viernes, 5 de junio de 2015

EL MENJÚ, ESE PARAÍSO PERDIDO


Pedro Diego Gil López
La Arcadia existió junto al río Segura en el paraje del Menjú. Allí quedan los restos de la fuente de la eterna juventud, una obra donde se erigía la escultura alucinante de una náyade rodeada de delfines, aquella ninfa que tropezó con el dios fluvial Alfeo, quien la pretendió. Allí está su recuerdo, en el río, en aquella barca que lo cruzaba desde la carretera de Abarán. Esas tardes de mona, de niño, de juventud primaveral, alejada y viva, en ese Menjú de paseos silenciosos, envuelto en la vegetación misteriosa de una rivera encantada. Toda su grandeza pendiente ya de un pasado, que se multiplica en cada ocasión que es rememorado, como en un sueño.   Toda su importancia relegada a un aspecto mental enajenado por la crudeza de la dura actualidad. Un paraje idílico, de ilusiones perdidas, de transformaciones imposibles, de propiedad ajena a la cordura, de dueños insensibles y mordaces. Un lugar que ya nunca más podré recomendar que se visite. Antes sí lo hice, se lo recomendé al amor, a la pasión, a la lúdica irresponsabilidad del alma, a los jóvenes que hacían novillos, a un sí mismo inocente y a la inconsciencia necesaria para comprender el mundo.



 Es tan triste hablar de un lugar que no quiero recomendar, con el fin de que no lo visite nadie; ni a quién lo conoció, ni a quién podría conocerlo, porque ambos individuos, uno sabedor de lo que había y otro imaginando lo que pudo haber, llegarían a ser el mismo, un ser impotente, deshumanizado de repente, huidizo, asustado por una responsabilidad insufrible. La tristeza debería formar un muro circular, de una altura considerable, para que nadie pudiera acceder a la realidad, a un hoy y a un mañana con el significado Menjú. O la amargura debería horadar un gran agujero que creara un pozo enorme donde cayera toda su obra muerta. O la indiferencia tendría que formar una niebla tan espesa que nadie pudiera atravesarla, para que nadie pudiera pisar esos paseos troceados por la desidia. Una condena debería aislar esa porción de tierra, antaño fuente eterna, río divino, reflejo del paraíso, lugar protegido por la diosa Diana. Una prisión tendría que retener su exuberancia vegetativa y su naturaleza pura, reteniendo el cumulo de propiedades exotéricas de su fundación. Habría que cegar el ojo y la luz a la vez, deseando que nadie diera de sí la casualidad de frecuentarlo. Y habría que pensar que todo estaba resumido en una propiedad de ricos señoritos, que caducaron en una edad insospechada, allá en una capital distante, ignorante, de siglos XX mortales. Y habría que saber que todo dependía de eso, de nada más. Aunque todos nosotros lo contempláramos con la boca abierta, desde nuestro pueblo, sin piedad. A pesar de que aún, cuando pronunciamos la palabra Menjú, se nos llena la boca del sabor de las habas tiernas y veamos el viejo camino más allá del puente Alambre, proponiendo una excursión entrañable, hacia un destino excitante. 
                

Hubo unos años que la náyade Aretusa, cuya estatua esculpida por Marco es la guardiana de los hechos, quiso defender su espacio acuático, su virginidad remota y el ámbito de su delicada influencia, convirtiéndose a la vez en uno de los perros de Acteón, con la ayuda de Artemisa. Ese animal existió, atacaba a aquellos que se atrevían a deambular por aquella finca en los años noventa. Era un perro feroz, y el encargado, su dueño, tuvo graves problemas, porque lo denunciaron a la Guardia Civil. La mayor parte del encanto de la finca aún perduraba. El perro desapareció, el encargado también, eso fue darle la puntilla de la propiedad. Un último intento de vallar sus accesos fue inútil. La finca aceleró su absoluta decadencia, empezó a borrarse, completamente abandonada, como si Céfiro, el dios del viento, hubiera soplado con toda su insistencia. Desapareció su dueño, la herencia, el usufructo, la leyenda misma del Menjú y la idea de una metamorfosis legendaria, expresada por aquel Ovidio, ahora insignificante. 

   Y a otro nivel, desapareció el reducto de una corriente neoclásica, que fue como una erección puntual, en una década que consumió un intento civilizador local, aislado y frágil. Allí se erigió la cúspide de una civilización particular, y los bárbaros vinieron y la arrasaron cuando supieron de su decadencia. Bárbaros de a pie, de gamberradas, de inutilidad, alejados en un despropósito cultural extremo, que a pedradas destruyeron el mármol inmaculado, quebrando las letras latinas que el poeta utilizó y ligó para edificar versos ya incomprensibles. Gente ruin visitó sus paseos de idílicas proporciones, recorrió sus estaciones glorificadas por el arte para cagar en los rincones entrañables, donde antes se habían besado ninfas y efebos de muchas generaciones. Personajes de gran vileza eran sus visitantes más habituales, iban llegando en oleadas fanáticas, riendo, meando, con grandes botellas de cerveza y latas de conservas podridas. Iban sucediéndose en mayor ignorancia, en más desprecio por todo, una vez que ya estaban despreciados ellos mismo por la sociedad. Y así se acabó con todo. Tardarán muchos años para que vuelva a haber algo similar, o algo que llegue a su nivel de grandeza. Me da la sensación que yo no lo veré. Solo me queda el consuelo de que pude ver el Menjú, de que pude tenerlo, de que pude amar en un lugar así, aquí, tan cerca de mi pueblo y de mi casa.          


No recomiendo que regreséis. No recomiendo que nadie intente encontrarlo. Que estos últimos pregunten a sus padres, a sus abuelos, ellos les dirán, ellos reconstruirán el Menjú como dioses benévolos, contando sus pequeñas historias, las horas de merienda, los besos que se dieron como novios, como jóvenes verdaderamente mitológicos. Sufriré si alguien me habla de su actualidad, absurdamente muerta, desgarrado por la impotencia. Siempre me veré camino del Menjú con un vinagrillo  en la boca.

  © Pedro Diego Gil López 



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