jueves, 5 de noviembre de 2015

EL CASÓN DEL MOJÓN BLANCO


                                                                                                                  Pedro Diego Gil López

El casón del Mojón Blanco es otro lugar donde el abandono humano ha logrado crear un espacio singular. Esta vivienda soterrada, se encuentra a orillas de una poderosa rambla y tiene  una fachada vertical, como la de un edificio, escavada una cuña en la ladera del monte que la alberga. Presenta una holgada puerta, algo descabalada, con una hoja de gruesos tablones, donde se incrusta una cerradura de hierro, cuya llave está desaparecida, quizás olvidada en algún lugar lejano. A cada lado del vano de la entrada se sitúan dos ventanas enrejadas. A un lado del casón, hay escavado un aljibe, y al otro se horadó una cuadra.  La puerta principal permanece entreabierta, atrancada en la hinchazón del marco, afectada por la humedad de sus viejas maderas. 


Estoy pensando en la idea, no exenta de contradicciones, que sugiere aclarar, que no estoy describiendo el casón en sí, su obra, su tamaño o su forma. Estoy iniciando la descripción del momento, en el cual accedo a él. Me encuentro hoy mismo en la pequeña era que hay alrededor de la fachada del casón. Mis botas pisan la hierba y en la espalda noto la tibieza del sol. Tengo la mirada fija en ésta vivienda desierta y siento cierta intranquilidad, mientras percibo la invitación de entrar en su interior, como un acto que temo por un instante.
El viento sopla frío, el cielo se está encapotando, pero las nubes aún dejan escapar algunos rayos de sol que inciden en la puerta, sobre la ladera donde se escavó la fachada, sobre el ocre y duro sedimento. Un silencio que se concreta alrededor aumenta mi curiosidad por acercarme. Me atrevo, pongo la mano en la puerta.   

      
–¡¿Hay alguien?! –grito con cierta timidez.
Por supuesto que nadie contesta. En esos segundos que transcurren mientras espero una respuesta, el viento incide, soplando como si lo hiciera en la boca de un instrumento, construido a su capricho entre las rendijas de la puerta, recreando en el vacío una música aflautada. Empujo hasta abrirla del todo y mi vista penetra como trabada por las vibraciones del viento. Un remolino juega con el polvo. Aclaro mis ojos y observo con precaución. El interior permanece en un estado casi incólume, con sus espacios envueltos en la dualidad de la luz, desde sus iniciales estancias, iluminadas por la intensidad de la orientación al mediodía, hasta la penumbra de sus últimos cubículos. Un encalado interior reviste las terrosas paredes y los techos, tan solo dejando leves desconchados, con una blancura austera entre densas telarañas. El suelo de ladrillo aún perpetua la nivelación de su superficie, a pesar de su desgaste, y parece invitar a ser barrido y fregado para que se le devuelva todo su lustre.   Una vez dentro noto la calidez de la morada y la sencillez de la distribución de las piezas que lo componen. Un amplio pasillo hace de recibidor. Una puerta a cada lado del mismo, da acceso a las habitaciones que miran al exterior, a través de las ventanas. Entro en las dos y me asomo al exterior para saber qué se siente al ver el paisaje desde allí. Todo se ve acotado por las retamas que pueblan la rambla y la cercana plantación de almendros, pero el cielo, enmarañado de nubes, es un aliciente sobrado para dar por buenas las vistas de las ventanas.  
                                                                            
