Pedro Diego Gil López
Yo conocí la sierra de la Cabeza de Asno
antes, mucho antes, del incendio del 94. Aquel incendio voraz que vino de
Somogil, desde la Puerta de Moratalla, como una lástima de desidia y olvido, de
la naturaleza perdida de nuestros gratos entornos, que duró siete largos días.
Tenía oídas de que dicho incendio había cruzado el río Segura por
Cañaverosa. Cogí el coche y llegué al
lugar para constatar el desastre. Vi llegar aquella bola de fuego una tórrida
tarde de julio, todo el suelo crujía y el aire rechinaba. La desesperación
enlatada en ese 4 L blanco que me servía de excusa para recular. Avisados todos
los medios de extinción, nadie llegaba. La bola de fuego avanzaba ávida de
hidrocarburos vegetales, consumiendo esas acículas depositadas en el tiempo,
calcinando las viejas atochas de la memoria del monte. El exiguo cortafuegos
que se mal dibujaba entre los términos municipales de Calasparra y Cieza, era
como un espacio lleno de oxígeno, un acelerador de las llamas. El fuego
sobrevoló las copas de los vetustos pinos que lo flanqueaban. La temperatura
abrasadora, el viento, el fuego, la vida misma huyendo sin poder hacerlo. Imaginé águilas guiando a las cabras monteses a huir de las llamas, a palomas
torcaces pendientes de librar del fuego a las liebres. Con grandes dosis de
ingenuidad, también vi a las grajillas huir ruidosas, transportando a
chicharras y hormigas, a los alcaravanes poniendo a salvo a las tortugas moras,
a los vencejos ascender a los cielos cada uno con un caracol, a las perdices
apeonar veloces con los espolones llenos de grillos y a las alondras volar con
un alacrán en el pico. Luego, las sirenas de los camiones de los retenes que
acudieron. El fuego enloquecedor, la llama erguida, purificadora en sí misma,
arrasadora. El verano del 94, las cenizas de mil sierras llegaron al mar. Las
que provocó el incendio de la vegetación de la sierra de la Cabeza de Asno
llegaron al pueblo, a los tejados de las casas de Cieza. Imposible. Al día
siguiente no era nada. El calor mitigado en la cercana playa, bajo el agua del
grifo, en la ducha, en esas piscinas de los campos particulares, o con esos
aires acondicionados encendidos a tope. Más allá del suceso, las preguntas eran
de risa, las respuestas algo tontas, los visionarios a montones. Pero la sierra
ardió y todo lo que la rodeaba; ardió la rambla del Agua Amarga, el paraje de
la Melera, la Loma del Calvo, y parte del Picarcho.
La reina de estos parajes, la
soledad, fue la única seña, (motivo, ente, distinción o nota) que aguantó la
fuerza del fuego, la única que pudo sobrellevar la extinción vegetal y la huida
de la naturaleza. Lo consiguió a base de desplegar toda su fuerza. Logró quedar
más inamovible que nunca, en ese después tan gris e irreal, aislada de tal
manera en ese lugar desolado, de tan reciente creación, que acrecentó todo su
poder a costa, incluso, de la mismísima realidad. La soledad tensa,
perseverando como un todo unificador después de la hecatombe, formando la
cohesión final, el círculo exacto que lo domina todo, destacó por encima del
desastre. Eso salvó a la sierra de la Cabeza del Asno, con su enigmático
nombre, dándole un futuro de ineludible verdor, para que siguiera siendo el
verdadero cartel anunciador de las tierras murcianas, que da la bienvenida
paisajística oportuna, verde y azulada, algo brumosa, desde los campos de
Albacete, llegando por la exigua nacional 301.
Una
pista forestal asciende a su ladera, hasta su extenso oripié que desde el
incendio del 94, visto desde lejos, parece una lija. Al acercarnos a su base de
cabeza asnal se ven los pequeños riscos que se desprendieron de la cresta,
derrumbe a derrumbe, poblada de jaras, chaparras y espinos, todos ejemplares
nuevos, retoños de viejos píes supervivientes de las llamas; a saber cuántas
veces reinventados de incendios posteriores.
He llegado otra vez, solo han pasado veinte años. Dejo el
coche en la caseta donde guardaban las herramientas de la última cantera que
allí se trabajó, cuya huella perdura por
encima de todos los incendios del mundo. Y sigo a pie hasta el aljibe del
cabezo del Viso. Un paseo llano y abierto. Una ida y vuelta soñadora. Todo el
entorno de la sierra guarda un silencio exclusivo y una profundidad particular,
el lugar está hermosamente desierto. Si nos decidimos por realizar ese
itinerario hacia el término de Calasparra, avanzaremos por un tramo del camino
de la Vera Cruz de Caravaca, que transcurre hacia la hermana sierra del Puerto.
Las minas de hierro que se explotaron con escaso éxito en las laderas umbrías,
se ven como poros abiertos, rojizos puntos que comunican las entrañas de la
tierra con la superficie y mezclan el olor de las profundidades con las
fragancias de tomillo. Hoy es primavera, las flores de jaguarzo alfombran el
monte, parecen blancas gotas de luz, con su puntito amarillo de estambres, más
allá una ladera salpicada de flores azules de lino, entre la espuma vibrante
que forman los blancos espigones florales del gamón. Además, se huele al
frescor de las más puras esencias. Gotas de lluvia, rayos de sol, aire fresco
de levante, y esa paz de frontera autonómica nueva, indiferente y sutil,
formada de diáfanos muros de lentisco. La pista continúa, no para, es como una
cinta transportadora, te da el avance, el recurso de los ángulos, llevándote a
un atardecer de recias columnas de nubes, elevadas y densas, yunques de
tormenta que llegan de la Mancha. Rápidamente, el aguacero, el crepitar de la
tierra mojada, los rápidos pasos de regreso.
Tal vez hoy me apetezca subir a
lo más alto de la sierra, donde campea la señal topográfica, punto geodésico de
los viejos mapas del Instituto Geográfico Nacional. Una subida espléndida,
progresiva, hasta los altos riscos de la Cabeza, por la senda que asciende
desde el refugio forestal. Un esfuerzo agradable, el sudor en la espalda, en la
frente, la sensación muscular de forzar las piernas. Se llega a la cresta, a la
cuerda de la sierra, fácilmente, una verdadera alegría. Luego otra ligera
ascensión hasta la accesible cumbre. En lo más alto, el monolito topográfico y
un lugar para interrogar desde allí el paisaje circular que se contempla,
calificable de enorme, y descubrir la intimidad rocosa de la Cabeza. Es
preferible subir a esta magnífica altura, alrededor de setecientos metros sobre
el nivel del mar, en un día despejado, a primeras horas de la mañana. El
paisaje, así, se abrirá como una enorme flor, como si nosotros estuviéramos
subidos en un elevado cáliz y alrededor nuestro se extendieran oleadas de
pétalos nervados, en series de colores luminosos, bajo la nítida lluvia solar.
Un verdadero trance contemplativo propiciado por la infinidad de reflejos
vegetales, terrosos y minerales, que la nitidez del aire expande hasta tus
ojos.
© Pedro Diego Gil López
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