viernes, 18 de diciembre de 2015

DOCE GRAMOS DE ALEGRÍA, UN MAR DE LIBROS


   Jesús A. Salmerón Giménez

Se lee por el esplendor, como quiere Emerson, y esa prodigiosa cualidad es la que he encontrado, a lo largo de 2015, en esto libros que ahora te propongo, caro lector de Notas: a veces solo han sido esquirlas de belleza o un brillo que han saltado desde el fondo de una historia o de la magnificencia de la prosa, pero que han bastado para herirme como espadas de dulzura en la noche o meterse dentro de mi cabeza y acompañarme durante el día, deliciosamente, como un viejo amigo con el que mantenemos la más libre de las conversaciones. Son libros magníficos, cada uno a su manera, que me han conmovido en este breve, fugaz año que termina y que, como siempre, nos ha ido dejando los mejores dones de la vida y las más tristes de las ausencias. Aquí los tienes, amiga, amigo, torpemente comentados, pero siempre de forma genuina e intentando comunicarte la experiencia, la inefable emoción que produce la lectura de los buenos libros.

Feliz y próspero año 2016. Leyendo y, al tiempo, caminando.


* El marciano, de Andy Weir. Empecé el año por las nubes. Aunque no frecuento mucho la ciencia ficción (reflexionar sobre nuestro mundo y los posibles futuros que nos esperan), esta novela me enganchó desde Sol 6: una maravillosa vuelta de tuerca de La isla misteriosa de Verne y también del Robinson Crusoe, pero en un paisaje inhóspito, extremo, como es el planeta Marte. Una intensa y estimulante historia de supervivencia, brillantemente construida, con un suspense sorprendente. La lucha por sobrevivir en soledad, desde la ciencia y la inteligencia, lo que no le resta ni un ápice de épica. Y todo con el humor  del protagonista que se hace indispensable en una situación tan hostil y extrema como la que está viviendo. (Después vería la magnífica versión de Ridley Scott, pero esa es otra historia).


* El balcón en invierno, de Luis Landero. Con un lenguaje claro y certero (experto alquimista de las palabras: conoce su  peso exacto y multiplica su valor en precisas y sabias combinaciones), nos asoma al balcón de la vida: sus años de aprendizaje entre la remota Extremadura rural de los 50 y el Madrid de los 60 (rompeolas de la emigración masiva del campo a la ciudad de aquellos años). Deja memoria de su vida y de la de sus mayores: gentes sencillas, pero prodigiosas; de unos tiempos sombríos, pero también mágicos: Cada recuerdo que destila su pluma es un portento, por como lo cuenta y por lo contado: debajo de su estilo sobrio y limpio, late la imaginación desbocada de su fantástica abuela Frasca, que le enseñó los arcanos y los ritmos de la narración oral. Más que una novela, pura vida.


* Montaigne, de Stefan Zweig. Unos buenos (y generosos) amigos, que conocen mi fervor por Montaigne, me regalaron este espléndido libro, que me leí en el tiempo que se pela una patata, seducido por la hermosa y las perspicaces reflexiones de  Stefan Zweig, uno de los grandes de la literatura centroeuropea de entreguerras, quien, huyendo del terror nazi y todo lo que representó (símbolo de una sociedad cada vez más brutal y gregaria), fijó su atención en el Montaigne que, en unas trágicas circunstancias similares, supo salvar su independencia y preservar su libertad. Y el perigordiano se convierte, en esa hermandad de destino, para el fascinante escritor que es Zweig, en mi hermano indispensable, en mi amigo, mi amparo y mi consuelo. La mejor introducción a la lectura de Los ensayos, en los que habita la voz adictiva y amigable de Montaigne.


