Jesús A. Salmerón Giménez
"LA
TRISTEZA tiene sus épocas y sus estilos: cada tristeza tiene un tono, un
vocabulario particular." Alberto Manguel
A
través de tres narraciones de tristezas distintas (y que, sin embargo,
se complementan mutuamente), estas historias exploran la aterradora
realidad de nuestro mundo. Galveston: Una novela
negra, que narra el matón Roy Cady después de confesarnos que anda
desahuciado por un cáncer. El Hambre, de Martín Caparrós, una crónica
del fracaso humano. Charlotte, la historia de una pintora
alemana que muere a los veintiséis años en Auschwitz, lejos de su gran
amor. Estas lecturas que inicié en febrero (el mes más triste) y finalicé en abril
(el mes más cruel, según Eliot), no embargaron mi ánimo de pulsión suicida
alguna (tan propia del corto y ventoso febrero, por otra parte, como documentó
Durkheim): el más negro corazón del invierno alberga siempre el proyecto de la
primavera, que, aquí, florece en la formidable pluma de estos escritores y llega
– como un hálito de esperanza, una brisa de belleza-, a través del libro a
nuestras manos, a nuestros corazones. Estos libros tristes -tristes cada uno a
su propia manera-, nos demuestran que incluso en los tiempos más sombríos, en el corazón de las tinieblas, encontramos historias, acciones de personas cuyo valor y generosidad nos
reconcilian con el ser humano y, de alguna forma, redimen el mundo. Como
escribió Landero, un
grano de felicidad, un mar de olvido.
Walter Benjamin
*Charlotte, de David Foenkinos.
Abismado
en Casa Desolada, sólo una manifestación de amistad -generosa, como son ellos-
ha logrado arrancarme del poderoso campo magnético de Dickens. El libro que me
regalaron el pasado 23 de abril (no conocía ni el libro ni el autor: vasta y
profunda es mi ignorancia), habla también del buen gusto de mis amigos
(gracias, Roja). De una sentada (en mi sillón con orejas, que está muy familiarizado
con la alta literatura, ya hasta opina y se queja), con la voz trémula de
emoción (la voz, sí, la avariciosa voz con la que nos contamos a nosotros
mismos lo que leemos), he ido pasando las hojas -los dedos, temblorosos,
ávidos, febriles-a medida que avanzaba, que iba descendiendo a los infiernos de
la historia (con una emoción de intensidad sorprendente), que nos narra -y en
la que nos atrapa- este escritor francés, y que arma con una estructura
insólita (¿poema?, ¿canto?, ¿himno?): una sucesión de frases cortas, secas
-como trazos de la genial Charlotte-, escritas de forma directa al corazón y a
la mente del lector, sin intermediarios: Al final de cada frase nos aguarda una
verdad -y el lector sabe reconocerla cuando logra atraparla-. Como si emanara
una fuerza moral de cada una de ellas. ("Sentía la necesidad de poner puntos
y aparte para respirar. Entonces caí en la cuenta de que había que escribirlo
así", nos confiesa en su libro David Foenkinos). Este libro magnífico y conmovedor, de distintas
capas de lectura (la desgarradora historia de Charlotte -epítome del Holocausto-,
la búsqueda del escritor Foenkinos fascinado por la artista Charlotte -que me
ha recordado la genial Laura, de Preminger, en la que el detective se enamora,
a través de un cuadro, de una muerta-, los insondables caminos de la creación
artística....
Un libro memorable, perturbador, que sigue
alimentando mis benditas ganas de leer y del que lo mejor que puedo decir es
que no ha desentonado -al contrario, ha sido un maravilloso paréntesis- de Casa
Desolada, cuyos salones, jardines, galerías.Me aguardan, me conducen al corazón del laberinto. Sospecho que me esperan
muchas horas felices.
*
Galveston, de Nic Pizzolatto.
