Pedro Diego Gil López
Hay lugares que le sugieren al pensamiento un sinfín de
emociones. Esos lugares están revestidos de una singular simpleza. A veces, son
una grata sorpresa, inesperada, impensable minutos antes, que lentamente
provoca emociones, ilusiones, ideas llenas de clarividencia. En ese embargo
resplandeciente se siente una situación sumamente placentera, donde el cuerpo y
la mente encuentran ese relajo indispensable para ser momentáneamente feliz.
La sensación de descubrir un camino perdido
puede abrir de par en par esas puertas excepcionales, simplemente andándolo. En
este caso, al principio es solo una cuesta arriba, repentina y agreste, que se
interna en una tierra hollada. Luego, el terreno se adecua a su dirección, a
pesar de que se percibe que por allí se dejó de transitar hace muchos años. El
deterior de su medio es acorde a su perdida y, aun así, se
aprecia su utilidad. Los pasos se agrandan, se puede levantar la cabeza y mirar
el entorno, el extenso valle repleto de cuadriculados campos. La mirada se
adentra en la perspectiva que da de sí la pequeña cordillera de lomas que
apunta al horizonte. Con la respiración algo agitada, uno piensa en las
jornadas que se invirtieron en su obra, en los esfuerzos que allí quedaron
perdidos, en aquellos hombres que lo usaron. Unos pasos más allá, lo significativo
es la soledad y el silencio.
Caminar por esta dirección creada y
abandonada por el hombre, a ese ritmo que el tiempo parece reinventar sobre una
nada aparente, terrosa y vegetal, procura el entretenimiento y la distracción,
gracias a una copiosa amalgama de formas naturales. Sin dejar de andar, se
piensa en la idea de llegar a alguna parte y de enfrentarte a algo, a la propia
realidad pérdida del camino y su trayecto, en una ida hacia un absoluto, a la
vez, impredecible, con una especie de vértigo de altura que incita a descubrir
la aprobación de su final; un modo de dar continuidad a una historia
aparentemente insignificante, cuyos detalles salpican de interés el entorno.
Para seguir avanzando por este camino, parece
necesario adecuarse a ese mismo fin, a su única dirección, pensando que se
retoma así cada una de las idas y venidas, que cada cual que lo utilizó hizo
para trasladarse a sí mismo. Tendrían que conjeturarse los diferentes hechos que
en él se produjeron, hasta que su ambiente artificial se revirtió, o volvió a ser
lo que la naturaleza quiso, para poder asegurarme a mí mismo que el camino se
perdió y se arruinó por algún sentido. Y de ese modo, todas las acepciones de
sus múltiples significados antiguos pueden volver a ser útiles aquí y demostrar
que quedaron suficientes motivos ocultos para recuperarlo.
Un camino sin transitar es como un teatro
cerrado. Un camino en desuso es haber perdido un principio y un final de algo
que se terminó. Un camino en sí mismo perdido es un verdadero desafío para
quién lo encuentra. Diría, después de recorrerlo.
Si fuese un camino
circular, que volviera al punto de partida con la misma insistencia que se
afana su fin, tendría múltiples aplicaciones en el tiempo, demasiadas posibilidades
para perderse y encontrarse, y también, tantas ideas de llegar a impredecibles
lugares que, en sí mismo, el círculo creado, nos haría volver una y otra vez;
pero a un punto cada vez más introvertido, cada vez más ladeado del anterior. Y
llegaría, en innumerables vueltas, a formar una espiral, con las curvas de cada
círculo comunicadas entre sí, hasta dar de sí un suceso laberíntico.
El tramo está ahí, escondido entre una
ladera agreste poblada de romeros y de atochas, invadido por esas otras plantas
que son la avanzadilla de la naturaleza. Surge tras cada curva de forma
imprevista, para resolver la fuerza vertical del accidente geográfico inminente,
con su nivelación artificial. Envuelto por derrumbes, barrancos y
desprendimientos, muestra en el centro una herida severa, un surco paralelo al
trayecto, que aún respetaba la posibilidad de recorrerlo a pie.
Permite remontar con poco esfuerzo cotas
que de otro modo nos harían desistir de salvar, y propone darnos servicio para
descubrir el paraje, recorriéndolo de una forma satisfactoria. Es un camino que
corta el relieve que veíamos de lejos como algo impenetrable y que nos lleva a
sentir perspectivas frescas y novedosas, dándonos la posibilidad de indagar en
un paisaje dominado por el cabezo de las Beatas, con las Maridas, o Morirías, a
los pies del sugerente entorno, hasta el alto de la Higuera y el Alporchón.