* Órdenes sagradas, de John Banville. Benjamin Black, el otro yo de Banville, nos regaló una nueva entrega de la prodigiosa serie de novela negra protagonizada por el doctor Quirke, nuestro patólogo de cabecera. En este nuevo caso de la legendaria saga, el curioso y perspicaz forense, más confuso y desorientado que nunca, camina con paso seguro hacia el desastre. La mente de Quirke –en medio de una trama intrincada y particularmente oscura-es el verdadero misterio: Este grandullón, y gran bebedor, con su aire atormentado y perdido en el neblinoso Dublín de los 50, nos seduce una vez más. Sin duda, la deliciosa prosa de Banville (armada frase a frase: exquisito orfebre de las palabras), su magnético poder narrativo tienen algo que ver en ello.  Es el sexto libro de la serie, y espero que siga durante mucho, mucho tiempo...


* Tarde o temprano, de José Emilio Pacheco. Una de las mayores felicidades que me deparó el año fue la lectura de Tarde o temprano -el volumen que recoge toda la obra poética de José Emilio Pacheco-, uno de libros más generosos e inquietantes que he leído en mi vida, me acompañó durante meses: a veces me producía  un efecto plácido o sedante, otras me impactaba como un meteorito, pletórico de incesantes e inagotables sorpresas. En momentos difíciles encontré  consuelo (los días me parecieron menos grises, duros, amargos); en los momentos mejores, su lectura multiplicó mi felicidad (la vida mejoraba con su lectura). Es un  libro intenso, genuino, pletórico de espiritualidad, naturaleza y sentimiento, preñado de lirismo y sentido del humor, compromiso social, ironía, amor por la literatura, por los animales, por la música...


* El Hambre, de Martín Caparrós. Desde las primeras y dramáticas líneas (describe como una mujer, en un hospital de Níger, carga a su hijo a la espalda para llevarlo de regreso a casa. El chico está muerto: muerto por hambre), un escalofrío recorre el alma lector, y no nos abandona ya en esta noche oscura del hambre -solo iluminada por súbitos relámpagos de rabia, que estremecen a quienes se abisman en la lectura de este insólito y durísimo libro de Martín Caparrós. El hambre no es una estadística, el hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El tema no es el hambre, son las personas. Y estas personas habitan -(mal) viven y mueren- a lo largo de las seiscientas escalofriantes páginas de este libro valiente, incómodo, apasionado, necesario. La crónica y la exploración del mayor fracaso humano: se mueren 25.000 personas cada día por hambre.


* Casa Desolada, de Charles Dickens. Con las lluvias de abril y el sol de mayo atravesaba Murcia, a velocidad de crucero, en busca de la promesa de felicidad de Casa Desolada, de la espléndida compañía de Dickens. No es una  de sus novelas más conocidas, pero sí la más memorable. Se inicia con la historia tortuosa, kafkiana, de un proceso judicial que no se resuelve nunca y termina abarcando toda la ciudad del Londres decimonónico, el ciclo completo de la vida, el universo entero. La maestría técnica, la ambición narrativa, los elementos del folletín, el moralismo, el sentimentalismo, la comicidad deslumbrante y también las preocupaciones sociales en una época de intensa industrialización y profundos cambios sociales. Todo Dickens está en Casa Desolada, el mejor Dickens, la grandeza de Dickens. 


* La biblioteca del capitá Nemo, de Per Olov Enquist. En una sala de un hospital, dos mujeres de una misma aldea dan a luz a un niño. Seis años después se descubre que por un error, las madres se llevaron a casa el recién nacido equivocado. Este punto de partida le sirve a Per Olov Enquist para elaborar, como un orfebre de la palabra, esta joya literaria: un perfecto ensayo narrativo sobre los sentimientos, sobre el sentido de la vida, sobre la infancia (es difícil contar las infancias, "porque no tenemos una sola infancia, felizmente varias, y ahí están todas para gozo del lector"). Un retrato profundo, desolador, auténtico, hermoso, de la condición humana. Su lectura supuso para mí una revelación. Acabé de leerlo una noche tórrida del eterno verano murciano, y al cerrar el libro añoraba ya su lectura, como a esa aurora boreal que se desvanece al final de La biblioteca del capitán Nemo. Sospecho que voy seguir leyendo a Per Olov Enquist, a perpetuidad.


