lunes, 2 de marzo de 2015

LA ÚLTIMA LECCIÓN DE UN MAESTRO

Jesús A. Salmerón Giménez

    Pero todo escritor debe honrar/ el idioma que le fue dado en préstamo, no permitir/ su corrupción ni su parálisis, ya que con él/ se pudriría también el pensamiento./ Su obligación primera consiste/ en escribir prosa o verso de la mejor manera posible.
José Emilio Pacheco

   El pasado día 5 de febrero fallecía el prestigioso crítico literario de El Mundo, Ricardo Senabre (descanse en paz), y como excelente profesional que fue hasta el último momento, pocas horas antes de morir envió su última crítica al periódico. Para mí, la sorpresa empieza ahora: la última reseña del eximio filólogo y catedrático de literatura de la Universidad de Salamanca versaba sobre una publicación de la pequeña gran editorial ciezana La Sierpe y el Laúd, con cuyos integrantes y fundadores me unen sólidos lazos de amistad, que se remontan a la arcaica tarde de verano en la que, en un edificio emblemático de Cieza –telefónica-, hoy desaparecido, juramos amor eterno a la literatura (y parece que se va a cumplir, pues ya hace de aquello la friolera de 34 años -que pesan sobre mí como la proverbial losa en la que descansa nuestro querido pueblo, pero no por suerte sobre mis amigos de La Sierpe, que diríase han encontrado –y dado más de un capuzón en ella- la fuente de la eterna juventud). 


   La publicación es Anochece, Platero del reconocido escritor Jorge Cela Trulock, a cuya presentación asistí, en el Centro Cultural de Las Claras de Murcia, con la alegría anticipada del reencuentro con antiguos (y muy queridos) amigos (Ángel Almela, Paco Pino…), más que, sea dicha la verdad, por el interés de conocer al autor y la obra editada, pues todo acto literario tiende a ser el mismo, prevaleciendo la inflación de palabras ponderativas en relación al mérito del libro publicado. Recuerdo que comenté tontamente con alguien: “espero que sea el hermano más listo de Camilo José”, con esa ligereza que da la ignorancia; y, para mi sorpresa -y escarmiento-, me encontré con una persona afable y humilde, que destacba generosamente la labor editorial de La Sierpe y el Laúd y agradecía sinceramente le editaran el libro, y todo aderezado con un discurso maravilloso sobre el valor de la palabras, con una honda disertación sobre la vocación del escritor (“Vivo para escribir, no escribo para vivir”) y la esencia de su trabajo: Escoger las palabras (“las palabras son como las cerezas, que se enganchan y tiras de una y salen infinidad de ella(…)”. Me dio -nos dio- una lección, una hermosa lección.
 
   
    Pues ni esta gratísima impresión, ni el descubrimiento de este autor -para mí, desconocido hasta ese momento-, me empujaron a su lectura (aunque sí me emplacé a leerlo, pero fue mientras duró el encanto del afortunado encuentro; siempre hay muchos libros que leer y poco tiempo para ello…): quedó relegado en una leja de mi estantería, donde yacen los libros olvidados, los que rara vez recupero para su lectura. Y fue precisamente esa crítica del catedrático fallecido, la repercusión mediática que tuvo la noticia, la que sacó el libro de la UCI –en una vertiginosa reanimación, que dice muy poco de este lector- y me lo leí, en el tiempo que se tarda en abrir un paraguas, es decir “mientras se espera” (bibliótafo dixit). Y quedé deslumbrado por la maestría del narrador, por la alquimia con la que combina tan sabiamente las palabras…pero sería una injusticia – una más- que glosara yo el libro, en vez de dejar (además, con conocimiento y perspicacia no comparables a este modesto escriba) al profesor Senabre -hombre extraordinariamente generoso, que dedicó su último esfuerzo a escribir la magnífica reseña y nos dio, de paso, una lección (otra hermosa lección) de pasión por la literatura, de independencia (frente a intereses espurios y amiguismos:leía los libros a fondo, sin prejuzgar la edad, el sexo o la posible carrera de quienes los hubiesen escrito) a todos los lectores y personas que orbitan alrededor del planeta de las letras- que nos hable y nos ilumine la lectura del excelente libro Anochece, Platero:


    Conviene no dejar pasar sin más este breve volumen sólo por aparecer, con su pequeño formato, en una editorial minoritaria sin miras comerciales. Recoge once textos que representan la etapa más reciente y depurada de Jorge Cela Trulock (Madrid, 1932), a quien se deben varias novelas cortas y volúmenes de cuentos de gran calidad. En Anochece, Platero, y prolongando una línea que ya se manifestaba en muchos relatos anteriores, el esquema narrativo tradicional se reduce al mínimo, y el lector encuentra, sobre todo, escenas incompletas, episodios de la vida pasada, evocaciones que consisten sobre todo en paisajes de lugares recorridos, olores, sensaciones que las palabras ayudan en cualquier momento a anotar en un cuaderno, extraídas de una corriente de experiencias que va disolviéndose camino de su desaparición. La mirada contempla ese flanco perecedero de las cosas y trata de fijar y salvaguardar lo que considera valioso: una percepción sensorial, una compañía grata, un gesto, una frase concreta...


© Jesús A. Salmerón Giménez

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