Llegar a las inmediaciones de este lugar es
muy sencillo: Partiendo desde Cieza, hay que llegar a la venta del Jinete. A la
izquierda, sale un camino asfaltado que apunta directamente al cabezo de las
Beatas, el cual habrá que dejar justo antes de iniciar un repentino descenso,
para seguir recto por un camino de tierra. De inmediato, a la izquierda, dejaremos
atrás una casa y una balsa de riego. Más arriba, superaremos otra balsa más
grande. Cogiendo siempre el camino que sube recto hacia el monte, llegaremos a
un barranco donde tendremos que detener el vehículo, al no poder continuar.
Desde allí, a pie, empieza el recorrido. Cruzamos el barranco que corta el
camino, y que no presenta ninguna dificultad, y al llegar a una hilera de
cipreses, a la izquierda nace el camino. Una cuesta erosionada por las lluvias
es su primer tramo. Sin dejarlo en ningún momento nos internaremos por el
corazón del paraje y si conseguimos ir en silencio, poco más nos faltará para
sorprender a algún jabalí, o tal vez a algún ciervo, que tenga por allí su
encame. Una vez que el camino termina de ascender, bordea la ladera suavemente,
dejándonos contemplar con absoluta tranquilidad el extenso paisaje de huertos
hasta el horizonte.
El
cabezo de las Beatas, siempre omnipresente, va moviéndose más que nosotros
mismos, jugando con su entorno rocoso, o con los lomazos de yeso que forman un
especial colorido, mientras nos acercamos a él. Varios ejemplares de pino
carrasco custodian las laderas, resistiendo el empuje poderoso de la erosión,
con sus raíces esparcidas como las patas de un animal increíble. Acebuches,
sabinas y albaidas, se localizan de forma dispersa. Avanzado llegamos a su
final, una vieja yesera, cuyas irresponsables prospecciones decaparon la ladera
del monte, dejándola sin el necesario sustrato que da vida a la vegetación. Ese
es el triste fin del camino, el fin de su pobre historia, y de la iniquidad de
los hombres que lo hicieron.
Desde allí, se puede emprender
otro itinerario, este lleno de alguna dificultad, que sigue las sendas que ha
marcado el ganado de cabras que frecuenta la zona. Estos animales transitan por
los lomazos de la yesera, desde la cuesta de la Herrada, hasta el barranco que
accede a los huertos del llano, y con su insistencia instintiva han trazado un
dibujo de sendas, eligiendo los mejores lugares para pasar. La diferencia está
en que ellos van a cuatro patas, con sus adaptadas pezuñas. Pero la intención
de llegar al cabezo de las Beatas supera las pequeñas dificultades que van
surgiendo. Alcanzar el barranco que divide el cabezo de la agreste ladera da
como fruto oír el murmullo del agua que nace en él y que desciende entre un
enredo de baladres y pinos. (Me imagino cuando toda esta sierra estuvo bien
poblada de especies arbóreas) Si en vez de bajar, subimos por este barranco, el
mismo termina en una pequeña explanada exenta de vegetación, y desde allí, se
puede acceder a los calderones que sirvieron de enterramientos en la Edad del
Bronce. Esa parte del cabezo es de configuración rocosa y presenta unos huecos
impresionantes que servían para hacer estos enterramientos humanos. Es un lugar
especial sin ninguna duda. Al volver a descender por el citado barranco,
siguiendo una de esas sendas trabajadas por los ganados de la zona, fijándonos
en el suelo, pronto descubriremos pequeños trozos de cerámica. Un poco más
allá, en la ladera del cabezo que mira a las Marirías, nos llamará la atención
los montones de piedras y la gran cantidad de trozos grandes de cerámica. Allí
había un poblado en la antigüedad, dominando el enclave. Si aún es temprano y
el sol está aún bajo, desde casi la cumbre, se podrá ver la sombra que proyecta
el cabezo sobre las pequeñas lomas que lo circundan. Es como un dedo que apunta
hacia un lugar concreto, ¿Quién sabe si los antiguos moradores que lo habitaron
no utilizaron este indicador solar para medir el tiempo? A mí me dio esa impresión,
comprobarlo, es una sensación peculiar. Yo, el último día que estuve allí fue
el dos de marzo del dos mil trece. Dejando la imaginación volar desde aquella
altura, saciados de contemplar el gratificante paisaje, cuando nos decidamos a
bajar, será mucho mejor que terminemos el recorrido bajando por el barranco
donde nace el agua de las Beatas, siguiendo la senda, que dar la vuelta por
donde hemos venido, dada la mayor proximidad que hay desde allí, para alcanzar
el camino interrumpido por este mismo barranco, que nos llevó hasta el paraje,
donde nos aguarda aparcado nuestro coche.
© Pedro Diego Gil López
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