sábado, 4 de julio de 2015

LA SIERRA DEL ORO

Pedro Diego Gil López

No sé cuántas veces he subido a la Sierra del Oro (o del Lloro, como prefieren llamarla muchos amigos; nombre que a mí también me gusta utilizar), han sido muchas y aún pienso que han sido pocas, porque es un verdadero placer andar por sus entornos. Los parajes que esconde son espacios que permanecen austeramente desiertos, es como si fuese imposible encontrarse con alguien. Una realidad absoluta que tal vez entrañe algún peligro. Superficies, distancias y cantidades son parte de un todo capaz de aislarte en tu propia creación, dando de sí percepciones exclusivas, en un disfrute propio que se va enriqueciendo a través de tu visión única, subjetiva y maximalista. 


A pesar de tantos aficionados al senderismo, fuera del fin de semana, la sierra del Oro es un espacio intrincado para perderse. La sierra se hace grande y boscosa, para guardar su propio tiempo y su propia vida, esconde sus secretos micológicos para que los descubran los amantes de las setas, en un espacio aumentado por los jabalíes, a base de sendas y trochas, entre los barrancos cuajados de coscojas. La sierra se hace altiva con el avistamiento de algún viejo arruí, se detiene el orden establecido entre los riscos con su silueta.  Una sierra que en los últimos años es hábitat también del ciervo, que no sorprende con su presencia, enseñándonos su cornamenta como si nos brindara un instante inolvidable, que recalcará en nuestra mente el sentido de su largo devenir animal.             


Empecé a subir a esta sierra muy joven, con los amigos. El Madroñal, con su balsa esmeralda, los huertos de oliveras y granados; y su último madroño, de inmortal recuerdo, longevo y triste, como encerrado en una jaula de tierra, entre su olma ya en ruinas y el cielo, siempre azul, sobre su copa dorada de verde. 


La senda de la Médica, empinada, abriéndole a nuestros pies la umbría, en una primavera de orquídeas y tomillos, con los restos olvidados de lo que pareció ser una casa hecha con troncos de madera. Al otro lado el Refugio, hoy derruido y desescombrado. La limpieza del aire, el recio paisaje, el pinar, un ascenso lento, soñador, sudoroso. La mochila con los bocatas, la cantimplora, las cuerdas, aquellos jerséis de lana que nuestras madres nos hacían con sus manos y aquellas largas agujas, y nuestros buenos pantalones cortos. Las ganas de andar inagotables, siempre carleando, apretar  el paso y subir las empinadas cuestas, las sendas quebradas, los terraplenes umbríos. La Sierra del Oro al frente, la alegría en el cuerpo por sentir tanta libertad. Jóvenes, siempre jóvenes avanzando, alegres, sufridos, con esa broma siempre en los labios, las risas, los motes, siempre dispuesto a tildar al compañero con esa crudeza adolescente, con descripciones de nosotros mismos, de los apellidos casuales, de las anécdotas señaladas en esa libreta inocente cuyas hojas eran nuestras propias manos. Una competencia de zancadas deportivas, envalentonados a empujones, sin parar de subir, de trepar, hasta alcanzar la nube que nos rondaba la cabeza, esa que nos hacía a todos iguales, cada vez más modernos, y a la vez tan distintos. Un revuelto de acículas de pino, de musgo seco, de tierra, los tallos de romero y el esparto, siempre ascendiendo, hacia arriba sudando, la algarabía, el sueño, la realidad inventada. La libertad y el miedo, esa dualidad que sofocaba la frente. Un salto y una caída a arrastraculo, el equilibrio final. Empezar a trepar un risco, el temblor en las extremidades, un apoyo inverosímil en una estrecha rendija, allí y acá, subiendo, sin parar de ascender. No había bocatas más buenos que aquellos de chorizo, de aquel que ya no hay. El agua fresca del Madroñal, inagotable, la boca bajo el chorro, la cantimplora llena para seguir subiendo hasta alcanzar el exiguo campamento, para tener a tiro la caseta del Refugio. Pasar la noche en él, entre juegos y risas, hasta que todos se dormían, y yo no podía pegar ojo. Contaba horas de ciento veinte minutos en un trance adolescente lleno de incertidumbre conmigo mismo. Tal vez nadie dormía y estaban todos despiertos, como yo, planteándose las mismas cuestiones. Luego, el deseo de ver amanecer, cansado de tanta noche oscura. La claridad perfilando las siluetas de los pinos, la elevación de la luz lentamente, los rayos de sol cegando aquellos ojos soñolientos.



