miércoles, 27 de mayo de 2015

CHARLES DICKENS FOREVER


Jesús A. Salmerón Giménez

“Yo he leído libros. He leído todo lo que un hombre puede querer leer. Dos veces. Dickens, tres veces”.
                                           Una cuestión de tiempo, Richard Curtis, 2013.

En mis viajes andados, durante unas semanas –con las lluvias de abril y el sol de mayo– no me ha importado, de vuelta del trabajo, atravesar Murcia –a velocidad de crucero–, sorteando las corrientes de agua que se forman cuando caen cuatro gotas o, las más de las veces,  deslizándome por las calles calcinadas por un sol de justicia (si se puede llamar justicia a 40 grados a la sombra), porque me aguardaba, al final de la escapada, la promesa de felicidad de Casa desolada, la espléndida compañía de Dickens. Y leer a Dickens es un placer extraordinario: “Quisiera uno seguir leyendo y viviendo como lee y vive ahora, al margen de las coacciones insidiosas o destempladas del presente, dedicando los días a acontecimientos de tan delicada lentitud y tan escasa actualidad como las páginas de Dickens” (Muñoz Molina).

Nada más llegar a casa, una comida rápida y me disponía para la inmersión: dejaba arriba, en la superficie, el fogonazo, la luz cegadora de Murcia para sumergirme de lleno en la ciudad de la niebla (la niebla, alumbrada por los faroles de gas, entre fango y lluvia, no se levanta en toda la novela y acaba por invadir hasta el rincón del lector: mi sillón de orejas se iba difuminando en la habitación...): el Londres floreciente y el miserable; las mansiones suntuosas y las humildes casas de ladrillos ennegrecidas por el hollín; la alta y elegante sociedad victoriana y la pobreza, las duras condiciones laborales, el analfabetismo, los problemas higiénicos y sanitarios que causaban estragos en la población.



Casa Desolada no es una  de sus novelas más conocidas, pero sí, sin la menor duda, la más memorable. Se inicia con la historia tortuosa, kafkiana, de un proceso judicial que no se resuelve nunca y termina abarcando toda la ciudad del Londres decimonónico, el ciclo completo de la vida, el universo entero. La maestría técnica, la ambición narrativa, los elementos del folletín (crímenes, desigualdades sociales, villanos ruines y héroes fascinantes, herencias perdidas, amores imposibles), el moralismo, el sentimentalismo, la comicidad deslumbrante y también las preocupaciones sociales en una época de intensa industrialización y profundos cambios sociales. Todo Dickens está en Casa Desolada, el mejor Dickens, la grandeza de Dickens. 

El libro nos devuelve –intactas– las benditas ganas de leer, la ilusión y el gusto por la literatura que teníamos cuando éramos jóvenes e indocumentados, pero la madurez, la experiencia lectora (algo bueno tenía que traer esta desolación del tiempo), nos permite otros descubrimientos, hallar tesoros escondidos, matices –delicados y profundos– que antes nos pasaban desapercibidos: obtenemos mucho más de lo que damos al leer a Dickens. Como apunta Bloom, Harold Bloom: “Leer” a veces resulta un término demasiado tradicional para la total entrega a que invita Casa Desolada.

Charles Dickens, como todos los grandes, es amado por unos lectores  y criticado por otro. No hay medias tintas. O se ama o se rechaza. ¿Y qué ha hecho Dickens por nosotros? –preguntarán algunos escépticos– aparte de la celebración de las navidades –gracias al impacto que tuvo Canción de Navidad–, la denuncia de la pobreza, los personajes de la comedia moderna, el cine –Eisenstein dijo que los cimientos del séptimo arte fueron edificados por Griffith basándose en ideas de Dickens como el montaje paralelo o los primeros planos–, los nombres de los personajes llenos de simbolismo y nuestra visión de la ley y el derecho. (Las seis cosas que Charles Dickens dio al mundo moderno, BBC). Y nosotros le insistiremos a los puntillosos Reg de turno: su influencia en el mundo moderno es tan grande que, como sostiene uno de sus biógrafos, nunca ha dejado de ser una fuerza viva (en la maravillosa serie The Wire, en la quinta temporada de el director adjunto del Baltimore Sun pide a sus reporteros que busquen el "aspecto dickensiano" de la ciudad), pero lo que siempre nos quedará del genial autor son sus libros, su poderosa literatura –de cuyo campo magnético no he podido (ni quiero) escapar en los últimos años–: Dickens tiene un don para la creación de personajes, una vigorosa capacidad de invención y una fuerza narrativa extraordinaria y brillante.







El cuadro El sueño de Dickens, firmado por su contemporáneo Robert Williams Buss, muestra al escritor, en su estudio, dormido, rodeado por sus creaciones.



En cada uno de sus inolvidables personajes (en los principales, pero también en los secundarios) late el corazón del creador David Copperfield  (la novela de las novelas, la ha llamado Guelbenzu): el amargado y  avaricioso Scrooge de Cuento de Navidad; el maltratado niño Oliver Twist (y Fagin, líder de los ladrones); el huérfano y esnob Pip de Grandes Esperanzas; Samuel Pickwick, el fundador y presidente del Club Pickwick (pero sobre todo Sam Weller, su particular Sancho Panza)…Su infancia difícil (con solo doce años fue empleado en una fábrica de betún) le llevó a solidarizarse con los desfavorecidos, a retratar la pobreza creando una auténtica literatura periodística. La vida de Dickens es un ejemplo de lucha y superación personal. “Nunca he creído posible que una habilidad natural o adquirida pudiera desdeñar la compañía de otras virtudes como la laboriosidad y la perseverancia. En este mundo no hay nada comparable al deseo de llegar al fondo de las cosas”, nos dice en David Copperfield, su novela más autobiográfica. Aunque no todo en él es ejemplar (en la excelente biografía que escribió Claire Tomalin, nos dice  la autora: “Dan ganas de apartar la mirada de buena parte de los sucesos del año siguiente, 1858. Su hija Katey, habló, décadas después, del sufrimiento que había en la casa y del comportamiento casi demente de su padre”.): el genial autor sostenía que sus personajes malvados respondían a como él realmente era, y sus héroes, generosos y llenos de bondad, representaban a lo que él aspiraba ser.

Su titánico esfuerzo y la entrega personal de Dickens a su obra, dejándose –literalmente– la vida en ello, se transmite a su grandiosa literatura. Su lectura es el merecido homenaje que podemos rendir al más universal de los narradores.

© Jesús A. Salmerón Giménez

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