martes, 23 de febrero de 2016

EL 23-F, 35 AÑOS DESPUÉS. UN RECUERDO PERSONAL

                                                                                                
                                                                                      Jesús A. Salmerón Giménez

El día que las fuerzas más oscuras de este país, que se nutren del odio y la destrucción que perduran siempre en la entraña de esta España parda y hosca, como víboras en la charca pútrida, se desataron y otras vez volvieron a aflorar los espadones decimonónicos, los atrabiliarios bigotes y tricornios, y otra vez  tomaron con chulería e impunidad el Congreso, y de nuevo un país entero, con los cojones en la garganta, fue rehén de la intolerancia y el fanatismo…, estaba yo departiendo con mi amigo El Sevillano en la plaza de abastos de Cieza, en la lonja, en la que él trabajaba a sueldo de sus tíos, como aprendiz de asentador de frutas y hortalizas (oficio y negocio al que se dedicaría los próximos treinta y cinco años), como antaño hiciera mi abuelo -el que fue alcalde accidental de Cieza- con el suyo –fundador de la noble dinastía de lonjeros-, según contaba la fuente viva de su padre, que decía emocionarse al vernos hablar como otrora Lorenzo El Marrají y  Pascualico El Pata, prueba irrefutable del mito del eterno retorno, o de la continuidad y repetición del mundo en los pueblos, en los que perduran los mismos oficios y las mismas familias de siempre, desde tiempos inmemoriales, como en la nunca extinguida del todo Edad Media, en la que el ritmo de la vida lo marcaba el paso circular de las estaciones, y el tiempo de cada día  transcurría pausado, manso en las agujas de los relojes de sol o en las campanas de las iglesias, y la gente no se alejaba de sus comunidades si no era en la leva de soldados, como carne de cañón.
 

Allí estábamos los dos, en nuestra tertulia de siempre, que, a pesar del tiempo que transcurriera, reanudábamos invariablemente en el punto donde habíamos dejado la anterior, y ya versara el tema de mujeres o política (los más habituales), siempre punteábamos de risas y chascarrillos la conversación, sin que nos incordiaran la interrupciones de los agricultores o el trasiego de cajas de frutas y verduras, que, ayudándose con la carretilla, llevaba a cabo mi amigo Lorenzo (tan alto como yo -con la misma tendencia a inclinar levemente los hombros: al igual que Félix, también de la misma altura: cuando andábamos juntos, aunque esos tiempos ya habían quedado atrás, dando vueltas en la Plaza de España, centro neurálgico del ligue en Cieza, nos apodaban, en un guiño con mala uva al nombre de un famoso trío musical suramericano, Los Gansos). Pero aquel día todo fue diferente, su padre vino trastornado adonde estábamos: “que han dao un golpe de estao, y han tomao el Congreso, lo acabo de escuchar en la radio. Cierra el puesto y vamos para la casa, hijo. Tú, Jesús, haz lo mismo”. Cuando asomó una media sonrisa irónica en nuestros labios jóvenes, no maleados todavía por la vida: el viejo Marrají, casi colérico, nos dijo: “pero ¿sois tontos? ¿No sabéis lo que estos hjoputas os pueden hacer? Anda, dejadlo ya, y cada mochuelo a su olivo”. Y no sabía la razón que tenía. Según me contaría días después un amigo, que se encontraba en el otro lado de la frontera ideológica pero en el mismo lado del río en la amistad, mi nombre estaba escrito (“temblando en un papel”) en una lista que habían confeccionado (con fruición) los fachas locales, quienes habían sacado sus herrumbrosas pistolas de nadie sabía dónde y  acudido con ellas a la casa cuartel de la Guardia Civil para ofrecer sus (siniestros) servicios.

No puedo contar, como tantos españoles, nada heroico de aquella sórdida noche. Cometí el error (o tal vez fuera una suerte) de acudir a mi casa, pues ya no pude salir de allí: mi madre se atravesó en la escalera, aún recuerdo su noble rostro, en ese momento desencajado, como una heroína de cine mudo, impidiendo que partiera su hijo a una muerte segura; y a pesar de mi decidida oposición (estoy imaginando algunas sonrisas), me dijo que sólo saldría a la calle por encima de su cadáver. Y al final di mi brazo a torcer, y llamé por teléfono a algunos amigos que se habían quedado también en sus casas -otros, más valientes, se encontraban merodeando por las calles, aunque también desorientados y temerosos, sin saber bien qué hacer; y algunos de los concejales socialistas del Ayuntamiento se habían ido a enterrar los archivos a la Atalaya, otro tesoro inhumado en la montaña sagrada. Ahora, muchos años después, recuerdo esa noche funesta, que estuvo poblada de tantas incertidumbres, con restos de terror y angustia, pero también con un asco extremo, visceral, por todos los salvapatrias, los canallas que, armados de sus pistolas y su rancia ideología, han pisoteado secularmente a las gentes de este país, enemigos sempiternos de la libertad y de la alegría. Y soy consciente de que, si se llega a triunfar el golpe, en este país se hubiera producido una nueva masacre, otro de los terribles holocaustos que tan regularmente anegan de sangre el árido y devastado suelo de nuestra patria.

  © Jesús A. Salmerón Giménez


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