Pedro Diego Gil López
Hay un camino duro que irrumpe en una áspera llanura entre la calina, que llega a
un lugar uniforme y se pierde en olores de tomillo por la amplitud ondulada de
la serranía. Es la tierra de un verano sin fin, de un invierno que no tiene
comienzo. Las estaciones aquí se suceden a malas penas señaladas por las
escasas lluvias, días borrascosos y plomizos que, luego, dan paso a esos otros,
engañosos, donde los bancos de niebla se cobijan como en un frondoso valle, y
reina la niebla, blanca y pura, hasta que el sol la deshace.
Una llanura
asediada por ese cierzo invernal, persistente y seco, castigada luego por las
heladas de la mañana, tras esos cielos enormemente rasos de las noches más
largas del año. Hasta que llega la primavera y, esta llanura, bulle, despierta
y se pone en flor, regalada con la brisa húmeda que trae el solano. Así pasan
los días, en un abrir y cerrar de ojos, con la apariencia de que nada se
altera, mientras se suceden esos cielos nítidos y soberbios, en un infinito
azul. Y sin darnos cuenta vuelve a apretar el calor, como ya sucede hoy.
Entonces, esta superficie terrestre, al poco de andarla, provoca un incipiente
vacío y hace que sientas una amplitud desbordada, que, a la vez, te hace
recogerte sobre ti mismo, algo que solo se consigue en los espacios
genuinamente desiertos, donde difícilmente podemos encontrarnos con alguien.
Ni
siquiera se ven los pastores que antes conducían sus ganados de ovejas hasta
estos pastos tan adustos, que hoy día ya no se adentran hasta aquí, y tampoco
te encuentras con aquellos esparteros, ya ancianos retirados, o ya perecidos,
que antes hacían bucha y plantaban romana en estas infinitas lomas.
El camino
que abre este espacio zigzaguea y pasa por encrucijadas, que dan a entender que
lo mismo sería recorrerlas en un sentido o en otro, y va señalando de forma
confusa algunas casas abandonadas que han quedado en ruinas, con sus corrales
abiertos y sus pesebreras hundidas, sobresaliendo como testigos de una época
acabada, al pie de recortadas lomas o en altozanos irrepetibles.
Tramos que
pasan como ramblizos secos, merodeando viejos bancales, cuyo abandono dejó
perder valiosos cultivos de supervivencia, ahora sucintos en una perspectiva
rota. Algunos aljibes responden con sus blanquecinas paredes a las preguntas que
aún hace la sed de los que por aquí la padecieron durante años. Jalonan este
camino sesgado enebros glaucos, verdinegras sabinas y espinos sedientos, que
puntean el basto atochar, desdibujando la monotonía vegetal con sus recortadas
sombras. Una tórrida climatología de siglos castiga la gravilla y las piedras
que forman su medio, las calienta, las hace juego, juguetes de los pies, y
afirma el ritmo de nuestros pasos.
La adaptación al entorno se produce de forma
intensa. Se penetra en un limbo placentero, cuando uno comprende que un lugar
así puede valer para discernir sobre los hechos que moldearon tu propia vida.
Los olores que se van apiñando en nuestro olfato nos condicionan para hacernos
pensar de una forma clara. El sol hace que nuestra piel nos haga responder a su
energía, activando todo nuestro cuerpo. Lentamente, los alrededores nos hacen
sentir un recelo cada vez más clarividente, y el camino que nos adentra en este
rudo paisaje, se va convirtiendo también en un laberinto propio, lleno de
intersticios, prolongaciones y salidas, propicio para que afloren de los
veneros de nuestra conciencia los pensamientos más radicales. Pensamientos
brillantes, como el cielo. Una naturaleza que es dada a que el hombre divague
abiertamente tan solo con presenciarla. El ambiente, definido como responsable
de las motivaciones, hace de las divagaciones del hombre abuso de la propia
conducta, de modo que, con estos detalles que se aprecian, damos de sí vivas
reconstrucciones de nuestros propios recuerdos.
Nos hacemos sufrir, afectados
por el comezón de antiguas heridas sentimentales, o nos obligamos a torturarnos
con ensanchadas nostalgias. Pero, la propia inercia de nuestros pasos físicos,
hace que los pasos mentales que vamos dando aparten cualquier ahogo, o
desdicha, y podamos asomarnos de una forma definitiva a lo mejor de nosotros
mismos. Después de todo, conseguimos que solo reinen nuestros pensamientos más
positivos, y los veamos triunfando sobre nuestra verdad, salvándonos así de
todos los errores cometidos en el pasado. Una especie de felicidad enfermiza
que de repente sana y logra que ahondemos en nuestra personalidad más abrupta,
para que sopesemos nuestra vida de una forma especialmente sincera. El
resultado es como una droga placentera, la satisfacción logra encajar las
sospechas que antes parecían arruinarnos y se alza en nuestra mente una obra
que representa parte primordial de nuestra historia. (Ayuda que nos llevemos a
la boca un tallo de hinojo) El camino ya no es algo inocuo, que se presentaba
vacío para conducirnos hacia un lugar desierto, abandonado por el hombre, y se
convierte en un sencillo hábitat que nos acoge. Una higuera que aparece al
borde de un barranco, es suficiente para que todo cambie. Apenas eleva su porte
sobre el pedregal, donde sus raíces han prosperado milagrosamente, con sus
delgadas ramas y la claridad verdosa de sus hojas, pero ha conseguido dar sus
frutos: Unos higos diminutos que parecen concentrar todo el dulzor de la
tierra. Los saboreo con sumo agrado. Un conejo cruza el camino asustado de
verme junto a la higuera. Cerca de allí, un cernícalo se para en el cielo
observando todo su mundo, como rey del aire.
Más allá la reverberación del sol se levanta a ras del suelo para dar de
sí un espejismo sobre el esparto, y el atochar se convierte en un mar, que
quiere pertenecer a otro sueño. El calor aprieta, se hace sentir, haciendo
brotar el sudor en la frente. Alcanzo la sombra de un viejo pino, donde parece
llegar una brisa fresca, ese solano que, por momentos, es tan sumamente agradable.
De repente, se percibe, otra vez lo siento: Todo el entorno es soledad, es
quietud, y esta sencilla monotonía se convierte en una simpleza abstracta
perfecta, lo cual, de inmediato, provoca la meditación, la calma espiritual
suficiente, ese éxtasis sugestivo que laxa el cuerpo, que concentra la mente y
retiene los sentidos para poder ser capaz de interiorizar todo lo que la
naturaleza en esos momentos sugiere, con absoluta belleza.
Me
encuentro en el Ringondando, si me queréis encontrar, siempre estaré aquí.
Desde Cieza, hay que llegar a Ascoy,
desde allí, coger la carretera de la Carrasquilla, luego la pista que va hacia
la sierra de Benís hasta llegar al cruce de la casa de las Monjas.
Al pasar
esta construcción arruinada, dejándola a la izquierda, pronto se verá, a la
derecha, al fondo la solana de la sierra Larga, la casa del Carrizalejo,
también en un estado de total abandono. El camino que paso frente a su puerta y
su corral conduce directamente al vacío vegetal del cortafuegos, lo atraviesa y
se interna, pedregoso por el espacio
tiempo estepario del paraje del Carrizalejo.
© Pedro Diego Gil López
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