sábado, 6 de febrero de 2016

EL CERRO DEL COCÓN Y EL POZO DE LA MELERA

                                                                                                                                                                                                        Pedro Diego Gil López
 No hay fronteras ni líneas divisorias en los espacios desiertos, ni la soledad se puede parcelar a pesar de que es dada a generar cuantiosas desganas en el hombre. No hay límites rectilíneos en la tierra que sigan una trayectoria inapelable a través de la desidia. No son los tomillos que nacen en lo más agreste de estos terrenos, los que marcan alguna diferencia genética para establecer un más allá o un más acá. Solo la sociedad humana crea esas demarcaciones o territorios, esas separaciones  que, en definitiva, solo valen para crear un impedimento invisible; un hasta aquí o un hasta allí de anotaciones cartográficas, dividiendo un espacio común en dos imágenes o en dos banderas. 


Diferencias de papel, distintas marcas de tinta y sellos con siglas contrapuestas que nada tienen que ver con la uniformidad de las masas de pinos carrascos que se extienden sin ninguna variabilidad, dando de sí la idéntica plaga de procesionaria que los asola cíclicamente. Nadie se puede fiar de un trazo provisional que se hizo sin concierto, ajeno a la olorosa verdad de la ajedrea y del espliego, ni nadie en su cabal juicio trataría de delimitar las floraciones de los romeros. Ningún experto podría demarcar el incesante pulular de las abejas en su labor polinizadora, todas habitantes de un único reino.                                                            
Hasta aquí o hasta allí, ¡qué más da!... No tiene objeto. Todo da igual. Pretender recortar estos parajes desiertos que me incumben y que son los espacios donde campea la más pura soledad, es un verdadero imposible. Es impracticable establecer una división que embargue una idea global afectando la superficie de una naturaleza vilipendiada, en terrenos marginados heridos casi de muerte por un incesante descuido. Rojas tierras, erosiones, pliegues y derrumbes, lugares llenos de fósiles insospechados, caprichosas formas pétreas, madrigueras y nidos, las huellas de incendios forestales que se nutren de los mismos descuidos.  
El polvo está hecho por igual de escamas y plumas desmenuzadas. Silencios ocultos en la niebla, desde infinitos miradores. Vuelos, correrías y saltos componen la existencia, el devenir de las estaciones, los círculos de las estrellas en las noches oscuras. Todo encerrado en una superficie estereotipada en sí misma, en un universo coetáneo de un tiempo imposible de predecir, vertido en un infinito que vuelve, que retrocede, de forma que, lentamente, se minimiza hasta otro infinito inimaginable, o imposible, que deja en un lugar intermedio, solitario y desierto, con un sinfín de criaturas que se sienten bien aisladas, marginalmente ocultas en el destino de su propia evolución. Y ya, parándose todo a mi alrededor, me doy cuenta que todo está dentro de mi cabeza, que son solo opiniones mías, y piso con fuerza el suelo, afirmo mis pies sobre la dura roca y espero a que la realidad me abofetee la cara, y el viento, severo, me descubre aún más la profunda naturaleza.          
 Marabuntas de hormigas que vienen a ser como la sangre de unas venas rotas. Unos viejos pinos, uno o dos simples romeros, esos pequeños pájaros en el cielo. Y se ve un vacío que de repente se llena. Una luz que se hace intensa, el aire que acaricia la vegetación, el cielo que se limpia con las nubes que pasan y se queda nítido. Una terrible simpleza cala en la mente, como la humedad en los huesos. Cuando te das cuenta solo sientes una profunda tristeza.
Se nota la soledad cómo araña la piel, cuando ésta es tan fuerte que le impide a la mente burlarla. La soledad le imparte una estricta condena a la faz del paisaje, lo revierte a un pasado que casi podría ser como este presente. La oportuna observación de un lagarto ocelado me deja ver más allá de su disciplina. 


