miércoles, 7 de octubre de 2015

EL RINGONDANGO

Pedro Diego Gil López

Hay un camino duro que irrumpe en una áspera llanura entre la calina, que llega a un lugar uniforme y se pierde en olores de tomillo por la amplitud ondulada de la serranía. Es la tierra de un verano sin fin, de un invierno que no tiene comienzo. Las estaciones aquí se suceden a malas penas señaladas por las escasas lluvias, días borrascosos y plomizos que, luego, dan paso a esos otros, engañosos, donde los bancos de niebla se cobijan como en un frondoso valle, y reina la niebla, blanca y pura, hasta que el sol la deshace. 


Una llanura asediada por ese cierzo invernal, persistente y seco, castigada luego por las heladas de la mañana, tras esos cielos enormemente rasos de las noches más largas del año. Hasta que llega la primavera y, esta llanura, bulle, despierta y se pone en flor, regalada con la brisa húmeda que trae el solano. Así pasan los días, en un abrir y cerrar de ojos, con la apariencia de que nada se altera, mientras se suceden esos cielos nítidos y soberbios, en un infinito azul. Y sin darnos cuenta vuelve a apretar el calor, como ya sucede hoy.
Entonces, esta superficie terrestre, al poco de andarla, provoca un incipiente vacío y hace que sientas una amplitud desbordada, que, a la vez, te hace recogerte sobre ti mismo, algo que solo se consigue en los espacios genuinamente desiertos, donde difícilmente podemos encontrarnos con alguien.
Ni siquiera se ven los pastores que antes conducían sus ganados de ovejas hasta estos pastos tan adustos, que hoy día ya no se adentran hasta aquí, y tampoco te encuentras con aquellos esparteros, ya ancianos retirados, o ya perecidos, que antes hacían bucha y plantaban romana en estas infinitas lomas. 
El camino que abre este espacio zigzaguea y pasa por encrucijadas, que dan a entender que lo mismo sería recorrerlas en un sentido o en otro, y va señalando de forma confusa algunas casas abandonadas que han quedado en ruinas, con sus corrales abiertos y sus pesebreras hundidas, sobresaliendo como testigos de una época acabada, al pie de recortadas lomas o en altozanos irrepetibles. 


Tramos que pasan como ramblizos secos, merodeando viejos bancales, cuyo abandono dejó perder valiosos cultivos de supervivencia, ahora sucintos en una perspectiva rota. Algunos aljibes responden con sus blanquecinas paredes a las preguntas que aún hace la sed de los que por aquí la padecieron durante años. Jalonan este camino sesgado enebros glaucos, verdinegras sabinas y espinos sedientos, que puntean el basto atochar, desdibujando la monotonía vegetal con sus recortadas sombras. Una tórrida climatología de siglos castiga la gravilla y las piedras que forman su medio, las calienta, las hace juego, juguetes de los pies, y afirma el ritmo de nuestros pasos. 
La adaptación al entorno se produce de forma intensa. Se penetra en un limbo placentero, cuando uno comprende que un lugar así puede valer para discernir sobre los hechos que moldearon tu propia vida. Los olores que se van apiñando en nuestro olfato nos condicionan para hacernos pensar de una forma clara. El sol hace que nuestra piel nos haga responder a su energía, activando todo nuestro cuerpo. Lentamente, los alrededores nos hacen sentir un recelo cada vez más clarividente, y el camino que nos adentra en este rudo paisaje, se va convirtiendo también en un laberinto propio, lleno de intersticios, prolongaciones y salidas, propicio para que afloren de los veneros de nuestra conciencia los pensamientos más radicales. Pensamientos brillantes, como el cielo. Una naturaleza que es dada a que el hombre divague abiertamente tan solo con presenciarla. El ambiente, definido como responsable de las motivaciones, hace de las divagaciones del hombre abuso de la propia conducta, de modo que, con estos detalles que se aprecian, damos de sí vivas reconstrucciones de nuestros propios recuerdos. 


Nos hacemos sufrir, afectados por el comezón de antiguas heridas sentimentales, o nos obligamos a torturarnos con ensanchadas nostalgias. Pero, la propia inercia de nuestros pasos físicos, hace que los pasos mentales que vamos dando aparten cualquier ahogo, o desdicha, y podamos asomarnos de una forma definitiva a lo mejor de nosotros mismos. Después de todo, conseguimos que solo reinen nuestros pensamientos más positivos, y los veamos triunfando sobre nuestra verdad, salvándonos así de todos los errores cometidos en el pasado. Una especie de felicidad enfermiza que de repente sana y logra que ahondemos en nuestra personalidad más abrupta, para que sopesemos nuestra vida de una forma especialmente sincera. El resultado es como una droga placentera, la satisfacción logra encajar las sospechas que antes parecían arruinarnos y se alza en nuestra mente una obra que representa parte primordial de nuestra historia. (Ayuda que nos llevemos a la boca un tallo de hinojo) El camino ya no es algo inocuo, que se presentaba vacío para conducirnos hacia un lugar desierto, abandonado por el hombre, y se convierte en un sencillo hábitat que nos acoge. Una higuera que aparece al borde de un barranco, es suficiente para que todo cambie. Apenas eleva su porte sobre el pedregal, donde sus raíces han prosperado milagrosamente, con sus delgadas ramas y la claridad verdosa de sus hojas, pero ha conseguido dar sus frutos: Unos higos diminutos que parecen concentrar todo el dulzor de la tierra. Los saboreo con sumo agrado. Un conejo cruza el camino asustado de verme junto a la higuera. Cerca de allí, un cernícalo se para en el cielo observando todo su mundo, como rey del aire.  Más allá la reverberación del sol se levanta a ras del suelo para dar de sí un espejismo sobre el esparto, y el atochar se convierte en un mar, que quiere pertenecer a otro sueño. El calor aprieta, se hace sentir, haciendo brotar el sudor en la frente. Alcanzo la sombra de un viejo pino, donde parece llegar una brisa fresca, ese solano que, por momentos, es tan sumamente agradable. De repente, se percibe, otra vez lo siento: Todo el entorno es soledad, es quietud, y esta sencilla monotonía se convierte en una simpleza abstracta perfecta, lo cual, de inmediato, provoca la meditación, la calma espiritual suficiente, ese éxtasis sugestivo que laxa el cuerpo, que concentra la mente y retiene los sentidos para poder ser capaz de interiorizar todo lo que la naturaleza en esos momentos sugiere, con absoluta belleza. 
   
Me encuentro en el Ringondando, si me queréis encontrar, siempre estaré aquí. 

Desde Cieza, hay que llegar a Ascoy, desde allí, coger la carretera de la Carrasquilla, luego la pista que va hacia la sierra de Benís hasta llegar al cruce de la casa de las Monjas. 


Al pasar esta construcción arruinada, dejándola a la izquierda, pronto se verá, a la derecha, al fondo la solana de la sierra Larga, la casa del Carrizalejo, también en un estado de total abandono. El camino que paso frente a su puerta y su corral conduce directamente al vacío vegetal del cortafuegos, lo atraviesa y se interna, pedregoso  por el espacio tiempo estepario del paraje del Carrizalejo.

© Pedro Diego Gil López 

No hay comentarios:

Publicar un comentario