Jesús A. Salmerón Giménez
"Que me dejen donde caiga. Si
alguien cree que
mis ideas pueden ser útiles, que las difundan."
Manuel Azaña
mis ideas pueden ser útiles, que las difundan."
Manuel Azaña
En
mi pueblo, es notoria la costumbre -más entre los hombres- de acudir por la
mañana al banco para hacer una gestión -las más de las veces actualizar la
cartilla- y por la tarde ir a un enterrico
a dar el pésame. No sé si este inveterado hábito ciezano se encuentra también tatuado
en el ADN de los habitantes de este país llamado España y es, en última
instancia, el responsable de que un magnífico equipo de investigadores,
pertrechados con los más sofisticados adelantos tecnológicos, escudriñe el
subsuelo del convento madrileño de las Trinitarias en busca de los despojos de
Cervantes. Pero de lo que no albergaba duda alguna -no se ha escatimado para
ello en medios y dineros (parece que cien mil euros tienen la culpa)-, es que lograrían
encontrar los restos mortales de nuestro escritor universal (algunos huesos envueltos
en un trozo carcomido del tosco sayal que sirvió de sudario) y que organizarán –retransmitido
por televisiones, narrado por periódicos y medios de comunicación del mundo
entero (cuyos ecos se multiplicarán en la caja de resonancia del cuarto
centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote)- el solemne funeral que el manco inmortal merece, la madre
de todos los entierros: ni más ni menos que el entierro del ingenioso caballero
don Miguel de Cervantes.
Pero
conviene, antes de seguir con el relato alborozado de los fastos que se nos avecinan,
que volvamos la vista atrás -más atrás-, y, aupados en la formidable nave del
tiempo que es la literatura, nos teletransportemos a la lejana primavera de 1616,
meses antes de que falleciera Miguel de Cervantes. Si logramos superar el jet lag, entraremos en una pobre morada (de
alquiler) sita en la madrileña calle de Francos (este nombre me persigue a
través del tiempo), y en su interior encontraremos a nuestro celebrado escritor,
cuyos restos mortales han sido tan famosamente rastreados “para ser honrados
como merecen”: es un hombre viejo -le faltan unos meses para cumplir 69 años;
para los estándares de la época se encuentra en el “arrabal de senectud”- y está
en la miseria –no sé sabe bien de que vivía, desde luego no de los libros: la
hipótesis más plausible es que de su hija Isabel, una de las famosas cervantas- pero,
a pesar de todo y tanto, sigue trabajando, morirá trabajando.
Así
se retrata él mismo en el prólogo de las Novelas ejemplares:
Este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente
lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva aunque bien
proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro;
los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos porque
no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen
correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande
ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y
no muy ligero de pies; este digo que es el autor de La Galatea y de Don Quijote
de la Mancha ,
y del que hizo El Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino,
y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño.
Llámase comúnmente MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. Fue soldado muchos años y
cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia de las adversidades;
perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo,
herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en
la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver
los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de
la guerra, Carlos V, de felice memoria.
Viejo y pobre, conservará
hasta el final su optimismo socarrón y la ironía, esa ironía que impregna e
ilumina la maravillosa obra cervantina; en condiciones más que adversas, continúa
entregado a la literatura como escritor –su gran proyecto es acabar el
Persiles- y lector – “como yo soy aficionado a leer aunque
sea los papeles rotos de las calles(…)”-: Para
alivio de su vejez, en los ambientes intelectuales del Madrid de hace cuatro
siglos, nuestro admirado alcalaíno recibió humillaciones y burlas crueles: "En la sociedad literaria
madrileña es visto como un viejo chocho, como un hombre de otro
tiempo que ha sobrevivido a sí mismo. Cuenta Lope que, estando en una reunión
de la llamada academia de entonces, él leyó unos versos con unos lentes que le
prestó Cervantes, y estos lentes le parecen a Lope como huevos rotos,
estrellados" (Francisco Rico).
