Pedro Diego Gil López
El bravo entorno del Almorchón acoge un
estruendo de terrenos erosionados y mudos, que hacen sangrar la tierra con un
colorido caótico de arcillas rojas, de margas pardas y ocres, entre yesos
blanquecinos que dan de si curiosos cortes de aljez, pequeños espejuelos, o finas
exfoliaciones que se mezclan en pulverizados depósitos con los óxidos de
hierro. Las lluvias han ido hiriendo la tierra con su arado invisible, con su
constancia impredecible, dando vida a la rambla del
Cárcabo, donde desemboca el barranco de la Murta y el cercano barranco del Lobo.
Formas caprichosas influyen de inmediato en la imaginación, en un recorrido sorprendente. Al avanzar por este paisaje de
ocasional fiereza uno se crece disfrutando entre sus sedimentos. Es fácil
banalizar la crudeza de sus vertientes y subestimar las pendientes de sus duros
crestones cuando los pulmones se
abastecen de un aire así, perfumado por las esencias que las infinitas
fotosíntesis producen en la variedad vegetal que reina sobre estos parajes. La
vista se vuelve, a la vez, tan engreída que adivina ya motivos suficientes para
disfrutar con todo lo que contempla.
Es una tierra de sequías persistentes o de lluvias
torrenciales señaladas, fenómenos que agrietan y desentierran su última
historia, entre los agrestes montículos
que imponen su altura sobre la bárbara repoblación de pinos carrascos que realizó
el hombre; cabezos que parecen moverse lentamente, merodeando en el tiempo
geológico. Luego, esta tierra herida, sin pedir permiso a los pliegues
terciarios predominantes, ni a las laderas inflamadas, se blandea aterronada y
se funde en el profundo Cárcabo.
Por
sí mismo, el Almorchón, se alza como un monte excepcional, que también lo es
por el magnífico entorno que lo circunda, aislado en la casualidad sedimentada
de su roca caliza, realzada en color por los rosados amaneceres de los días
ventosos, o por la gris ondulación de las sombras que proyectan las nubes que a
veces lo coronan. A los pies de su mole guarda una perla, una perla salada, un
gorgoteo de sal, de arrastres salinos que afloran en su más extraño venero: Las
salinas del Realillo. Un lugar recóndito, perdido por el abandono de su
explotación tardía. Las eras de la sal, adoquinadas, aún perduran resistiendo
su valor de antaño, donde la salmuera ardía con la justicia del sol, dejando
sus cenizas de sal pura y comerciable.
Todo esto que pregono es un paseo, un
día para almorzar en el monte, para oír al pinar sacudirse con el viento, para
sudar subiendo y bajando, alzando la vista para ver a las cucalas volar, observar algún enjambre de tordos dibujar formas
caprichosas en el cielo, o escuchar el canturreo de los zorzales o las merlas,
en sus alados devaneos, ajenos a tu presencia errática. Y a la vez una llamada
para que, entre todos, preservemos estos entornos y estos vestigios del buen
hacer humano de aquellos tiempos, en los cuales, la sal del Realillo era un
recurso valioso. Sabiendo, como anécdota curiosa, que estas sales afloran de
una gruesa capa depositada en el Triásico Superior, cuando parte de la
península Ibérica estaba cubierta por el legendario mar de Thetys; o sea que disponemos
de un salero de 200 millones de años de antigüedad.
Desde Cieza, la forma más fácil de
llegar hasta al salero es coger la carretera del pantano de Alfonso XIII y
alcanzar la pista forestal que va hacia el aljibe del Almorchón, que nace a la
izquierda, después de pasar el puerto Chico y el desvío a la presa del Cárcabo.
En el cruce del aljibe, mejor tomar la pista que atraviesa la finca de oliveras
que en la actualidad está totalmente vallada. Y luego tomar a la izquierda, en
el siguiente cruce, en dirección a la fuente de la Murta. Desde allí, habrá que
seguir un poco más por esta pista, siguiendo la alambrada, hasta que aparezca
un camino a la derecha, que desciende en mal estado, lleno de socavones, áspero
y duro como el entorno. (Recomiendo que se baje andando, no con el coche. Se
puede aparcar antes, junto a los lentiscos de la pista.) Siguiéndolo, bajamos
entre las terrazas de pinos hasta una finca abandonada. Se verá una casa
derruida a la izquierda y a la derecha un puñado de palmeras y una joven
olmeda, flanqueando una leve vaguada. Sorprende ver en primavera el verdor
exagerado del bosquecillo de olmos, a la vez que deprime ver una vieja balsa
arruinada y vacía, que nos indica que allí nacía algún reguerillo en tiempos
más lluviosos, tal vez antes de que se extrajera el agua de las profundidades
de la tierra, con bombas y motores. Una población de oliveras serpentea por un
mosaico de pequeños bancales, formando un ribeteado de tierra rojiza que
armonizada con la formación de los olmos. Palmeras, higueras y granados, dan
pie a los héroes vegetales que allí sobreviven, ante el abandono general de la
tierra, por parte del hombre que antes la cultivaba. El camino pasa esta
curiosa casa, pura arquitectura rural de otros tiempos, ahora prácticamente
hundida, y cruza un barranco poblado de cañas. Un poco más arriba, ya se verá
la casa del salero, una edificación semiderruida, extraña y antigua, que domina
el primer plano, en un paisaje que se extiende, quebrado, hasta la mismísima
Atalaya de Cieza, la cual se divisa en la lejanía. Desde la loma donde se
asienta esta edificación se podrá ver el dibujo que las eras del Realillo
trazan en el hondo del barranco donde se asienta.
Una vez en el hondón del salero, llama la atención la construcción de las eras,
empedradas y delimitadas por unos tablones estancos. Un poco más arriba, un
ramal accede a un somero venero. Las eras están distribuidas en dos zonas. Más
arriba hay una pequeña balsa que recoge las aguas que se filtran y se cargan de
sal. Esta balsa abastecía de salmuera a las eras de evaporación del salero. Ahí
están las salinas del Realillo, nombre que hace alusión al real, esa moneda de
plata, que empezó a circular en el Siglo XIV. Quién sabe si se le puso este
nombre por los buenos reales que daba la explotación de su sal.
© Pedro Diego Gil López
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