un espacio común en dos imágenes o en dos banderas.
Diferencias de
papel, distintas marcas de tinta y sellos con siglas contrapuestas que nada
tienen que ver con la uniformidad de las masas de pinos carrascos que se extienden
sin ninguna variabilidad, dando de sí la idéntica plaga de procesionaria que
los asola cíclicamente. Nadie se puede fiar de un trazo provisional que se hizo
sin concierto, ajeno a la olorosa verdad de la ajedrea y del espliego, ni nadie
en su cabal juicio trataría de delimitar las floraciones de los romeros. Ningún
experto podría demarcar el incesante pulular de las abejas en su labor
polinizadora, todas habitantes de un único reino.
Hasta aquí o hasta allí,
¡qué más da!... No tiene objeto. Todo da igual. Pretender recortar estos
parajes desiertos que me incumben y que son los espacios donde campea la más
pura soledad, es un verdadero imposible. Es impracticable establecer una
división que embargue una idea global afectando la superficie de una naturaleza
vilipendiada, en terrenos marginados heridos casi de muerte por un incesante
descuido. Rojas tierras, erosiones, pliegues y derrumbes, lugares llenos de
fósiles insospechados, caprichosas formas pétreas, madrigueras y nidos, las
huellas de incendios forestales que se nutren de los mismos descuidos.
El polvo está hecho por igual de escamas y plumas
desmenuzadas. Silencios ocultos en la niebla, desde infinitos miradores.
Vuelos, correrías y saltos componen la existencia, el devenir de las
estaciones, los círculos de las estrellas en las noches oscuras. Todo encerrado
en una superficie estereotipada en sí misma, en un universo coetáneo de un
tiempo imposible de predecir, vertido en un infinito que vuelve, que retrocede,
de forma que, lentamente, se minimiza hasta otro infinito inimaginable, o
imposible, que deja en un lugar intermedio, solitario y desierto, con un sinfín
de criaturas que se sienten bien aisladas, marginalmente ocultas en el destino
de su propia evolución. Y ya, parándose todo a mi alrededor, me doy cuenta que
todo está dentro de mi cabeza, que son solo opiniones mías, y piso con fuerza
el suelo, afirmo mis pies sobre la dura roca y espero a que la realidad me
abofetee la cara, y el viento, severo, me descubre aún más la profunda naturaleza.
Marabuntas
de hormigas que vienen a ser como la sangre de unas venas rotas. Unos viejos
pinos, uno o dos simples romeros, esos pequeños pájaros en el cielo. Y se ve un
vacío que de repente se llena. Una luz que se hace intensa, el aire que
acaricia la vegetación, el cielo que se limpia con las nubes que pasan y se
queda nítido. Una terrible simpleza cala en la mente, como la humedad en los
huesos. Cuando te das cuenta solo sientes una profunda tristeza.
Se nota la soledad cómo araña
la piel, cuando ésta es tan fuerte que le impide a la mente burlarla. La
soledad le imparte una estricta condena a la faz del paisaje, lo revierte a un
pasado que casi podría ser como este presente. La oportuna observación de un lagarto
ocelado me deja ver más allá de su disciplina.
Un lagarto que es como una llave
sobre un tronco seco, para poder abrir el mundo donde reside esta soledad
física. Además, la tibieza de los olores parece sorprenderme gratamente, como
si todo se percibiera por primera vez. Olores que disipan esa innata melancolía
que generan los espacios desiertos, mientras los trinos de una pareja de
alondras rompen la levedad del silencio.
Ya me muevo como pez en
el agua en ese espacio abandonado, irrecurrible, absurdo entre los pliegues de
viejos mapas, entre nombres descriptivos que ya nadie usa (El Saltador, Cuesta
Blanca, Pozo de la Melera, el cerro del Cocón). En las agrestes laderas, las
lilas flores de las centauras son como hermosas estrellas. El camino es un roce
de pies y, en los espartos, de manos. Perdices que hacen volar a los ojos del observador,
planean hasta alcanzar una oculta ladera. El monte parece moverse, todo en una misma
dirección, imperecedero y libre.
En los riscos agrestes sobresalen de las
cabras monteses, como grandes peces entre los pinos; corren y desaparecen entre
las olas de los barrancos. Una alerta que se queda en un renovado vacío, en un
sumar de silencios, de pasos arrastrados hasta la rambla que abre su cauce seco,
como si la naturaleza hubiera abierto en canal una culebra gigantesca y se
viera su corazón de reptil antiguo.
Desde
lo más hondo de esta tierra se percibe su pulso, avanzando por la rambla, que
es un camino distinto, atizado por una densidad de baladres, con marea de
flores rosadas que untan el áspero verde de sus hojas. Continúo por lo que es vereda
de ganados adscritos a un censo inacabable de majadas, como un zorro que busca
topos y conejos, hasta una de estas construcciones que el hombre levanta en
otro orden de razones.
Me topo con el primer puente enorme, tendido sobre la
rambla del Agua Amarga, del nuevo trazado de la línea ferroviaria
Cartagena-Madrid, llamada variante del Camarillas, que parece que antes de ser
útil a la velocidad férrea tiene que pagar tributo a la soledad reinante,
durante un periodo de tiempo incalculable, como si sufriera un encantamiento.
Puentes que permanecen en un tramo de obras sin terminar, que parecen estar
naturalizándose en el paisaje, que son un fantástico escenario donde se
representan las sombras de su propio arquetipo de la realidad. Paso por el
segundo puente, alterando la vida que le han dado las alegres cucalas, que han encontrado en el vuelo
de la obra los resquicios para instalar sus nidos, mientras el ruido de mis
pasos se expande en un eco artificial y a la vez, de inmediato, también naturalizado
por esa misma soledad que por ahora es su única dueña.
No mucho más allá empiezo a ver el
resquicio que marca el discurrir de la rambla, dónde está escondido el Pozo de
la Melera. Empiezo a ver cómo verdean los aladiernos, frescos y sutiles, entre
los troncos de los pinos que son sus veladores.
El pozo está semiderruido, es
circular y parece estar sobre un pedestal de roca. Se ve extraño que de él se
sacara agua. Profundas discurren ya las capas freáticas que antes afloraban tan
generosamente de la tierra, ahora con sus aguas extraídas con la virulencia de
las motobombas sumergidas en las profundidades de pozos técnicamente superiores.
Los mojones demarcan propiedades y cotos escribiendo sobre el perfil rocoso de
los pliegues geológicos mensajes breves que nadie comprende, mientras el cielo amplía
todo un relato de emociones. El entorno del pozo es como un pequeño limbo, de
un tiempo partido, de un territorio perpetuamente unido a pesar de las
catalogaciones. Y el pozo de la Melera, en sí mismo, es solo un vestigio de una
época desaparecida.
Al pozo de la Melera, o a lo que queda de él, se llega por la
pista forestal que va hacia la sierra de la Cabeza, tomando la dirección
señalada hacia el aljibe del mismo nombre y siguiendo la misma pista, hasta
cruzar por debajo el puente de la nueva variante del Camarillas. Está a unos
quinientos metros más allá, justo en el límite del término municipal de Cieza.
“En los
confines del termino con el de Cieza se encuentra la fuente llamada de la Melera,
cuya propiedad se suscitó entre dos pueblos diferentes, (Hellín y Cieza)
competencias hasta la concordia celebrada en marzo de 1831, donde se cortaron
las desavenencias, quedando común el aprovechamiento de su abrevadero.”
(Diccionario
geográfico-estadístico-histórico de España Volumen 9)
© Pedro Diego Gil López
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