Pedro Diego Gil López
El casón del Mojón Blanco es otro lugar donde el abandono humano ha logrado crear
un espacio singular. Esta vivienda soterrada, se encuentra a orillas de una
poderosa rambla y tiene una fachada
vertical, como la de un edificio, escavada una cuña en la ladera del monte que
la alberga. Presenta una holgada puerta, algo descabalada, con una hoja de
gruesos tablones, donde se incrusta una cerradura de hierro, cuya llave está
desaparecida, quizás olvidada en algún lugar lejano. A cada lado del vano de la
entrada se sitúan dos ventanas enrejadas. A un lado del casón, hay escavado un
aljibe, y al otro se horadó una cuadra.
La puerta principal permanece entreabierta, atrancada en la hinchazón
del marco, afectada por la humedad de sus viejas maderas.
Estoy
pensando en la idea, no exenta de contradicciones, que sugiere aclarar, que no
estoy describiendo el casón en sí, su obra, su tamaño o su forma. Estoy
iniciando la descripción del momento, en el cual accedo a él. Me encuentro hoy
mismo en la pequeña era que hay alrededor de la fachada del casón. Mis botas
pisan la hierba y en la espalda noto la tibieza del sol. Tengo la mirada fija
en ésta vivienda desierta y siento cierta intranquilidad, mientras percibo la
invitación de entrar en su interior, como un acto que temo por un instante.
El
viento sopla frío, el cielo se está encapotando, pero las nubes aún dejan
escapar algunos rayos de sol que inciden en la puerta, sobre la ladera donde se
escavó la fachada, sobre el ocre y duro sedimento. Un silencio que se concreta
alrededor aumenta mi curiosidad por acercarme. Me atrevo, pongo la mano en la
puerta.
–¡¿Hay
alguien?! –grito con cierta timidez.
Por
supuesto que nadie contesta. En esos segundos que transcurren mientras espero
una respuesta, el viento incide, soplando como si lo hiciera en la boca de un
instrumento, construido a su capricho entre las rendijas de la puerta,
recreando en el vacío una música aflautada. Empujo hasta abrirla del todo y mi
vista penetra como trabada por las vibraciones del viento. Un remolino juega
con el polvo. Aclaro mis ojos y observo con precaución. El interior permanece
en un estado casi incólume, con sus espacios envueltos en la dualidad de la
luz, desde sus iniciales estancias, iluminadas por la intensidad de la
orientación al mediodía, hasta la penumbra de sus últimos cubículos. Un
encalado interior reviste las terrosas paredes y los techos, tan solo dejando
leves desconchados, con una blancura austera entre densas telarañas. El suelo
de ladrillo aún perpetua la nivelación de su superficie, a pesar de su
desgaste, y parece invitar a ser barrido y fregado para que se le devuelva todo
su lustre. Una vez dentro noto la
calidez de la morada y la sencillez de la distribución de las piezas que lo
componen. Un amplio pasillo hace de recibidor. Una puerta a cada lado del
mismo, da acceso a las habitaciones que miran al exterior, a través de las
ventanas. Entro en las dos y me asomo al exterior para saber qué se siente al
ver el paisaje desde allí. Todo se ve acotado por las retamas que pueblan la
rambla y la cercana plantación de almendros, pero el cielo, enmarañado de
nubes, es un aliciente sobrado para dar por buenas las vistas de las ventanas.
Vuelvo
a la entrada y veo, al fondo, una alacena escavada en la pared y un vano que da
a una estancia, a donde la luz no consigue llegar. Aún inquieto por trasgredir
el ámbito del lugar, avanzo con precaución, temiendo encontrar algún extraño
habitante del casón, con intenciones de defender su intimidad, de una forma
impredecible, ante mi intrusión. La imaginación bulle y acciona mi capacidad de
temer lo peor, hasta que la razón se impone y una ligera valentía me hace
continuar. El ancho pasillo llega al recodo que ofrece la pared de la alacena.
