sábado, 14 de marzo de 2015

UN PASEO POR UN CAMINO EN DESUSO (HASTA EL CABEZO DE LAS BEATAS)

Pedro Diego Gil López

Hay lugares que le sugieren al pensamiento un sinfín de emociones. Esos lugares están revestidos de una singular simpleza. A veces, son una grata sorpresa, inesperada, impensable minutos antes, que lentamente provoca emociones, ilusiones, ideas llenas de clarividencia. En ese embargo resplandeciente se siente una situación sumamente placentera, donde el cuerpo y la mente encuentran ese relajo indispensable para ser momentáneamente feliz.    


    La sensación de descubrir un camino perdido puede abrir de par en par esas puertas excepcionales, simplemente andándolo. En este caso, al principio es solo una cuesta arriba, repentina y agreste, que se interna en una tierra hollada. Luego, el terreno se adecua a su dirección, a pesar de que se percibe que por allí se dejó de transitar hace muchos años. El deterior de su medio es acorde a su perdida y, aun así,   se aprecia su utilidad. Los pasos se agrandan, se puede levantar la cabeza y mirar el entorno, el extenso valle repleto de cuadriculados campos. La mirada se adentra en la perspectiva que da de sí la pequeña cordillera de lomas que apunta al horizonte. Con la respiración algo agitada, uno piensa en las jornadas que se invirtieron en su obra, en los esfuerzos que allí quedaron perdidos, en aquellos hombres que lo usaron. Unos pasos más allá, lo significativo es la soledad y el silencio.  

   
                 
     Caminar por esta dirección creada y abandonada por el hombre, a ese ritmo que el tiempo parece reinventar sobre una nada aparente, terrosa y vegetal, procura el entretenimiento y la distracción, gracias a una copiosa amalgama de formas naturales. Sin dejar de andar, se piensa en la idea de llegar a alguna parte y de enfrentarte a algo, a la propia realidad pérdida del camino y su trayecto, en una ida hacia un absoluto, a la vez, impredecible, con una especie de vértigo de altura que incita a descubrir la aprobación de su final; un modo de dar continuidad a una historia aparentemente insignificante, cuyos detalles salpican de interés el entorno.       
                          
   Para seguir avanzando por este camino, parece necesario adecuarse a ese mismo fin, a su única dirección, pensando que se retoma así cada una de las idas y venidas, que cada cual que lo utilizó hizo para trasladarse a sí mismo. Tendrían que conjeturarse los diferentes hechos que en él se produjeron, hasta que su ambiente artificial se revirtió, o volvió a ser lo que la naturaleza quiso, para poder asegurarme a mí mismo que el camino se perdió y se arruinó por algún sentido. Y de ese modo, todas las acepciones de sus múltiples significados antiguos pueden volver a ser útiles aquí y demostrar que quedaron suficientes motivos ocultos para recuperarlo.                  
    Un camino sin transitar es como un teatro cerrado. Un camino en desuso es haber perdido un principio y un final de algo que se terminó. Un camino en sí mismo perdido es un verdadero desafío para quién lo encuentra. Diría, después de recorrerlo.      
    Si fuese un camino circular, que volviera al punto de partida con la misma insistencia que se afana su fin, tendría múltiples aplicaciones en el tiempo, demasiadas posibilidades para perderse y encontrarse, y también, tantas ideas de llegar a impredecibles lugares que, en sí mismo, el círculo creado, nos haría volver una y otra vez; pero a un punto cada vez más introvertido, cada vez más ladeado del anterior. Y llegaría, en innumerables vueltas, a formar una espiral, con las curvas de cada círculo comunicadas entre sí, hasta dar de sí un suceso laberíntico.


    El tramo está ahí, escondido entre una ladera agreste poblada de romeros y de atochas, invadido por esas otras plantas que son la avanzadilla de la naturaleza. Surge tras cada curva de forma imprevista, para resolver la fuerza vertical del accidente geográfico inminente, con su nivelación artificial. Envuelto por derrumbes, barrancos y desprendimientos, muestra en el centro una herida severa, un surco paralelo al trayecto, que aún respetaba la posibilidad de recorrerlo a pie.     
 
    Permite remontar con poco esfuerzo cotas que de otro modo nos harían desistir de salvar, y propone darnos servicio para descubrir el paraje, recorriéndolo de una forma satisfactoria. Es un camino que corta el relieve que veíamos de lejos como algo impenetrable y que nos lleva a sentir perspectivas frescas y novedosas, dándonos la posibilidad de indagar en un paisaje dominado por el cabezo de las Beatas, con las Maridas, o Morirías, a los pies del sugerente entorno, hasta el alto de la Higuera y el Alporchón.