No
es una obra maestra, "ni el mejor noir que he leído en la última
década", como sostiene el irregular Lehane (capaz de escribir una
maravilla como "Cualquier otro día" y destrozar la historia con una
continuación -"Vivir de noche"- que es una caricatura de la primera),
pero no solo de grandes obras vive el lector (la última que leí de este género
es -sin contar, por supuesto, toda la saga de Quirke, que juega, digámoslo así,
en otra liga- la magnífica "El poder del perro", de Don Winslow). He leído
Galveston con mucho interés, motivado
sin duda por el gran aliciente de leer la primera novela del creador de True Detective. Y no me ha
decepcionado: es original, pero también desoladora. La historia de un matón
enfermo, "que sintiéndose como una ciudad en ruinas y sin murallas quiere
hacer algo digno antes de morir. O sea, proteger a una mujer acorralada y a su
niña". Un matón que, algo raro en este género, recobra el aliento con la
lectura: "(...) leer me aliviaba un poco del peso del tiempo. El hábito de
la lectura, que he mantenido estos veinte años, no me convierte en una persona
distinta. Simplemente, desde que tuve que dejar de beber, se convirtió en la
mejor manera de pasar el rato".
"Cuando
leía, me abstraía con las palabras y lo que significaban y perdía la noción de
tiempo. Me sorprendió descubrir que existía esa libertad forjada exclusivamente
con palabras. Y entonces sentí que muchos antes se me había escapado algo
crucial".
Como decía al principio, no es la novela negra
de la década (siquiera de la semana), y quien busque parecidos con la
extraordinaria True Detective, se decepcionará, pero es interesante, con
atmósfera (el paisaje entre Texas y Luisiana -por cierto, que el nombre es de
origen español: Gálvez+Town), sus habitantes, la estructura -original e inteligente, con esos planos temporales, 1987 y 2008-, que
te mantiene en suspense hasta el final (un buen final). Pero, para mí, lo mejor
es el personaje: este matón, en perpetuo estado de ruina, al que parece que se
le agota el valor (John le Carré nos enseñó, en El sastre de Panamá, que la
valentía tiene fecha de caducidad), y que- quiero imaginar- se redime a través
de la lectura, como nosotros.
* El Hambre, de Martín Caparrós.
“Este
libro es un fracaso (…) porque una exploración del mayor fracaso del género
humano no podía sino fracasar (...) Y, aun así, es un fracaso que no me
avergüenza". Martín Caparrós
Este libro -valiente, incómodo, apasionado- comienza con una escena en la que una
mujer, en un hospital de Níger, carga a su hijo a la espalda para llevarlo de
regreso a casa. El chico está muerto: muerto por hambre.
Y
desde esas primeras y dramáticas líneas, un escalofrío recorre el alma lector,
y no nos abandona ya en esta noche oscura del hambre -solo iluminada por
súbitos relámpagos de rabia, que estremecen a quienes se abisman en la lectura
de este insólito y durísimo libro de Martín Caparrós. Enseguida comprendemos
que no es necesario viajar al recóndito corazón de la selva para exclamar con
Kurtz: "¡El horror! ¡El horror!": ahí está, a la vuelta de la esquina, en el
OtroMundo, entre las páginas de este magistral y terrible libro.
La
apuesta de Caparrós es dura: indagar sobre el monstruo del hambre, analizar y
conjeturar sobre cuales han sido los motivos que han llevado a esta terrible
situación, responder a la pregunta que se formula una y otra vez: por qué, en
un mundo que dispone de comida para todos, se mueren 25.000 personas cada día
por hambre. Cuestión muy peliaguda en un mundo hostil, resbaladizo a la culpa.
Caparrós
plantea su obra, una especie de intento de inmersión en este crimen de lesa
humanidad y en todas las circunstancias que contribuyen a que se produzca, como
una especie de secuencia que cuesta abandonar una vez se entra en ella.
El
hambre no es una estadística, como escribe nuestro autor, en un brillante y
aguerrido párrafo: “el hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El
tema no es el hambre, son las personas”. Y éstas personas habitan -(mal) viven
y mueren- a lo largo de las seiscientas escalofriantes páginas de este libro:
cientos de historias de personas concretas —que viven en Madagascar, en
Argentina, en Estados Unidos, en India— "para quienes el hambre lleva,
adosados, parásitos que se alimentan de ella y que, a su vez, la alimentan: los
roles sociales, las creencias religiosas".
Como
escribió el gran Oscar Wilde: "Es inmoral usar la propiedad privada para
aliviar los horribles males que resultan de la institución de la propiedad
privada. Es inmoral e injusto".
Al
final, como en la obra maestra Soy leyenda, de Richard Matheson la conclusión
es obvia y aterradora: "Porque Robert Neville miró al abismo y el abismo
le devolvió la mirada y, como Frankenstein, vio que él era el auténtico
monstruo. ¿No lo somos todos?"
© Jesús A. Salmerón Giménez
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