Un lagarto que es como una llave sobre un tronco seco, para poder abrir el mundo donde reside esta soledad física. Además, la tibieza de los olores parece sorprenderme gratamente, como si todo se percibiera por primera vez. Olores que disipan esa innata melancolía que generan los espacios desiertos, mientras los trinos de una pareja de alondras rompen la levedad del silencio.    
Ya me muevo como pez en el agua en ese espacio abandonado, irrecurrible, absurdo entre los pliegues de viejos mapas, entre nombres descriptivos que ya nadie usa (El Saltador, Cuesta Blanca, Pozo de la Melera, el cerro del Cocón). En las agrestes laderas, las lilas flores de las centauras son como hermosas estrellas. El camino es un roce de pies y, en los espartos, de manos. Perdices que hacen volar a los ojos del observador, planean hasta alcanzar una oculta ladera.  El monte parece moverse, todo en una misma dirección, imperecedero y libre. 


En los riscos agrestes sobresalen de las cabras monteses, como grandes peces entre los pinos; corren y desaparecen entre las olas de los barrancos. Una alerta que se queda en un renovado vacío, en un sumar de silencios, de pasos arrastrados hasta la rambla que abre su cauce seco, como si la naturaleza hubiera abierto en canal una culebra gigantesca y se viera su corazón de reptil antiguo.       
Desde lo más hondo de esta tierra se percibe su pulso, avanzando por la rambla, que es un camino distinto, atizado por una densidad de baladres, con marea de flores rosadas que untan el áspero verde de sus hojas. Continúo por lo que es vereda de ganados adscritos a un censo inacabable de majadas, como un zorro que busca topos y conejos, hasta una de estas construcciones que el hombre levanta en otro orden de razones. 


Me topo con el primer puente enorme, tendido sobre la rambla del Agua Amarga, del nuevo trazado de la línea ferroviaria Cartagena-Madrid, llamada variante del Camarillas, que parece que antes de ser útil a la velocidad férrea tiene que pagar tributo a la soledad reinante, durante un periodo de tiempo incalculable, como si sufriera un encantamiento. Puentes que permanecen en un tramo de obras sin terminar, que parecen estar naturalizándose en el paisaje, que son un fantástico escenario donde se representan las sombras de su propio arquetipo de la realidad. Paso por el segundo puente, alterando la vida que le han dado las alegres cucalas, que han encontrado en el vuelo de la obra los resquicios para instalar sus nidos, mientras el ruido de mis pasos se expande en un eco artificial y a la vez, de inmediato, también naturalizado por esa misma soledad que por ahora es su única dueña.      
No mucho más allá empiezo a ver el resquicio que marca el discurrir de la rambla, dónde está escondido el Pozo de la Melera. Empiezo a ver cómo verdean los aladiernos, frescos y sutiles, entre los troncos de los pinos que son sus veladores. 


El pozo está semiderruido, es circular y parece estar sobre un pedestal de roca. Se ve extraño que de él se sacara agua. Profundas discurren ya las capas freáticas que antes afloraban tan generosamente de la tierra, ahora con sus aguas extraídas con la virulencia de las motobombas sumergidas en las profundidades de pozos técnicamente superiores. Los mojones demarcan propiedades y cotos escribiendo sobre el perfil rocoso de los pliegues geológicos mensajes breves que nadie comprende, mientras el cielo amplía todo un relato de emociones. El entorno del pozo es como un pequeño limbo, de un tiempo partido, de un territorio perpetuamente unido a pesar de las catalogaciones. Y el pozo de la Melera, en sí mismo, es solo un vestigio de una época desaparecida.
Al pozo de la Melera, o a lo que queda de él, se llega por la pista forestal que va hacia la sierra de la Cabeza, tomando la dirección señalada hacia el aljibe del mismo nombre y siguiendo la misma pista, hasta cruzar por debajo el puente de la nueva variante del Camarillas. Está a unos quinientos metros más allá, justo en el límite del término municipal de Cieza.                                                                                  
En los confines del termino con el de Cieza se encuentra la fuente llamada de la Melera, cuya propiedad se suscitó entre dos pueblos diferentes, (Hellín y Cieza) competencias hasta la concordia celebrada en marzo de 1831, donde se cortaron las desavenencias, quedando común el aprovechamiento de su abrevadero.”
                (Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España Volumen 9)

 © Pedro Diego Gil López

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