martes, 7 de abril de 2015

EL SALERO DEL REALILLO


Pedro Diego Gil López

El bravo entorno del Almorchón acoge un estruendo de terrenos erosionados y mudos, que hacen sangrar la tierra con un colorido caótico de arcillas rojas, de margas pardas y ocres, entre yesos blanquecinos que dan de si curiosos cortes de aljez, pequeños espejuelos, o finas exfoliaciones que se mezclan en pulverizados depósitos con los óxidos de hierro. Las lluvias han ido hiriendo la tierra con su arado invisible, con su constancia impredecible, dando vida a la rambla del Cárcabo, donde desemboca el barranco de la Murta y el cercano barranco del Lobo. Formas caprichosas influyen de inmediato en la imaginación, en un recorrido  sorprendente. Al avanzar por este paisaje de ocasional fiereza uno se crece disfrutando entre sus sedimentos. Es fácil banalizar la crudeza de sus vertientes y subestimar las pendientes de sus duros  crestones cuando los pulmones se abastecen de un aire así, perfumado por las esencias que las infinitas fotosíntesis producen en la variedad vegetal que reina sobre estos parajes. La vista se vuelve, a la vez, tan engreída que adivina ya motivos suficientes para disfrutar con todo lo que contempla. 
                
Es una tierra de sequías persistentes o de lluvias torrenciales señaladas, fenómenos que agrietan y desentierran su última historia, entre los agrestes  montículos que imponen su altura sobre la bárbara repoblación de pinos carrascos que realizó el hombre; cabezos que parecen moverse lentamente, merodeando en el tiempo geológico. Luego, esta tierra herida, sin pedir permiso a los pliegues terciarios predominantes, ni a las laderas inflamadas, se blandea aterronada y se funde en el profundo Cárcabo.  

                                                             
Por sí mismo, el Almorchón, se alza como un monte excepcional, que también lo es por el magnífico entorno que lo circunda, aislado en la casualidad sedimentada de su roca caliza, realzada en color por los rosados amaneceres de los días ventosos, o por la gris ondulación de las sombras que proyectan las nubes que a veces lo coronan. A los pies de su mole guarda una perla, una perla salada, un gorgoteo de sal, de arrastres salinos que afloran en su más extraño venero: Las salinas del Realillo. Un lugar recóndito, perdido por el abandono de su explotación tardía. Las eras de la sal, adoquinadas, aún perduran resistiendo su valor de antaño, donde la salmuera ardía con la justicia del sol, dejando sus cenizas de sal pura y comerciable.   

Todo esto que pregono es un paseo, un día para almorzar en el monte, para oír al pinar sacudirse con el viento, para sudar subiendo y bajando, alzando la vista para ver a las cucalas volar, observar algún enjambre de tordos dibujar formas caprichosas en el cielo, o escuchar el canturreo de los zorzales o las merlas, en sus alados devaneos, ajenos a tu presencia errática. Y a la vez una llamada para que, entre todos, preservemos estos entornos y estos vestigios del buen hacer humano de aquellos tiempos, en los cuales, la sal del Realillo era un recurso valioso. Sabiendo, como anécdota curiosa, que estas sales afloran de una gruesa capa depositada en el Triásico Superior, cuando parte de la península Ibérica estaba cubierta por el legendario mar de Thetys; o sea que disponemos de un salero de 200 millones de años de antigüedad.


          
    Desde Cieza, la forma más fácil de llegar hasta al salero es coger la carretera del pantano de Alfonso XIII y alcanzar la pista forestal que va hacia el aljibe del Almorchón, que nace a la izquierda, después de pasar el puerto Chico y el desvío a la presa del Cárcabo. En el cruce del aljibe, mejor tomar la pista que atraviesa la finca de oliveras que en la actualidad está totalmente vallada. Y luego tomar a la izquierda, en el siguiente cruce, en dirección a la fuente de la Murta. Desde allí, habrá que seguir un poco más por esta pista, siguiendo la alambrada, hasta que aparezca un camino a la derecha, que desciende en mal estado, lleno de socavones, áspero y duro como el entorno. (Recomiendo que se baje andando, no con el coche. Se puede aparcar antes, junto a los lentiscos de la pista.) Siguiéndolo, bajamos entre las terrazas de pinos hasta una finca abandonada. Se verá una casa derruida a la izquierda y a la derecha un puñado de palmeras y una joven olmeda, flanqueando una leve vaguada. Sorprende ver en primavera el verdor exagerado del bosquecillo de olmos, a la vez que deprime ver una vieja balsa arruinada y vacía, que nos indica que allí nacía algún reguerillo en tiempos más lluviosos, tal vez antes de que se extrajera el agua de las profundidades de la tierra, con bombas y motores. Una población de oliveras serpentea por un mosaico de pequeños bancales, formando un ribeteado de tierra rojiza que armonizada con la formación de los olmos. Palmeras, higueras y granados, dan pie a los héroes vegetales que allí sobreviven, ante el abandono general de la tierra, por parte del hombre que antes la cultivaba. El camino pasa esta curiosa casa, pura arquitectura rural de otros tiempos, ahora prácticamente hundida, y cruza un barranco poblado de cañas. Un poco más arriba, ya se verá la casa del salero, una edificación semiderruida, extraña y antigua, que domina el primer plano, en un paisaje que se extiende, quebrado, hasta la mismísima Atalaya de Cieza, la cual se divisa en la lejanía. Desde la loma donde se asienta esta edificación se podrá ver el dibujo que las eras del Realillo trazan en el hondo del barranco donde se asienta.    
                                      


   Una vez en el hondón del salero, llama la atención la construcción de las eras, empedradas y delimitadas por unos tablones estancos. Un poco más arriba, un ramal accede a un somero venero. Las eras están distribuidas en dos zonas. Más arriba hay una pequeña balsa que recoge las aguas que se filtran y se cargan de sal. Esta balsa abastecía de salmuera a las eras de evaporación del salero. Ahí están las salinas del Realillo, nombre que hace alusión al real, esa moneda de plata, que empezó a circular en el Siglo XIV. Quién sabe si se le puso este nombre por los buenos reales que daba la explotación de su sal.

 © Pedro Diego Gil López

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