lunes, 30 de marzo de 2015

ALGUNOS LIBROS BUENOS


  Jesús A. Salmerón Giménez

"Leer, leer, leer, vivir la vida/que otros soñaron, /leer, leer, leer, el alma olvida/los que pasaron. /Se queda en las que quedan, las ficciones, /las flores de la pluma, /las solas, las humanas creaciones, /el poso de la espuma. /Leer, leer, leer; ¿seré lectura/mañana también yo?/ ¿Seré mi creador, mi criatura, /seré lo que pasó?"
Miguel de Unamuno





Ilustración: El Lector, Iman Maleki




Muerte entre líneas, Donna Leon. Seix Barral



Si bien no asoma entre sus páginas el hacha de Kafka -para romper el mar helado que llevamos dentro-(en todo caso un picahielos para los cubitos del whisky), constituye siempre una buena forma de distraer o endulzar la existencia la lectura de una buena novela negra, pues la capacidad adictiva de este género es proverbial (sus esencias son infalibles: misterio, acción, violencia, crítica social, ambigüedad moral...). Si a todo esto le sumamos el carisma del comisario Brunetti, el hermoso telón de fondo de Venecia y el encanto de los libros viejos, sabemos que nos aguarda, como lectores, una pequeña felicidad entre sus líneas.
Y éste es el caso. Donna Leon se inspira en un hecho real, el robo de miles de libros antiguos de la biblioteca napolitana de Girolamini (como la autora sostiene: «El saqueo fue un crimen miserable. Los ladrones escupieron sobre su cultura»). Con un ritmo pausado, la trama (sólida, llena de recovecos) se va desenvolviendo por los canales de la bella ciudad de Venecia, donde transcurre el día a día de la vida de Brunetti, un tipo afable y culto, que lee a Herodoto y a Dante, con el que enseguida empatizamos, como con el estilo deslumbrante de esta exquisita dama del crimen.


Los papeles de Mudfog, Charles Dickens. Periférica

Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor”.                                       
                                                          Italo Calvino

En el fondo, uno lee para pasarlo en grande. Y eso es lo que me sucede con Dickens: leer un libro suyo (a cualquier edad, pero más "entrado en días") es un placer extraordinario. Vamos, que siempre salta la chispa con este autor (en este sentido, me siento muy identificado con Nighy, el personaje de la recomendable película "Una cuestión de tiempo", que utiliza su poder de viajero del tiempo para, entre otras cosas, leer toda la obra de Dickens dos veces.). E incluso con esta obra menor (no digamos en la relecturas de sus grandes novelas: David Copperfield, Casa desolada y Grandes esperanzas), que escribió de joven (Periférica reúne siete relatos de etapas primerizas del autor, cuando escribía bajo el seudónimo de Boz), me lo he pasado estupendamente, disfrutando su asombrosa capacidad de observación de la realidad, la ironía, el sentido del humor, la tendencia a la exageración y al “surrealismo:
"Consideramos el ayuntamiento uno de los mejores ejemplos que existen de arquitectura de establo: es una combinación de los estilos pocilga y granja, y la simplicidad de su diseño es de una belleza incomparable”.


La literatura es mi venganza, Vargas Llosa y Claudio Magris. Anagrama

En una tarde inopinadamente húmeda y gris murciana, arrellanado en mi sillón de orejas, asistí en calidad de "oyente" a un diálogo de altos vuelos entre dos grandes de la literatura: Claudio Magris y Vargas Llosa. 
Con la lectura de "La literatura es mi venganza" disfruté de una conversación literaria entre dos escritores extremadamente inteligentes, que dialogan con pasión sobre la Odisea y sobre Don Quijote o sobre la concepción del tiempo dentro de la novela contemporánea, pero también de la democracia, los derechos, las identidades...Todo con brillantez y sentido cívico: "
la voluntad de entender el mundo y transformarlo a través del arte, la razón y la pasión no desaparecen, aún son una brújula indispensable para afrontar nuestro tiempo".
Y se presentaba aburrida la tarde...