Había que asomarse al peñón que remataba la ubicación del refugio para dejar caer la vista en el inmenso paisaje. Un sol resplandeciente, que acariciaba la piel como una madre, iba creciendo sobre el negror de la sierra y nos llevaba a empezar el día, sin desayuno, solo un trago de agua, y a montar la “tirolina” (He recordado esta palabra que casi tenía olvidada. La he buscado en el diccionario y no viene) Tensábamos la cuerda de una árbol a otro y aquello era la actividad principal del día. Se creaba un desnivel que aprovechábamos para deslizarnos por la cuerda, enganchados con un mosquetón. Recuerdos lejanos que fueron agrandándose con nuevas experiencias, sucesivas, a lo largo de los años, todas perfectas aventuras. Hasta subí varias veces de noche, por capricho, con la  valentía de estar entre amigos dispuestos a todo, capaces de completar una hazaña más, como esas otras de visitar el cementerio a las doce de la noche, o la de bañarnos en pleno invierno en el río. Iniciamos el ascenso entre la oscuridad de la sierra, valiéndonos de esas linternas de petaca, auténticas e infalibles,  guiados por las inmensas estrellas de entonces y las ganas de salir de tu casa al mundo. Desde aquellos recuerdos idealizados hasta verme de bruces en el año 2010, cuando subí corriendo a la sierra del Oro, participando en la prueba que organiza el Club de Senderismo el Portazgo, (tardé dos horas y pico, saliendo desde la esquina del convento y volviendo al mismo sitio, donde estaba la deseada meta) han pasado muchos años de sierra, de monte, de pinares, de paisajes a vista de pájaro, pero el deseo se renueva con tan solo pensar en llegar a la fuente del Madroñal.


Una de mis mejores experiencias en la sierra del Oro fue descubrir que desde ella se puede ver el mar. Se puede ver la lejana superficie marina a simple vista y si además utilizamos unos buenos prismáticos se pueden apreciar detalles que nos sorprenderán. Hay que subir por la pista forestal hasta el collado del Portazgo. Luego hay que coger el empinado camino que aparece por la izquierda, mirando a la sierra de Ricote, y ascender a la cuerda de la sierra, para alcanzar la señal topográfica. Habrá que elegir una mañana con el cielo despejado, con suerte de que no se levante la bruma del mar; mejor que haya hecho aire los días anteriores y la atmósfera, tras la noche, se haya quedado limpia. Tendrá que ser al amanecer o poco después. El ascenso del Sol irá reflejando la luz en la lámina del mar con una profundidad insospechada y lo marcará claramente en la línea del horizonte, en dirección a Orihuela, entre un espacio llano que deja la orografía de la comarca. Lentamente, ese dorado espacio refulgirá, crepitando en nuestras pupilas, mientras se desliza por el horizonte, según se eleva el sol.

© Pedro Diego Gil López 





Pedro Diego Gil López (Cieza, 1961), realizó estudios de Formación Profesional (Administrativo) y de Capataz Forestal. 
Ha publicado las novelas El pergamino de Shamat (Edtitorial Atlantis, 2014) y Monambo (Editorial MurciaLibro, 2016); dos relatos breves en el periódico digital El Heraldo del Henares, en la sección `Erase un cuento´, titulados “La hoja de papel en blanco” y “El grillo de la suerte”; y relatos, periódicamente, en la revista digital Letras del Parnaso. Ha sido finalista en el XIII Premio Internacional `Sexto Continente de Relato Negro´ 2012, con el título El viejo actor que mató a la injusticia, publicado en  la Antología  Matar a quienes manejan la economía ( Ediciones Irreverentes, 2015).



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