Jesús A. Salmerón Giménez
El día que las fuerzas más oscuras de este país, que se
nutren del odio y la destrucción que perduran siempre en la entraña de esta España
parda y hosca, como víboras en la charca pútrida, se desataron y otras vez
volvieron a aflorar los espadones decimonónicos, los atrabiliarios bigotes y
tricornios, y otra vez tomaron con
chulería e impunidad el Congreso, y de nuevo un país entero, con los cojones en
la garganta, fue rehén de la intolerancia y el fanatismo…, estaba yo
departiendo con mi amigo El Sevillano en la plaza de abastos de Cieza, en la
lonja, en la que él trabajaba a sueldo de sus tíos, como aprendiz de asentador
de frutas y hortalizas (oficio y negocio al que se dedicaría los próximos treinta y cinco años), como antaño hiciera mi abuelo -el que fue alcalde accidental de
Cieza- con el suyo –fundador de la noble dinastía de lonjeros-, según contaba
la fuente viva de su padre, que decía emocionarse al vernos hablar como otrora
Lorenzo El Marrají y Pascualico El Pata,
prueba irrefutable del mito del eterno retorno, o de la continuidad y
repetición del mundo en los pueblos, en los que perduran los mismos oficios y
las mismas familias de siempre, desde tiempos inmemoriales, como en la nunca
extinguida del todo Edad Media, en la que el ritmo de la vida lo marcaba el
paso circular de las estaciones, y el tiempo de cada día transcurría pausado, manso en las agujas de
los relojes de sol o en las campanas de las iglesias, y la gente no se alejaba
de sus comunidades si no era en la leva de soldados, como carne de cañón.
Allí estábamos los dos, en nuestra tertulia de siempre, que,
a pesar del tiempo que transcurriera, reanudábamos invariablemente en el punto
donde habíamos dejado la anterior, y ya versara el tema de mujeres o política
(los más habituales), siempre punteábamos de risas y chascarrillos la
conversación, sin que nos incordiaran la interrupciones de los agricultores o
el trasiego de cajas de frutas y verduras, que, ayudándose con la carretilla,
llevaba a cabo mi amigo Lorenzo (tan alto como yo -con la misma tendencia a
inclinar levemente los hombros: al igual que Félix, también de la misma altura:
cuando andábamos juntos, aunque esos tiempos ya habían quedado atrás, dando
vueltas en la Plaza
de España, centro neurálgico del ligue en Cieza, nos apodaban, en un guiño con
mala uva al nombre de un famoso trío musical suramericano, Los Gansos). Pero
aquel día todo fue diferente, su padre vino trastornado adonde estábamos: “que han dao un golpe de estao, y han tomao
el Congreso, lo acabo de escuchar en la radio. Cierra el puesto y vamos para la
casa, hijo. Tú, Jesús, haz lo mismo”. Cuando asomó una media sonrisa
irónica en nuestros labios jóvenes, no maleados todavía por la vida: el viejo
Marrají, casi colérico, nos dijo: “pero ¿sois tontos? ¿No sabéis lo que estos hjoputas os pueden hacer? Anda, dejadlo
ya, y cada mochuelo a su olivo”. Y no sabía la razón que tenía. Según me
contaría días después un amigo, que se encontraba en el otro lado de la
frontera ideológica pero en el mismo lado del río en la amistad, mi nombre
estaba escrito (“temblando en un papel”) en una lista que habían confeccionado (con fruición) los fachas
locales, quienes habían sacado sus herrumbrosas pistolas de nadie sabía dónde
y acudido con ellas a la casa cuartel de
la Guardia Civil
para ofrecer sus (siniestros) servicios.
No puedo contar, como tantos españoles, nada heroico de
aquella sórdida noche. Cometí el error (o tal vez fuera una suerte) de acudir a
mi casa, pues ya no pude salir de allí: mi madre se atravesó en la escalera,
aún recuerdo su noble rostro, en ese momento desencajado, como una heroína de
cine mudo, impidiendo que partiera su hijo a una muerte segura; y a pesar de mi
decidida oposición (estoy imaginando algunas sonrisas), me dijo que sólo
saldría a la calle por encima de su cadáver. Y al final di mi brazo a torcer, y
llamé por teléfono a algunos amigos que se habían quedado también en sus casas
-otros, más valientes, se encontraban merodeando por las calles, aunque también
desorientados y temerosos, sin saber bien qué hacer; y algunos de los
concejales socialistas del Ayuntamiento se habían ido a enterrar los archivos a
la Atalaya ,
otro tesoro inhumado en la montaña sagrada. Ahora, muchos años después,
recuerdo esa noche funesta, que estuvo poblada de tantas incertidumbres, con
restos de terror y angustia, pero también con un asco extremo, visceral, por
todos los salvapatrias, los canallas
que, armados de sus pistolas y su rancia ideología, han pisoteado secularmente
a las gentes de este país, enemigos sempiternos de la libertad y de la alegría.
Y soy consciente de que, si se llega a triunfar el golpe, en este país se
hubiera producido una nueva masacre, otro de los terribles holocaustos que tan
regularmente anegan de sangre el árido y devastado suelo de nuestra patria.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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