Historia mínima de la literatura española, José-Carlos Mainer. Turner

Una Historia mínima de la literatura española en solo 230 páginas (sin contar el -espléndido- Índice y Cronología de los principales autores y obras) es un reto épico: José-Carlos Mainer se lo propuso ¿Ha vencido? Las 200 primeras páginas son memorables (La Edad Media y El Siglo de Oro). En las épocas más recientes, a mi modesto entender, en algunos aspectos, yerra. Designa a la Regenta, de Clarín, como la mejor novela española después del Quijote, magnífica sin duda, pero para mí es superior (en complejidad, en capacidad de invención…) Fortunata y Jacinta, de Galdós, autor que tiene un puñado de novelas con ese mismo nivel de excelencia (Miau, Misericordia...) y por el que Mainer pasa de puntillas más de lo que yo hubiera deseado. También omite, incomprensiblemente, al gran Arturo Barea y no nombra la memorable novela Imán, de Sender. Con todo, el problema se presenta cuando llegamos a la segunda mitad del siglo XX. Aquí José-Carlos Mainer ha realizado una criba tan grande que autores como Arturo Pérez-Reverte o Julio Llamazares no aparecen; en cambio autores como Miguel Espinosa y Eloy Sánchez Rosillo (dos grandes escritores murcianos) si están merecidamente representados en el libro.
A pesar de esto, se puede decir que es un pequeño gran libro, en el que Mainer realiza un espléndido alarde de su gran capacidad de síntesis y agudeza lectora, y, con un estilo ameno y elegante, elabora una imprescindible guía de lectura para un público amplio de lectores.



El bibliótafo. Un coleccionista de libros, Leon H. Vincent. Periférica

"El bibliótafo entierra libros; no literalmente, pero a veces con el mismo efecto que si los hubiera metido bajo tierra. Existen varias clases de Bibliótafo. El tipo perro del hortelano es el peor. Apenas utiliza los libros para él mismo e impide absolutamente que los utilicen los demás". (p. 15)
Este pequeño gran clásico de las letras norteamericanas cuenta las divertidas aventuras de un peculiar coleccionista de libros (inédito hasta ahora en español, según nos informan en la contraportada del libro -excelente edición de Periférica-).
Una lectura gratificante por su contenido y asombrosa por su estilo. Un libro sobre libros (como objeto de culto), aunque se centra más en los personajes que conforman la extraña cofradía de los cazadores de libros, narrado con elegancia y ese humor tan característico de los hijos de la pérfida albión (ácido e inteligente), que se lee «en menos que se abre un paraguas, es decir, "mientras esperas"».



Órdenes sagradas, Benjamin Black. Alfaguara

Otro milagro de Banville. Después de resucitar al mismísimo Philip Marlowe en La rubia de ojos negros, Benjamin Black, el otro yo de Banville, nos regala una nueva entrega de la prodigiosa serie de novela negra protagonizada por el doctor Quirke, nuestro patólogo de guardia. En este nuevo caso de la legendaria saga, el curioso y perspicaz forense, más confuso y desorientado que nunca, camina con paso seguro hacia el desastre. La mente de Quirke -en medio de una trama intrincada y particularmente oscura- es el verdadero misterio: Este grandullón, y gran bebedor (capaz de lanzarte una mirada como si te apuntara con el cañón de una pistola, sólo por amenazar con hielo su whisky Jameson), con su aire atormentado y perdido en el neblinoso Dublín de los 50, nos seduce una vez más. Sin duda, la deliciosa prosa de Banville (armada frase a frase: exquisito orfebre de las palabras), su magnético poder narrativo tienen algo que ver en ello. 
Es el sexto libro de la serie, y espero que siga durante mucho, mucho tiempo...


© Jesús A. Salmerón Giménez

miércoles, 25 de marzo de 2015

DESPUÉS DE ESTA VIDA, SEGURO QUE HAY OTRA


David Botía Ordaz


   Últimamente me llama la atención el tema de las momias –no  así el de la momificación, que también pero menos–, y en particular las razones por las cuales momificaban a los muertos, bien por ser un valor cultural propio, bien por haber adquirido esta costumbre la cultura invasora como hicieron los romanos. Incluso, hoy en día, se sigue momificando en ciertas culturas y/o bajo ciertas significaciones.


Ilustración de Aliki

  También me llaman la atención las momias naturales, me refiero a aquellas de personas, o animales, que han llegado a nuestros días en un grado de momificación apreciable y permiten comprender “cosas” de su tiempo. Siempre ocurre porque se dan las circunstancias naturales para que se produzca, sin existir intervenciones divinas o diabólicas, aunque sí supersticiones, fanatismos y supercherías varias.

