Pedro Diego Gil López
No sé cuántas veces he subido a la Sierra del Oro (o del Lloro, como prefieren llamarla muchos amigos; nombre que a mí también me
gusta utilizar), han sido muchas y aún pienso que han sido pocas, porque es un
verdadero placer andar por sus entornos. Los parajes que esconde son espacios
que permanecen austeramente desiertos, es como si fuese imposible encontrarse
con alguien. Una realidad absoluta que tal vez entrañe algún peligro. Superficies,
distancias y cantidades son parte de un todo capaz de aislarte en tu propia
creación, dando de sí percepciones exclusivas, en un disfrute propio que se va
enriqueciendo a través de tu visión única, subjetiva y maximalista.
A pesar de
tantos aficionados al senderismo, fuera del fin de semana, la sierra del Oro es
un espacio intrincado para perderse. La sierra se hace grande y boscosa, para
guardar su propio tiempo y su propia vida, esconde sus secretos micológicos
para que los descubran los amantes de las setas, en un espacio aumentado por
los jabalíes, a base de sendas y trochas, entre los barrancos cuajados de
coscojas. La sierra se hace altiva con el avistamiento de algún viejo arruí, se
detiene el orden establecido entre los riscos con su silueta. Una sierra que en los últimos años es hábitat
también del ciervo, que no sorprende con su presencia, enseñándonos su
cornamenta como si nos brindara un instante inolvidable, que recalcará en
nuestra mente el sentido de su largo devenir animal.
Empecé
a subir a esta sierra muy joven, con los amigos. El Madroñal, con su balsa esmeralda,
los huertos de oliveras y granados; y su último madroño, de inmortal recuerdo, longevo
y triste, como encerrado en una jaula de tierra, entre su olma ya en ruinas y
el cielo, siempre azul, sobre su copa dorada de verde.
La
senda de la Médica, empinada, abriéndole a nuestros pies la umbría, en una
primavera de orquídeas y tomillos, con los restos olvidados de lo que pareció
ser una casa hecha con troncos de madera. Al otro lado el Refugio, hoy derruido
y desescombrado. La limpieza del aire, el recio paisaje, el pinar, un ascenso
lento, soñador, sudoroso. La mochila con los bocatas, la cantimplora, las
cuerdas, aquellos jerséis de lana que nuestras madres nos hacían con sus manos
y aquellas largas agujas, y nuestros buenos pantalones cortos. Las ganas de
andar inagotables, siempre carleando, apretar
el paso y subir las empinadas cuestas, las sendas quebradas, los
terraplenes umbríos. La Sierra del Oro al frente, la alegría en el cuerpo por
sentir tanta libertad. Jóvenes, siempre jóvenes avanzando, alegres, sufridos,
con esa broma siempre en los labios, las risas, los motes, siempre dispuesto a
tildar al compañero con esa crudeza adolescente, con descripciones de nosotros
mismos, de los apellidos casuales, de las anécdotas señaladas en esa libreta
inocente cuyas hojas eran nuestras propias manos. Una competencia de zancadas
deportivas, envalentonados a empujones, sin parar de subir, de trepar, hasta
alcanzar la nube que nos rondaba la cabeza, esa que nos hacía a todos iguales,
cada vez más modernos, y a la vez tan distintos. Un revuelto de acículas de
pino, de musgo seco, de tierra, los tallos de romero y el esparto, siempre
ascendiendo, hacia arriba sudando, la algarabía, el sueño, la realidad
inventada. La libertad y el miedo, esa dualidad que sofocaba la frente. Un
salto y una caída a arrastraculo, el equilibrio final. Empezar a trepar un
risco, el temblor en las extremidades, un apoyo inverosímil en una estrecha
rendija, allí y acá, subiendo, sin parar de ascender. No había bocatas más buenos
que aquellos de chorizo, de aquel que ya no hay. El agua fresca del Madroñal,
inagotable, la boca bajo el chorro, la cantimplora llena para seguir subiendo
hasta alcanzar el exiguo campamento, para tener a tiro la caseta del Refugio.
