Jesús A. Salmerón Giménez
"Cada noche antes de dormir me leo un poema. Es una forma de
quitarse la suciedad del día, como una ducha."
Ilustración de Quint Buchholz
Para
los lectores de poesía, esa extraña cofradía -dos de cada mil personas, según
las últimas estadísticas o precisos cálculos de Wislawa Szymborska- a la que
pertenezco por derecho propio desde que escuchara -deslumbrado, todavía, hoy-,
en aquellas arcaicas y ciezanas noches de mi infancia, recitar a mi padre de un
tirón (tardaría en llegar el primer televisor a casa) los inmortales versos de Zorrilla: Aquí está don
Juan Tenorio, y no hay hombre para él. Desde la princesa altiva a la que pesca
en ruin barca, no hay hembra a quien no suscriba, y cualquier empresa abarca si
en oro o valor estriba. Búsquenle los reñidores; cérquenle los jugadores; quien
se precie que le ataje, a ver si hay quien le aventaje en juego, en lid o en
amores -él mismo un don Juan redivivo y Hortelano-, nada existe
comparable al descubrimiento de un nuevo mundo poético, al placer
extraordinario de adentrarse por vez primera -con cautela y asombro- en un incógnito
territorio literario, no hollado aún por la codicia lectora, de la mano sabia
del poeta, que va nombrando -con palabras hechas música- las cosas que antes
"para mencionarlas había que señalarlas con el dedo".
Y
es que la poesía es el lenguaje de los dioses (y las palabras de la tribu,
Prometeo mediante): Sigo pensando/que es otra cosa la
poesía:/una forma de amor que sólo existe en silencio, /en un pacto secreto
entre dos personas, /de dos desconocidos casi siempre. La poesía es la expresión literaria más alta que puede
haber, la más libre, la más profunda, pero, sobre todo, es un género que
solo admite la excelencia, sin medias tintas: En la
poesía, lo que no es excelente es despreciable. Como sostiene Carlos
Fuentes: Los poetas son la avanzada de la literatura.
Ellos son los caballeros, nosotros (los narradores) somos los escuderos.
La
poesía siempre ha habitado mis días y mis noches; en cada época y lugar, me ha
acompañado, he vivido con la voz de un/a poeta (voz de la tribu): su libro
siempre al alcance de la mano, en la mesa de noche, o en el despacho (ahora que
nadie me lee…), o guardado en el bolsillo de la gabardina para leer en el banco
de un parque, o en una terraza de Murcia, esta Murcia envuelta en el aire claro
y la luz cegadora que Jorge Guillén respiró un día.
Así
que comprenderán mi sorpresa –pues sólo por sorpresa ocurren estos raros,
maravillosos casos-, mi honda emoción al descubrir la impresionante obra de
José Emilio Pacheco (poeta extraordinario, ensayista singular, novelista
espléndido -autor de las hermosas novelas: Batallas en el desierto y Morirás
lejos).
El
prodigioso Tarde o temprano -el volumen que recoge toda la obra
poética de José Emilio Pacheco-, uno de libros más generosos e inquietantes que
he leído en mi vida, me ha acompañado –habitado- los últimos meses: con él he
pasado horas enteras, en las primeras horas del día o en las últimas de la
noche, en la cama o andando -siempre doy vueltas sobre mí mismo-; me ha
producido un efecto plácido, sedante, o me ha impactado y estremecido como un
meteorito, pletórico de incesantes e inagotables sorpresas. En momentos
difíciles, he encontrado consuelo (los días me han parecido menos grises, duros
y amargos); en los momentos mejores, su lectura ha multiplicado mi felicidad
(la vida me ha parecido más bella). Es un
libro intenso, genuino, pletórico
de espiritualidad, naturaleza y sentimiento, preñado de lirismo (en lo
cotidiano), sentido del humor, compromiso social (su verso se quebranta contra la injusticia),
ironía, amor por la literatura, amor por los animales, amor por la música...
Como
sostienen dos grandes amigos y paisanos del poeta (cada uno de ellos, también
toda una literatura):
Sergio
Pitol: Abrir "Tarde o temprano" (...)
detener la vista al azar en alguna de sus páginas, nos revelará una de sus
mayores obsesiones, quizás la mayor: el testimonio entre un instante vivido y
lo que ocurre en su entorno, enfrentar la historia privada, aun en sus detalles
más minúsculos, a la Gran Historia, turbia y aterradora casi siempre.
Elena Poniatowska: (…) toca fibras en las que se reconocen, en las que tú y él y
yo, ustedes y nosotros nos identificamos. Al leerlo, cada quién escribe de
nuevo Tarde o temprano. Lo suyo es nuestro. Hacemos el libro con él, somos su
parte, nos convierte en autores, nos refleja, nos toma en cuenta, nos completa,
nos quita lo manco, lo cojo, lo tuerto, lo bisoño. Le debemos a él ser
lectores, por lo tanto le debemos a él la vida.
José Emilio Pacheco es uno de los más grandes poetas
que he leído, de los que más me han
llegado al corazón: de los más claros, de los más completos -el poema Alta
traición, que dice: No amo a mi patria. / Su fulgor abstracto / es
inasible, es, como
subrayó Fernando del Paso, uno de los más hermosos y honestos, escritos en
lengua española-. Y como no podía ser de otra forma, este poeta
excepcional de la vida cotidiana y narrador memorable, fue un hombre lleno de
bonhomía, sencillez y humildad, cualidades que no se estilan mucho en el ensoberbecido
mundo de las letras: No soy ni el mejor poeta de mi
barrio, declaró al recibir el
premio. Y lo explicó: A la vuelta de la esquina de mi casa
vive Juan Gelman y a unas cuantas cuadras Francisco Blanco.
Y
en la frontera de de su vasto, hondo, maravilloso territorio, nos dejó, como
espléndido broche a su producción poética, este hermoso poema, que es puro
canto y celebración de la vida:
LA PLEGARIA DEL ALBA
Hace milagros este amanecer. Inscribe su página de luz en el
cuaderno oscuro de la noche. Anula nuestra desesperanza, nos absuelve de
nuestra locura, comprueba que el mundo no se disolvió en las tinieblas como
hemos temido a partir de aquella tarde en que, desde la caverna de la
prehistoria, observamos por vez primera el crepúsculo.
Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no
está. El amanecer nos entrega la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo
único de verdad nuestro es el día que comienza.
(Paisaje
de El Cañón del Sumidero, Chiapas, Percival Argüero)
© Jesús A. Salmerón Giménez
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