Pedro Diego Gil López
Hay una historia del agua oculta en la tierra, un relato de nacimientos y fuentes, de encauzamientos y entubados, de albercas y embalses; un discurrir humano, agrícola y provechoso, que ha ido dando luz a la vida y creando aquellas sabias costumbres que el tiempo se ha ido llevando en la memoria de aquellas generaciones que las adoptaron para su supervivencia.
No obstante, hablo de hermosos rincones, de huertas ya abandonadas, donde sobreviven prodigiosos vegetales, y no de esos latifundios de monocultivos que han invadido las grandes extensiones, artificialmente creadas, que se irrigan con aguas muy lejanas. Esta historia del agua, es una historia local, casi personal, que se amplía con vivos acontecimientos aún futuros. Es también el cuento de los granados perdidos, es la poesía de los membrilleros solitarios, esos relatos que aún dictan las frondosas higueras con las que soñaron nuestros abuelos en los tiempos del hambre, y sobre todo, son un auténtico compendio de vida capitulado en cada vieja olivera que subsiste, dando cada año su fruto, un maná para las aves. Es un resistir de olmo centenario, de acacias que rebrotan y rebrotan de sí mismas, o de esas carrascas que el hombre olvidó talar.
Es
un discurrir de hilillos, un cúmulo de goteos que se van uniendo en la
oscuridad a través de las rocas calizas y margas, que bullen entre la tierra
hasta que surge el afloramiento, y se crea ese espacio húmedo, imposible ya de
apaciguar, porque la vida lo alborotará para siempre. Quiero retener ese caño continuo,
inacabable, como la luz, de despertares, soñando entre perspectivas acuáticas.
Quiero llenarme las manos de agua, de esa agua recién nacida, y echármela a la
cara. Lo haré siempre después de una larga caminata por esos iniciáticos
lugares, donde un suave silencio es armonizado por ese chorro de agua dulce,
que tamborilea sobre su alegre poza, escapándose por un aliviadero con un
sonido de castañuelas, para correr al compás por aquella aflautada cañería de
barro antiguo, que llega a un final, con un acorde de alberca. Quiero beber esa
sinfonía del agua y saciar mi sed humana.
Aquí
estoy, junto al chorro de agua fresca. Allí me encuentro ya, ¡hace tanto
tiempo! Estoy en ese continuo discurrir, en una tierra verde de abundancia, con
el objeto de la plenitud en la frente, aclarando la vista para contemplar los
duros entornos, a la par que se diluyen las gotas que salpica el agua. Me
encuentro con la mente en blanco, esperando una motivación para definir, nada
menos, que el trascurrir de la vida, tratando de verle un sentido implícito. Un
sentido que solo el agua puede darme, pero que, a la vez, escapa, sin que pueda
retenerlo, y como el agua, continua diluyéndose en el inicio de la idea y, así,
se lleva mis pensamientos, como una hoja seca que cae sobre la corriente.
Estoy
sentado al borde de esta alberca con un fondo de algas esmeraldas, y esto es lo
que presiento, me alegro de ello, soy sincero conmigo mismo, estoy en un
manantial eterno. Aquí podría morir y no sentiría la muerte, porque un croar de
ranas, perfecto, no para de invitarme a vivir. Estoy en la Fuente del Rey, como
suena.
–¡Fuente, un rey me siento! –exclamo.
El
enorme murmullo del agua viene de un
pozo en galería con lumbreras, excavado en tiempos inmemoriales, y brota como
la más fresca de las fragancias naturales. Surge a unos cien metros,
aproximadamente, bajo una viva roca, que escurre el líquido hasta un charco.
Este depósito natural se colmata y el líquido no para de emerger. El hombre la
canalizó a escuadra, le dio luz, y el agua le dio vida al hombre; a ese yo
perpetuo, continuo, que ha saciado su sed milenaria, su angustia primitiva, la
avaricia de su alma y con la que ha mitigado sus miedos.