* La librería ambulante, de Christopher Marley. Una novela corta, deliciosa, ligera, que nos pasea en un carromato legendario (¡espléndida road movie!), cargado de libros, por los rurales Estados Unidos de principios del siglo pasado. Esta historia optimista, vibrante, es un bálsamo para el alma. Se lee con una sonrisa y se degusta despacio, como los buenos vinos: las frases, los carismáticos personajes (Helen y Roger), los paisajes idílicos, las (surrealistas) situaciones en el marco del maravilloso paisaje de Nueva Inglaterra. Una historia llena de encanto y alegría. La lectura de un clásico en siempre un descubrimiento: lejos de envejecer, nos sigue conmoviendo, nos toca de lleno, aun pasados cien años, como es el caso de esta pequeña joya de la literatura: Resultó una  lectura fresca para los ardientes días de verano, sobre todo en mi caso que, tras salir del túnel de algunos libros indolentes y grises, necesitaba ver la luz al final del libro, recuperar el bendito placer de leer.


* Pecados originales, de Rafael Chirbes. La lectura (tardía) de Crematorio, de Rafael Chirbes, marcó un hito en mi vida de lector. Sin embargo, sus primeras novelas -cortas, maravillosas- La buena letra y Los disparos del cazador, agrupadas en un volumen titulado Pecados originales- me han parecido todavía mejores. De esta forma, con la llegada del otoño,  caí en los sencillos, hondos abismos de pasión de Ana, en el final de la guerra y el principio de la derrota, los trabajos y los días por mantener la dignidad en los tiempos -sin corazón-, sombríos del franquismo. Y caminé junto a Carlos, en la larga marcha de su ascenso social, cargado de traiciones, sus infamias, el dinero amasado en las arenas movedizas de la corrupción. Un díptico de lucidez deslumbrante, un gran regalo para el lector, uno de esos que perduran, inolvidables. Hasta siempre, maestro.


* Arenas movedizas, de Henning Mankell. En esta conmovedora autobiografía, Mankell nos cuenta el inicio de su enfermedad y su evolución, entreveradas con historias -fogonazos secos, maravillosos, memorables- de su vida. Este hombre, que  nos narró como nadie las penurias del estado de bienestar y puso en el mapa mundial la integración de los inmigrantes y la violencia de género, a través del atormentado inspector Wallander, quiso compartir también con nosotros, al final de su vida, el proceso letal de su enfermedad, su desasosiego, su angustia. Y también, lejos por completo de los llamados libros de autoayuda, nos muestra su valeroso ejemplo de como enfrentar la temible enfermedad, a través de los libros y los recuerdos. Varios días después de finalizar la lectura,  conocí la triste noticia de su muerte. Descanse en paz.


* El arte de la fuga, de Vicente Valero. En este admirable libro, el poeta ibicenco Vicente Valero nos muestra un recorrido íntimo de la fuga (muerte, locura y desdoblamiento) de los tres inmensos poetas: Juan de la Cruz (s. SVI), Friedrich Hölderlin (s. XIX) y Fernando Pessoa (s. XX). En el camino (de perfección) que emprenden se van dejando jirones de su alma, hasta la aniquilación personal: es el precio que paga el artista que persigue la esencia del arte, de la belleza. Nosotros, a un lado del camino, los acompañamos en la extraordinaria búsqueda, embelesados, de frase en frase -cada una, pequeña obra de arte o "soledad infinita"-sin aliento, hasta el final de la escapada, contemplándolo todo con un respeto profundo, estremecidos por la emoción y la belleza y con la impresión de haber asistido a un prodigio.

© Jesús A. Salmerón Giménez

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