Jesús A. Salmerón Giménez
Hoy
hace ya 42 años que murió Pablo Neruda. Poeta espléndido, premio Nobel de Literatura en 1971 y creador de una obra torrencial.
Leí
a Neruda por primera vez en mi adolescencia (¿Por dónde andará aquella vieja
edición de Círculo de Lectores de mi amigo Félix? ¿Qué se hicieron las llamas / de
los fuegos encendidos / de amadores? ). Su estilo diáfano, libre, espontáneo, su
arrebato verbal, preñado de luminosas metáforas, nos deslumbró: quedamos
hipnotizados, deliciosamente atrapados en el esplendor de sus versos:
refugiados en sus metáforas, exilados de la Cieza pacata y áspera del
franquismo. Y siempre vuelvo a la opulencia de sus versos en busca del aquel
brillo de juventud.
En
su recuerdo (también en el de mi amigo), dejo aquí este hermosísimo poema de
amor. La “Barcarola” era el canto improvisado de los gondoleros venecianos.
Aquí el canto es un lamento por la ausencia, la esplendorosa descripción de un
naufragio, el nuestro.
BARCAROLA
Si
solamente pusieras tu boca en mi corazón,
tu
fina boca, tus dientes,
si
pusieras tu lengua como una flecha roja
allí
donde mi corazón polvoriento golpea,
si
soplaras en mi corazón, cerca del mar, llorando,
sonaría
con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de tren con sueño,
como
aguas vacilantes,
como
el otoño en hojas,
como
sangre,
con
un ruido de llamas húmedas quemando el cielo,
sonando
como sueños o ramas o lluvias,
o
bocinas de puerto triste,
si
tú soplaras en mi corazón cerca del mar,
como
un fantasma blanco,
al
borde de la espuma,
en
mitad del viento,
como
un fantasma desencadenado, a la orilla del mar, llorando.
Como
ausencia extendida, como campana súbita,
el
mar reparte el sonido del corazón,
lloviendo,
atardeciendo, en una costa sola:
la
noche cae sin duda,
y
su lúgubre azul de estandarte en naufragio
se
puebla de planetas de plata enronquecida.
Y
suena el corazón como un caracol agrio,
llama,
oh mar, oh lamento, oh derretido espanto
esparcido
en desgracias y olas desvencijadas:
de
lo sonoro el mar acusa
sus
sombras recostadas, sus amapolas verdes.
Si
existieras de pronto, en una costa lúgubre,
rodeada
por el día muerto,
frente
a una nueva noche,
llena
de olas,
y
soplaras en mi corazón de miedo frío,
soplaras
en la sangre sola de mi corazón,
soplaras
en su movimiento de paloma con llamas,
sonarían
sus negras sílabas de sangre,
crecerían
sus incesantes aguas rojas,
y
sonaría, sonaría a sombras,
sonaría
como la muerte,
llamaría
como un tubo lleno de viento o llanto,
o
una botella echando espanto a borbotones.
Así
es, y los relámpagos cubrirían tus trenzas
y
la lluvia entraría por tus ojos abiertos
a
preparar el llanto que sordamente encierras,
y
las alas negras del mar girarían en torno
de
ti, con grandes garras, y graznidos, y vuelos.
Quieres
ser el fantasma que sople, solitario,
cerca
del mar su estéril, triste instrumento?
Si
solamente llamaras,
su
prolongado son, su maléfico pito,
su
orden de olas heridas,
alguien
vendría acaso,
alguien
vendría,
desde
las cimas de las islas, desde el fondo rojo del mar,
alguien
vendría, alguien vendría.
Alguien
vendría, sopla con furia,
que
suene como sirena de barco roto,
como
lamento,
como
un relincho en medio de la espuma y la sangre,
como
un agua feroz mordiéndose y sonando.
En
la estación marina
su
caracol de sombra circula como un grito,
los
pájaros del mar lo desestiman y huyen,
sus
listas de sonido, sus lúgubres barrotes
se
levantan a orillas del océano solo.
Residencia en la Tierra 2, publicado por primera vez en Madrid (1935).
© Jesús A. Salmerón Giménez
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