Vuelvo a la entrada y veo, al fondo, una alacena escavada en la pared y un vano que da a una estancia, a donde la luz no consigue llegar. Aún inquieto por trasgredir el ámbito del lugar, avanzo con precaución, temiendo encontrar algún extraño habitante del casón, con intenciones de defender su intimidad, de una forma impredecible, ante mi intrusión. La imaginación bulle y acciona mi capacidad de temer lo peor, hasta que la razón se impone y una ligera valentía me hace continuar. El ancho pasillo llega al recodo que ofrece la pared de la alacena. La estancia que aparecía inmersa en la oscuridad, ahora se ofrece levemente iluminada y recorro los objetos que guarda con curiosidad. Viejos cestos de esparto, serones confeccionados con la misma fibra, un viejo colchón de muelles, botellas vacías y otras cosas sin importancia se distribuyen, sin orden, por el suelo, cubiertas de polvo. El pasillo gira a la izquierda aumentando su amplitud. Un viejo espejo pegado con yeso a la pared refleja mi cara, sin que apenas me reconozca en él. Ya con la vista hecha a la penumbra, descubro el hogar de la morada. Una gran chimenea señorea el interior. Las cenizas son como un recuerdo del fuego que allí crepitó calentando la estancia, quizás haciendo hervir algún caldo en el viejo puchero de barro que yace a un lado, ennegrecido y roto, como un vestigio del que no se supiera ya su utilidad. Una pequeña mesa y una silla de anea son los únicos muebles que subsisten. La silla parece aguantar aún el peso de la última persona que se sentó en ella, con su asiento hundido. Un olor a aceite rancio perdura en el lugar, mezclado con ese otro olor a lugar cerrado, que el olvido y el abandono intensifican. Además, ese silencio acumulado, preservado con la quietud del soterramiento del espacio, parece que pertenece a otra época, reteniendo un sentido enigmático, algo capaz de sugerir toda esa clase de pensamientos, propicios a intuir cosas pasadas. Incluso parece que sería posible rememorar hechos que pasaron allí, pequeñas historias cotidianas de la vida en el hogar, como si esa sensación que causa quisiera demostrar que el lugar aún está vivo, al menos, hasta que uno se da cuenta de que está demasiado sugestionado. La realidad, de repente, es tan palpable que toda esa cortina de humo, que ha parecido brotar del interior de la chimenea, se disipa, tan solo con descubrir una vieja factura, emitida por una empresa de transporte, que yace en el suelo, medio enterrada por el polvo, junto a un paquete de sal casi vacío y a un viejo encendedor. La evidencia de su abandono es plena. Constato que está deshabitado hace mucho tiempo. Sin embargo, el vacío que presenta es como si estuviera lleno de ausencias, de hechos que acaecieron bajo sus techos y que ahora, todavía, siguen disipándose en la realidad presente, dejando restos invisibles capturados en las telarañas, en huellas tapadas por el polvo, o en sonidos y voces que parecen perpetuarse en las corrientes de aire que recorren las estancias.
En el ámbito de su morada, su cálido ambiente motiva, sugiere e incita a imaginar, a indagar; pero, sin embargo, no es suficiente para poder hacerte una idea de porqué quedó abandonado y de porqué, en él, ya no vive nadie.                                
Aun así, la capacidad de este casón de albergar la vida humana se encuentra intacta. Dan ganas de aislarse del mundo, habitándolo, dándole vida, saboreando la soledad del entorno, con el deseo de respetar su integridad, sin alterar lo más mínimo el accidentado camino que accede hasta su puerta, para que nadie sepa de él ni de ti, dejándolo todo tal y como esta, plenamente inmerso en la tierra y en el paisaje.          

                                      
Cojo la silla, la situó en el umbral de la puerta y me siento en ella. El aire ha amainado y las retamas de la rambla permanecen inmóviles. Las nubes se han disipado y todo se ve soleado. Imagino que, en esta silla, se sentó alguien para leer un cuento, para contarlo en voz alta, como quisiera hacer yo ahora: Contar un cuento para que este casón se poblara de vida.    


Hoy es como si ya viviera aquí, como si esta fuese desde ahora mi residencia secreta. Me he convertido en el ocupa de una morada que el tiempo dejó en herencia a la soledad y al silencio, a esa familia tan bien avenida, propia en habitar los lugares más desiertos.  

© Pedro Diego Gil López 

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