  Desde mi ignorancia, que ahora comprendo que era casi completa, he aprendido muchas cosas y, como es normal, las he puesto en la fila de dudas existenciales que me surgen. Verdaderamente me ha suscitado mucha sorpresa, y me refuerza la intuición que ya sentía desde hace mucho tiempo sobre mi ser “espiritual”.

  Veo con claridad que es la “cultura” quien consigue que las “cosas” perduren en el tiempo, que estamos viviendo en un momento de descubrimiento público impresionante sobre otras culturas y, hoy por hoy, esto hay que agradecerlo a quien lo practica y nos lo muestra. Se ven las culturas como circunstancias históricas en las que vivieron quienes nacieron en cada época, y que eran personas con unas determinadas características, y no monigotes grotescos imaginarios, quienes sentían y quienes estaban regidos por unos sistemas de gobierno entorno a los cuales desarrollaban sus vidas; dándonos cuenta de que en realidad, no somos tan distintos.

  Comprendemos que la persona siempre se ha guiado por ideas y conceptos y que esto era tan importante como las necesidades fisiológicas. A poco que nos esforcemos, llegamos a la conclusión de que ambos grupos eran necesidades personales imperantes que perseguían un mismo resultado, sentir lo “mejor posible que se pueda”.

   He aprendido que la humanidad ha sentido y siente de manera física natural y piensa de manera física natural, y ambas cosas son la vida de cualquier persona, que en todas las civilizaciones, como en la actual, se ha dado amor, cariño, generosidad, respeto, odio, altruismo, mercantilismo, robos, traiciones, imposiciones, bondad, maldad, esclavitud, libertad….  en fin, todo ello siempre dentro de un entender cultural que organiza todos los sentires en orden a las sensaciones que los generan o desde donde se generan, y, como sucede hoy en día, para gobernar las riquezas materiales en aras a un ideal de individuo, grupo, familia y sociedad.

   Desde el inicio de la humanidad hasta ahora, han muerto más personas de las que existen, de algunas se sabe algo y de la mayoría, nada o casi nada, y, cada cual de nosotros sabemos de primera mano de nuestros ancestros conocidos o los conocidos de los que nosotros conocemos y… al menos de ellos sí que podemos seguir su legado, es decir, su huella cultural y personal. Podemos concluir sin lugar a dudas que el muerto, muerto queda, por muy momificado que esté, y, lo que perdura es su recuerdo, en forma de legado cultural.

   Después de éste esquema de mis pensamientos me surge una duda: ¿existe ese mundo espiritual que cada cultura protege como valor fundamental de la misma y por la que sus súbditos o ciudadanos o pueblo deben respetar y creer incluso por encima de sus propias vidas?

    Que cada cual responda si quiere, pero en cuanto a mi respuesta personal,  ya, sólo creo en mí… me refiero a que creo que soy el resumen de la humanidad en mi singularidad, y como yo... tú, y que, al menos en mí, lo que más valoro es lo que doy, quizá porque espere recibir, pero, sé que si no recibo no me sucede nada, porque me sucede algo cuando no doy, ya que siento la incomodidad de sentirme incompleto, como el que sabe que no ha llegado a hacer lo que necesita para alcanzar ese grado de “lo mejor posible que se pueda” que señalé antes.

   Comprendo, también, que ésta es mi percepción vital y que habrá otras personas con otras percepciones vitales propias, pero lo que tengo claro es que la vida es un dar y un recibir y sólo hay tres tipos de caracteres personales, los que se sienten bien dando, los que se sienten bien recibiendo y los que se sienten bien intentando ser equilibrados, y esto, tal y como pienso hoy, ha sido siempre así.

   Metafóricamente hablando, tres son los sustentos mínimos de un plano y me imagino una esfera perfecta sobre él, a modo de pelota de acero sobre una mesa con tres patas ajustables en altura, así que la cultura, según alargue o acorte a cada una de las patas, la esfera tenderá a desplazarse y suponer un sobrepeso sobre las más cortas, que pueden llegar a romperse y desmoronarse todo. Éste desmoronarse todo, en realidad supone… cambio, pero éste cambio, que vendrá de la mano de cualquier Dios o Demonio disfrazado de necesidad, estará sometido exclusivamente a la explotación oportunista de este principio.

   Comprendo que como resumen de vida que soy, soy cultura para los míos y los cercanos a mí, y que en mí está intentar que esa pelota de acero no les aplaste porque después de mi vida seguro que hay otra, pero esa ya no seré yo, sino, quizá, algo de mi transmisión cultural.