Así
discurre el tiempo, aquí, como chorrea el agua, en estos espacios que aún hay
que descubrir. Lástima que no podamos acumularlo el tiempo cómo las albercas
hacen con el agua. Se nos va de las manos, vuela. Solo podemos beberlo, como el
agua, hasta ahogarnos en él.
¿Cuánta
agua bebí de estas fuentes? Chorros de agua que discurren por mí como yo por la vida. Aquí sentado en el borde
de esta alberca, junto a la encina inspiradora.
¡Cómo pasa el tiempo! Aquí estaré hasta que la tierra lo oculte todo y
todo se vuelva del revés. Cuando este manantial se oculte, yo estaré aún aquí
para volver a escavar y descubrirlo. Un hecho repetitivo, uniforme,
prolongándose en el tiempo y en la vida de los hombres que se perpetúan a sí
mismos, uno tras otro, aquí sentados, en los siglos, contemplando quizás el
mismo paisaje y pensando lo mismo, mientras el agua armoniza la vida con sus
murmullos.
Aquí
beberán esos asnos cíclicos que llevan en sus grupas el mundo, se saciaran con
el agua las cabras del futuro, se empancinarán los ciervos mientras ven la Luna
reflejada en su alberca eterna. Todos los animales mitológicos tendrán aquí su
idílico abrevadero del tiempo. Y los
pastores, sesgados por las costumbres del agua, seguirán remontando la vida,
llevando a cuestas todas las voluntades humanas entre los pinares de la sierra.
Soñaran, quizás, con un beso de agua, con
el agua de los besos que habrán de beber.
Esta
es la fuente, de aquí salen los suspiros de las más naturales creencias sobre
la vida, porque aquí se producen las mejores vinculaciones con el pensamiento,
en forma de connotaciones esotéricas, y se fabrican las provocaciones
humanas donde la imaginación consigue despegar de la oscuridad y volar. Es la
fuente que habla, que dice que los sueños son esos ríos que el agua que bebemos
genera, los que transitan en nuestra sangre, y de su riqueza se nutre nuestro
cerebro. No puede ser de otra manera. ¿Qué porcentaje de agua hay en
nosotros?... Seamos entonces del agua más pura. Habrá que respetar esas
surgencias de agua que tan voluntariosamente demandamos. La gran calidad de
nosotros mismos y nuestra pureza están en juego.
Hoy
he saltado de fuente en fuente, como en un juego, pero ha sido un juego
truncado. Al llegar a una de ellas he sentido dolor, porque estaba muerta, tan
muerta como su caño que baja de la sierra, tan agotada como el agua de su
alberca, y no le he podido encontrar explicación. No hace tanto tiempo que
sentí el chorro de vida de la sierra del Oro caer entre mis manos. No hace
tanto que vi su gran alberca rebosando. Y el recuerdo, que aún ve brotar la
frescura de unas aguas sin igual, hace que la realidad sea el producto más
amargo de un presente, verdaderamente, preocupante. La fuente del Madroñal ya
no produce su música, ni nos entrega tan bondadosamente su sinergia vital, y
las causas tendré que buscarlas entre el cúmulo de desidias, enquistadas en
nuestra absurda localidad, en nuestro fatal evolucionismo y nuestra inaptitud
colectiva. Este es el reproche que empaña la visión de las fuentes y su
historia, la pena de los entornos en este insensato presente. Sin embargo,
vuelvo a saltar, para sentir la alegría del día, la necesito, y la Fuente del
Rey prevalece, resiste y cierra aún ese círculo de vida, llegando al kilómetro
diez de la carretera de Cieza a Mula, entre las curvas de un asfalto de otra
época. Y podrá prevalecer dependiendo de nuestras manos, de nuestro tesón y
solo de nuestro respeto, durante el tiempo que deseemos.
© Pedro Diego Gil López
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