Viejo, pobre, anacrónico: En febrero de 1615, unos caballeros franceses que acompañaban al embajador
Sillery, enviado a España para negociar la unión de Luis XIII con Ana de Austria,
fueron a visitar al cardenal Sandoval y Rojas, protector de nuestro escritor.
Al enterarse de la labor que Márquez Torres estaba desempeñando, «apenas oyeron
el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas,
encareciendo la estimación que así en Francia como en los reinos sus
confinantes se tenía de sus obras: la Galatea ,
que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte désta, y las Novelas [...]».
«Preguntáronme muy por menor de su edad, su profesión, calidad y cantidad -prosigue
Márquez Torres-. Halléme obligado a
decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre».
Pues bien, este
hombre -quien, por carecer de dinero, no pudo costearse las misas por el eterno
descanso de su alma-, es ahora el muerto más buscado del mundo. Este hombre que
vivió en condiciones tan penosas (cercado por la pobreza y problemas familiares,
ha padecido desdichas de todo tipo –en la Guerra , en el cautiverio…-), escribió su obra en
condiciones durísimas (empezó
su Quijote en “una
cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace
su habitación”), su obra
fue escasamente reconocida en su país y encontró la mala suerte en todas partes
(aunque nada de esto pesa
en el ánimo del viejo Cervantes. "Con todas las dificultades, no pierde el humor", dice Trapiello; "no hay nada de amargura en él. Hay algo
en su literatura que es un alma pura; por mal que la hubiera tratado le vida.
Jamás levantó un falso testimonio contra ella, por decirlo con la frase de
Nietzsche”).
Sí, el hombre más buscado:
Hombres
armados con georradares de última generación han rastreado el sufrido convento
de las Trinitarias Descalzas, donde inocentemente intentaron alcanzar la paz
sus cansados, viejos y memorables huesos. Sin embargo, curiosamente nadie
escoge para su búsqueda el camino más expedito y barato (el camino más sencillo
es siempre el más verdadero): sus libros: Cervantes
habita su gran libro de manera tan omnipresente que necesitamos darnos cuenta
de que contiene tres personalidades excepcionales: el caballero andante, Sancho
y el propio Cervantes (Harold Bloom).
Como
escribe el periodista y escritor Jaime Fernández: (…) los
bibliotecarios, que tienen que limpiar de vez en cuando las capas de polvo que
se suceden desvergonzadamente sobre los volúmenes de sus obras, cada día más
intactos. Paradojas de la vida moderna: la tecnología especializada en buscar
los huesos del difunto Cervantes se muestra incapaz de dar con los de un lector
vivo de sus libros.
Leamos sus libros
-donde habita el gran Cervantes-, es el mejor homenaje que le podemos hacer
este inmenso escritor que, a pesar de los pesares –tantos-, se mantuvo siempre alegre y enamorado de la
vida. Como escribió en el prólogo y dedicatoria del Persiles (la prosa más
espléndida que se ha escrito en español, como sostiene, de nuevo, Rico): "Puesto ya el pie en el estribo,/ con las
ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo/. Ayer me dieron la
extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las
esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de
vivir". Y más
adelante, al final del prólogo: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos!
Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida".
La inmensa riqueza de Cervantes son los libros que nos ha dejado, para
que los leamos y amemos: su lectura no acaba nunca, siempre hay nuevos
descubrimientos, giros inesperados e inéditos en su obra, que nos renuevan el
placer extraordinario de leerlo. Y sobre todo, como ningún otro autor, nos
regala la dicha de la risa: “Quien no ríe leyendo el Quijote es porque no
entiende la novela o porque tiene la desgracia de no poseer la facultad de reír,
que es la que distingue al hombre de los animales”. (Martín de Riquer).
Leamos a Cervantes, y recordemos de paso el
epitafio que honra la tumba de otro de los grandes escritores universales,
William Shakespeare:
Buen amigo,
por Jesús, abstente
de cavar el polvo aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.
de cavar el polvo aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.
© Jesús A. Salmerón Giménez
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