Pasar la noche en él, entre juegos y risas, hasta que todos se dormían, y yo no
podía pegar ojo. Contaba horas de ciento veinte minutos en un trance
adolescente lleno de incertidumbre conmigo mismo. Tal vez nadie dormía y
estaban todos despiertos, como yo, planteándose las mismas cuestiones. Luego,
el deseo de ver amanecer, cansado de tanta noche oscura. La claridad perfilando
las siluetas de los pinos, la elevación de la luz lentamente, los rayos de sol
cegando aquellos ojos soñolientos.
Había que asomarse al peñón que remataba la
ubicación del refugio para dejar caer la vista en el inmenso paisaje. Un sol
resplandeciente, que acariciaba la piel como una madre, iba creciendo sobre el
negror de la sierra y nos llevaba a empezar el día, sin desayuno, solo un trago
de agua, y a montar la “tirolina” (He recordado esta palabra que casi tenía
olvidada. La he buscado en el diccionario y no viene) Tensábamos la cuerda de
una árbol a otro y aquello era la actividad principal del día. Se creaba un
desnivel que aprovechábamos para deslizarnos por la cuerda, enganchados con un
mosquetón. Recuerdos lejanos que fueron agrandándose con nuevas experiencias,
sucesivas, a lo largo de los años, todas perfectas aventuras. Hasta subí varias
veces de noche, por capricho, con la valentía de estar entre amigos dispuestos a
todo, capaces de completar una hazaña más, como esas otras de visitar el
cementerio a las doce de la noche, o la de bañarnos en pleno invierno en el río. Iniciamos
el ascenso entre la oscuridad de la sierra, valiéndonos de esas linternas de
petaca, auténticas e infalibles, guiados
por las inmensas estrellas de entonces y las ganas de salir de tu casa al
mundo. Desde aquellos recuerdos idealizados hasta verme de bruces en el año
2010, cuando subí corriendo a la sierra del Oro, participando en la prueba que
organiza el Club de Senderismo el Portazgo, (tardé dos horas y pico, saliendo
desde la esquina del convento y volviendo al mismo sitio, donde estaba la deseada
meta) han pasado muchos años de sierra, de monte, de pinares, de paisajes a
vista de pájaro, pero el deseo se renueva con tan solo pensar en llegar a la
fuente del Madroñal.
Una de mis mejores experiencias en la sierra del Oro
fue descubrir que desde ella se puede ver el mar. Se puede ver la lejana
superficie marina a simple vista y si además utilizamos unos buenos prismáticos
se pueden apreciar detalles que nos sorprenderán. Hay que subir por la pista
forestal hasta el collado del Portazgo. Luego hay que coger el empinado camino
que aparece por la izquierda, mirando a la sierra de Ricote, y ascender a la
cuerda de la sierra, para alcanzar la señal topográfica. Habrá que elegir una
mañana con el cielo despejado, con suerte de que no se levante la bruma del
mar; mejor que haya hecho aire los días anteriores y la atmósfera, tras la
noche, se haya quedado limpia. Tendrá que ser al amanecer o poco después. El
ascenso del Sol irá reflejando la luz en la lámina del mar con una profundidad
insospechada y lo marcará claramente en la línea del horizonte, en dirección a
Orihuela, entre un espacio llano que deja la orografía de la comarca. Lentamente,
ese dorado espacio refulgirá, crepitando en nuestras pupilas, mientras se
desliza por el horizonte, según se eleva el sol.
© Pedro Diego Gil López
Pedro Diego Gil López (Cieza, 1961), realizó estudios de Formación Profesional (Administrativo) y de Capataz Forestal.
Ha publicado las novelas El pergamino de Shamat (Edtitorial Atlantis, 2014) y Monambo (Editorial MurciaLibro, 2016); dos relatos breves en el
periódico digital El Heraldo del Henares, en la sección `Erase un
cuento´, titulados “La hoja de papel en blanco” y “El grillo de la suerte”; y
relatos, periódicamente, en la revista digital Letras del Parnaso. Ha sido finalista
en el XIII Premio Internacional `Sexto Continente de Relato Negro´ 2012, con el
título El viejo actor que mató a la injusticia, publicado en la
Antología Matar a quienes manejan la economía ( Ediciones Irreverentes, 2015).
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