    Llegar a las inmediaciones de este lugar es muy sencillo: Partiendo desde Cieza, hay que llegar a la venta del Jinete. A la izquierda, sale un camino asfaltado que apunta directamente al cabezo de las Beatas, el cual habrá que dejar justo antes de iniciar un repentino descenso, para seguir recto por un camino de tierra. De inmediato, a la izquierda, dejaremos atrás una casa y una balsa de riego. Más arriba, superaremos otra balsa más grande. Cogiendo siempre el camino que sube recto hacia el monte, llegaremos a un barranco donde tendremos que detener el vehículo, al no poder continuar. Desde allí, a pie, empieza el recorrido. Cruzamos el barranco que corta el camino, y que no presenta ninguna dificultad, y al llegar a una hilera de cipreses, a la izquierda nace el camino. Una cuesta erosionada por las lluvias es su primer tramo. Sin dejarlo en ningún momento nos internaremos por el corazón del paraje y si conseguimos ir en silencio, poco más nos faltará para sorprender a algún jabalí, o tal vez a algún ciervo, que tenga por allí su encame. Una vez que el camino termina de ascender, bordea la ladera suavemente, dejándonos contemplar con absoluta tranquilidad el extenso paisaje de huertos hasta el horizonte.                               

   El cabezo de las Beatas, siempre omnipresente, va moviéndose más que nosotros mismos, jugando con su entorno rocoso, o con los lomazos de yeso que forman un especial colorido, mientras nos acercamos a él. Varios ejemplares de pino carrasco custodian las laderas, resistiendo el empuje poderoso de la erosión, con sus raíces esparcidas como las patas de un animal increíble. Acebuches, sabinas y albaidas, se localizan de forma dispersa. Avanzado llegamos a su final, una vieja yesera, cuyas irresponsables prospecciones decaparon la ladera del monte, dejándola sin el necesario sustrato que da vida a la vegetación. Ese es el triste fin del camino, el fin de su pobre historia, y de la iniquidad de los hombres que lo hicieron. 


  Desde allí, se puede emprender otro itinerario, este lleno de alguna dificultad, que sigue las sendas que ha marcado el ganado de cabras que frecuenta la zona. Estos animales transitan por los lomazos de la yesera, desde la cuesta de la Herrada, hasta el barranco que accede a los huertos del llano, y con su insistencia instintiva han trazado un dibujo de sendas, eligiendo los mejores lugares para pasar. La diferencia está en que ellos van a cuatro patas, con sus adaptadas pezuñas. Pero la intención de llegar al cabezo de las Beatas supera las pequeñas dificultades que van surgiendo. Alcanzar el barranco que divide el cabezo de la agreste ladera da como fruto oír el murmullo del agua que nace en él y que desciende entre un enredo de baladres y pinos. (Me imagino cuando toda esta sierra estuvo bien poblada de especies arbóreas) Si en vez de bajar, subimos por este barranco, el mismo termina en una pequeña explanada exenta de vegetación, y desde allí, se puede acceder a los calderones que sirvieron de enterramientos en la Edad del Bronce. Esa parte del cabezo es de configuración rocosa y presenta unos huecos impresionantes que servían para hacer estos enterramientos humanos. Es un lugar especial sin ninguna duda. Al volver a descender por el citado barranco, siguiendo una de esas sendas trabajadas por los ganados de la zona, fijándonos en el suelo, pronto descubriremos pequeños trozos de cerámica. Un poco más allá, en la ladera del cabezo que mira a las Marirías, nos llamará la atención los montones de piedras y la gran cantidad de trozos grandes de cerámica. Allí había un poblado en la antigüedad, dominando el enclave. Si aún es temprano y el sol está aún bajo, desde casi la cumbre, se podrá ver la sombra que proyecta el cabezo sobre las pequeñas lomas que lo circundan. Es como un dedo que apunta hacia un lugar concreto, ¿Quién sabe si los antiguos moradores que lo habitaron no utilizaron este indicador solar para medir el tiempo? A mí me dio esa impresión, comprobarlo, es una sensación peculiar. Yo, el último día que estuve allí fue el dos de marzo del dos mil trece. Dejando la imaginación volar desde aquella altura, saciados de contemplar el gratificante paisaje, cuando nos decidamos a bajar, será mucho mejor que terminemos el recorrido bajando por el barranco donde nace el agua de las Beatas, siguiendo la senda, que dar la vuelta por donde hemos venido, dada la mayor proximidad que hay desde allí, para alcanzar el camino interrumpido por este mismo barranco, que nos llevó hasta el paraje, donde nos aguarda aparcado nuestro coche.

 © Pedro Diego Gil López

No hay comentarios:

Publicar un comentario