Jesús A. Salmerón Giménez
“Cuando
los tres nos conocimos al inicio de nuestras vidas y, empujados por una fuerza
desconocida, nos agarramos de la mano y juramos no separarnos nunca. Ninguno
preguntó por la riqueza y las posesiones de sus nuevos amigos. Lo que
buscábamos era el valor del corazón y de la mente y, sobre todo, aquel futuro
tan atractivo que nuestra juventud nos ofrecía ante nuestros ojos”. Zola
a Baille, 1860
En
el verano de 1975, el dictador no se había convertido todavía en la terminal de
una computadora (la lucecita que, en El Pardo, velaba por España sería barrida
unos meses más tarde por el ventarrón de la Historia: algún rescoldo queda de
aquellos años de infamia); en el país,
la llama del cambio político prendía en todos los corazones limpios y la
inmensa minoría seguíamos la poderosa llamada de Blas de Otero, que decía más o
menos así: “…recorre España, caminando o en tren, sal y entra en las aldeas,
villas, ciudades, acodándote en el pretil de un puente, atravesando una
espaciosa avenida, escuchando la escueta habla del labriego o el tráfago
inacorde de las plazas y calles populares” (para nuestra generación, fue como
el grito de Horace Greeley: “Vete al Oeste, joven”).
Yo,
joven comunista, con ínfulas de literato, no me fui al Far West, sino a
Orihuela, donde se encontraba la casa en la que nació y vivió el poeta Miguel
Hernández, que habría de ser nuestro santo rojo: Allí sufrió Miguel persecución
por la justicia e inició a su personal vía crucis: prisión (vejaciones,
humillaciones y torturas), enfermedad y muerte.
La
casa, una edificación sencilla y tradicional de dos plantas, con una pequeña
explotación ganadera, está situada en los límites de la ciudad, junto a un
risco, que se eriza detrás del patio, en el que nos emocionó ver la higuera que
le sirvió de inspiración para su inmensa Elegía, y nuestra imaginación puso lo
demás: los altos andamios de las flores y el pastor poeta apacentando sus
cabras, ensimismado entre versos de Góngora y Garcilaso. En eso estábamos,
cuando nos (este plural –aclaro- no es, desde luego, mayestático: incluyo en él
a mis amigos –compañero (s) del alma, tan temprano- Félix y Lorenzo) alertaron
unos ladridos, seguidos de unos gritos de Marcelino, el amigo que, junto a su
hermano, de quien no recuerdo el nombre ahora (en puridad, era quien nos había llevado en su coche, y
había declinado el acompañarnos a la ritual visita a la casa: mejor distracción
encontró en el Simca 1000 con su novia): un perro de dinamita, pequeño pero
bravo, se le había anclado en el calcañar del pie derecho y, por mucho que lo
intentaba, no soltaba su presa. Finalmente, soslayando los fieros gruñidos del
chucho, pudimos separarlo de Marcelino, que, lívido por el susto, ofuscado,
sólo alcanzaba a decir: ¿Es éste el perro de Miguel Hernández? El hombre que
amablemente nos había franqueado la puerta de la casa (por aquel remoto
entonces, la casa era de propiedad particular), le dio un vaso de agua; y así,
con el susto de nuestro amigo, terminó nuestra visita. Sin embargo, aquella
pequeña aventura habría de dejar indeleble huella en nuestros corazones, y se
convertiría en el germen de una publicación mítica: El Caimán, cuyo primer
número fue dedicado casi íntegramente al gran poeta oriolano (la revista, sólo
tiene ahora cierta fama local, pero ¡esperad!, ¡esperad cien años, amigos, y
veréis como alcanza gloria universal!).
Después
de aquel viaje iniciático a la ciudad de los templos -de los que, con la ayuda
de Neruda, se libró nuestro admirado poeta (“Me libré de los templos:
sonreídme,/ donde me consumía con tristeza de lámpara/encerrado en el poco aire
de los sagrarios”), para echarse de nuevo al monte (”a las viñas donde halla
tanta hermana mi sangre”), tornamos de nuevo a aquella Cieza gris –ala de
mosca- de la dictadura, cárcel en la que sentíamos encerrada nuestra juventud,
aherrojados nuestros corazones, obliterada nuestra razón y, también, la
acuciante sensación de que el tiempo se nos escapaba, para no volver.
El
Caimán, en buena medida, fue el arma que utilizamos para despertar de aquella
larga y atrabiliaria siesta del franquismo. Y pese a todo, en aquellos años
jóvenes, nos creímos inmortales.
© Jesús A. Salmerón Giménez
Enlace relacionanado: EL CAIMÁN, CUARENTA AÑOS DESPUÉS...
Gracias, Jesús, por tu hermoso texto. De alguna manera sin vosotros no hubiera nacido años después el grupo de literatura La Sierpe y el Laúd. Yo me incorporé a El Caimán en el nº 2, y algunos de los que estuvimos allí, contigo también, fundamos La Sierpe, pero sin duda sin vosotros, los pioneros que iniciasteis el camino con aquel Caimán dedicado a Miguel Hernández, no hubiera existido (¡Ya 35 años!), la Sierpe y el Láud.
ResponderEliminarUn abrazo, compañero.
Gracias a ti, Ángel, por tus generosas palabras. El Caimán sólo fue una llama breve, fugaz, en comparación con el Big Bang de la Sierpe y el Laúd, que sigue expandiendo el universo de nuestro conocimiento y amor por la literatura. Un fuerte abrazo, amigo, y mi cariño y admiración para cada uno de los componentes y lectores de esa prodigiosa empresa de amistad y letras que es La Sierpe y el Laúd.
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