jueves, 7 de mayo de 2015

LA SIERRA DE LA CABEZA DEL ASNO

         Pedro Diego Gil López




       Yo conocí la sierra de la Cabeza de Asno antes, mucho antes, del incendio del 94. Aquel incendio voraz que vino de Somogil, desde la Puerta de Moratalla, como una lástima de desidia y olvido, de la naturaleza perdida de nuestros gratos entornos, que duró siete largos días. Tenía oídas de que dicho incendio había cruzado el río Segura por Cañaverosa.  Cogí el coche y llegué al lugar para constatar el desastre. Vi llegar aquella bola de fuego una tórrida tarde de julio, todo el suelo crujía y el aire rechinaba. La desesperación enlatada en ese 4 L blanco que me servía de excusa para recular. Avisados todos los medios de extinción, nadie llegaba. La bola de fuego avanzaba ávida de hidrocarburos vegetales, consumiendo esas acículas depositadas en el tiempo, calcinando las viejas atochas de la memoria del monte. El exiguo cortafuegos que se mal dibujaba entre los términos municipales de Calasparra y Cieza, era como un espacio lleno de oxígeno, un acelerador de las llamas. El fuego sobrevoló las copas de los vetustos pinos que lo flanqueaban. La temperatura abrasadora, el viento, el fuego, la vida misma huyendo sin poder hacerlo. Imaginé águilas guiando a las cabras monteses a huir de las llamas, a palomas torcaces pendientes de librar del fuego a las liebres. Con grandes dosis de ingenuidad, también vi a las grajillas huir ruidosas, transportando a chicharras y hormigas, a los alcaravanes poniendo a salvo a las tortugas moras, a los vencejos ascender a los cielos cada uno con un caracol, a las perdices apeonar veloces con los espolones llenos de grillos y a las alondras volar con un alacrán en el pico. Luego, las sirenas de los camiones de los retenes que acudieron. El fuego enloquecedor, la llama erguida, purificadora en sí misma, arrasadora. El verano del 94, las cenizas de mil sierras llegaron al mar. Las que provocó el incendio de la vegetación de la sierra de la Cabeza de Asno llegaron al pueblo, a los tejados de las casas de Cieza. Imposible. Al día siguiente no era nada. El calor mitigado en la cercana playa, bajo el agua del grifo, en la ducha, en esas piscinas de los campos particulares, o con esos aires acondicionados encendidos a tope. Más allá del suceso, las preguntas eran de risa, las respuestas algo tontas, los visionarios a montones. Pero la sierra ardió y todo lo que la rodeaba; ardió la rambla del Agua Amarga, el paraje de la Melera, la Loma del Calvo, y parte del Picarcho.                                                   

                                  
   
 La reina de estos parajes, la soledad, fue la única seña, (motivo, ente, distinción o nota) que aguantó la fuerza del fuego, la única que pudo sobrellevar la extinción vegetal y la huida de la naturaleza. Lo consiguió a base de desplegar toda su fuerza. Logró quedar más inamovible que nunca, en ese después tan gris e irreal, aislada de tal manera en ese lugar desolado, de tan reciente creación, que acrecentó todo su poder a costa, incluso, de la mismísima realidad. La soledad tensa, perseverando como un todo unificador después de la hecatombe, formando la cohesión final, el círculo exacto que lo domina todo, destacó por encima del desastre. Eso salvó a la sierra de la Cabeza del Asno, con su enigmático nombre, dándole un futuro de ineludible verdor, para que siguiera siendo el verdadero cartel anunciador de las tierras murcianas, que da la bienvenida paisajística oportuna, verde y azulada, algo brumosa, desde los campos de Albacete, llegando por la exigua nacional 301.     


     Una pista forestal asciende a su ladera, hasta su extenso oripié que desde el incendio del 94, visto desde lejos, parece una lija. Al acercarnos a su base de cabeza asnal se ven los pequeños riscos que se desprendieron de la cresta, derrumbe a derrumbe, poblada de jaras, chaparras y espinos, todos ejemplares nuevos, retoños de viejos píes supervivientes de las llamas; a saber cuántas veces reinventados de incendios posteriores.                                                      
    He llegado otra vez, solo han pasado veinte años. Dejo el coche en la caseta donde guardaban las herramientas de la última cantera que allí se trabajó, cuya huella perdura  por encima de todos los incendios del mundo. Y sigo a pie hasta el aljibe del cabezo del Viso. Un paseo llano y abierto. Una ida y vuelta soñadora. Todo el entorno de la sierra guarda un silencio exclusivo y una profundidad particular, el lugar está hermosamente desierto. Si nos decidimos por realizar ese itinerario hacia el término de Calasparra, avanzaremos por un tramo del camino de la Vera Cruz de Caravaca, que transcurre hacia la hermana sierra del Puerto. Las minas de hierro que se explotaron con escaso éxito en las laderas umbrías, se ven como poros abiertos, rojizos puntos que comunican las entrañas de la tierra con la superficie y mezclan el olor de las profundidades con las fragancias de tomillo. Hoy es primavera, las flores de jaguarzo alfombran el monte, parecen blancas gotas de luz, con su puntito amarillo de estambres, más allá una ladera salpicada de flores azules de lino, entre la espuma vibrante que forman los blancos espigones florales del gamón. Además, se huele al frescor de las más puras esencias. Gotas de lluvia, rayos de sol, aire fresco de levante, y esa paz de frontera autonómica nueva, indiferente y sutil, formada de diáfanos muros de lentisco. La pista continúa, no para, es como una cinta transportadora, te da el avance, el recurso de los ángulos, llevándote a un atardecer de recias columnas de nubes, elevadas y densas, yunques de tormenta que llegan de la Mancha. Rápidamente, el aguacero, el crepitar de la tierra mojada, los rápidos pasos de regreso.



     Tal vez hoy me apetezca subir a lo más alto de la sierra, donde campea la señal topográfica, punto geodésico de los viejos mapas del Instituto Geográfico Nacional. Una subida espléndida, progresiva, hasta los altos riscos de la Cabeza, por la senda que asciende desde el refugio forestal. Un esfuerzo agradable, el sudor en la espalda, en la frente, la sensación muscular de forzar las piernas. Se llega a la cresta, a la cuerda de la sierra, fácilmente, una verdadera alegría. Luego otra ligera ascensión hasta la accesible cumbre. En lo más alto, el monolito topográfico y un lugar para interrogar desde allí el paisaje circular que se contempla, calificable de enorme, y descubrir la intimidad rocosa de la Cabeza. Es preferible subir a esta magnífica altura, alrededor de setecientos metros sobre el nivel del mar, en un día despejado, a primeras horas de la mañana. El paisaje, así, se abrirá como una enorme flor, como si nosotros estuviéramos subidos en un elevado cáliz y alrededor nuestro se extendieran oleadas de pétalos nervados, en series de colores luminosos, bajo la nítida lluvia solar. Un verdadero trance contemplativo propiciado por la infinidad de reflejos vegetales, terrosos y minerales, que la nitidez del aire expande hasta tus ojos.  

  © Pedro Diego Gil López 


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