La estancia que aparecía inmersa en la oscuridad, ahora se ofrece levemente
iluminada y recorro los objetos que guarda con curiosidad. Viejos cestos de
esparto, serones confeccionados con la misma fibra, un viejo colchón de
muelles, botellas vacías y otras cosas sin importancia se distribuyen, sin orden,
por el suelo, cubiertas de polvo. El pasillo gira a la izquierda aumentando su
amplitud. Un viejo espejo pegado con yeso a la pared refleja mi cara, sin que
apenas me reconozca en él. Ya con la vista hecha a la penumbra, descubro el
hogar de la morada. Una gran chimenea señorea el interior. Las cenizas son como
un recuerdo del fuego que allí crepitó calentando la estancia, quizás haciendo
hervir algún caldo en el viejo puchero de barro que yace a un lado, ennegrecido
y roto, como un vestigio del que no se supiera ya su utilidad. Una pequeña mesa
y una silla de anea son los únicos muebles que subsisten. La silla parece
aguantar aún el peso de la última persona que se sentó en ella, con su asiento
hundido. Un olor a aceite rancio perdura en el lugar, mezclado con ese otro
olor a lugar cerrado, que el olvido y el abandono intensifican. Además, ese
silencio acumulado, preservado con la quietud del soterramiento del espacio,
parece que pertenece a otra época, reteniendo un sentido enigmático, algo capaz
de sugerir toda esa clase de pensamientos, propicios a intuir cosas pasadas.
Incluso parece que sería posible rememorar hechos que pasaron allí, pequeñas
historias cotidianas de la vida en el hogar, como si esa sensación que causa
quisiera demostrar que el lugar aún está vivo, al menos, hasta que uno se da
cuenta de que está demasiado sugestionado. La realidad, de repente, es tan
palpable que toda esa cortina de humo, que ha parecido brotar del interior de
la chimenea, se disipa, tan solo con descubrir una vieja factura, emitida por
una empresa de transporte, que yace en el suelo, medio enterrada por el polvo,
junto a un paquete de sal casi vacío y a un viejo encendedor. La evidencia de
su abandono es plena. Constato que está deshabitado hace mucho tiempo. Sin embargo,
el vacío que presenta es como si estuviera lleno de ausencias, de hechos que
acaecieron bajo sus techos y que ahora, todavía, siguen disipándose en la
realidad presente, dejando restos invisibles capturados en las telarañas, en
huellas tapadas por el polvo, o en sonidos y voces que parecen perpetuarse en
las corrientes de aire que recorren las estancias.
En
el ámbito de su morada, su cálido ambiente motiva, sugiere e incita a imaginar,
a indagar; pero, sin embargo, no es suficiente para poder hacerte una idea de
porqué quedó abandonado y de porqué, en él, ya no vive nadie.
Aun
así, la capacidad de este casón de albergar la vida humana se encuentra
intacta. Dan ganas de aislarse del mundo, habitándolo, dándole vida, saboreando
la soledad del entorno, con el deseo de respetar su integridad, sin alterar lo
más mínimo el accidentado camino que accede hasta su puerta, para que nadie
sepa de él ni de ti, dejándolo todo tal y como esta, plenamente inmerso en la
tierra y en el paisaje.
Cojo
la silla, la situó en el umbral de la puerta y me siento en ella. El aire ha
amainado y las retamas de la rambla permanecen inmóviles. Las nubes se han
disipado y todo se ve soleado. Imagino que, en esta silla, se sentó alguien
para leer un cuento, para contarlo en voz alta, como quisiera hacer yo ahora:
Contar un cuento para que este casón se poblara de vida.
Hoy
es como si ya viviera aquí, como si esta fuese desde ahora mi residencia
secreta. Me he convertido en el ocupa de una morada que el tiempo dejó en herencia
a la soledad y al silencio, a esa familia tan bien avenida, propia en habitar
los lugares más desiertos.
© Pedro Diego Gil López
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