© David Botía Ordaz

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miércoles, 18 de marzo de 2015

EL ENTIERRO DEL INGENIOSO CABALLERO DON MIGUEL DE CERVANTES


Jesús A. Salmerón Giménez

"Que me dejen donde caiga. Si alguien cree que
mis ideas pueden ser útiles, que las difundan."

Manuel Azaña 

     En mi pueblo, es notoria la costumbre -más entre los hombres- de acudir por la mañana al banco para hacer una gestión -las más de las veces actualizar la cartilla- y por la tarde ir a un enterrico a dar el pésame. No sé si este inveterado hábito ciezano se encuentra también tatuado en el ADN de los habitantes de este país llamado España y es, en última instancia, el responsable de que un magnífico equipo de investigadores, pertrechados con los más sofisticados adelantos tecnológicos, escudriñe el subsuelo del convento madrileño de las Trinitarias en busca de los despojos de Cervantes. Pero de lo que no albergaba duda alguna -no se ha escatimado para ello en medios y dineros (parece que cien mil euros tienen la culpa)-, es que lograrían encontrar los restos mortales de nuestro escritor universal (algunos huesos envueltos en un trozo carcomido del tosco sayal que sirvió de sudario) y que organizarán –retransmitido por televisiones, narrado por periódicos y medios de comunicación del mundo entero (cuyos ecos se multiplicarán en la caja de resonancia del cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote)- el solemne funeral que el manco inmortal merece, la madre de todos los entierros: ni más ni menos que el entierro del ingenioso caballero don Miguel de Cervantes.


    Pero conviene, antes de seguir con el relato alborozado de los fastos que se nos avecinan, que volvamos la vista atrás -más atrás-, y, aupados en la formidable nave del tiempo que es la literatura, nos teletransportemos a la lejana primavera de 1616, meses antes de que falleciera Miguel de Cervantes. Si logramos superar el jet lag, entraremos en una pobre morada (de alquiler) sita en la madrileña calle de Francos (este nombre me persigue a través del tiempo), y en su interior encontraremos a nuestro celebrado escritor, cuyos restos mortales han sido tan famosamente rastreados “para ser honrados como merecen”: es un hombre viejo -le faltan unos meses para cumplir 69 años; para los estándares de la época se encuentra en el “arrabal de senectud”- y está en la miseria –no sé sabe bien de que vivía, desde luego no de los libros: la hipótesis más plausible es  que de su  hija Isabel, una de las famosas cervantas- pero, a pesar de todo y tanto, sigue trabajando, morirá trabajando.


    Así se retrata él mismo en el prólogo de las Novelas ejemplares: 
   Este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; este digo que es el autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo El Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. Fue soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia de las adversidades; perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de felice memoria.

    Viejo y pobre, conservará hasta el final su optimismo socarrón y la ironía, esa ironía que impregna e ilumina la maravillosa obra cervantina; en condiciones más que adversas, continúa entregado a la literatura como escritor –su gran proyecto es acabar el Persiles- y lector como yo soy aficionado a leer aunque sea los papeles rotos de las calles(…)”-: Para alivio de su vejez, en los ambientes intelectuales del Madrid de hace cuatro siglos, nuestro admirado alcalaíno recibió humillaciones y burlas crueles: "En la sociedad literaria madrileña es visto como un viejo chocho, como un hombre de otro tiempo que ha sobrevivido a sí mismo. Cuenta Lope que, estando en una reunión de la llamada academia de entonces, él leyó unos versos con unos lentes que le prestó Cervantes, y estos lentes le parecen a Lope como huevos rotos, estrellados" (Francisco Rico).

     Viejo, pobre, anacrónico:                                                                        En  febrero de 1615, unos caballeros franceses que acompañaban al embajador Sillery, enviado a España para negociar la unión de Luis XIII con Ana de Austria, fueron a visitar al cardenal Sandoval y Rojas, protector de nuestro escritor. Al enterarse de la labor que Márquez Torres estaba desempeñando, «apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenía de sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte désta, y las Novelas [...]». «Preguntáronme muy por menor de su edad, su profesión, calidad y cantidad -prosigue Márquez Torres-. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre».

   Pues bien, este hombre -quien, por carecer de dinero, no pudo costearse las misas por el eterno descanso de su alma-, es ahora el muerto más buscado del mundo. Este hombre que vivió en condiciones tan penosas (cercado por la pobreza y problemas familiares, ha padecido desdichas de todo tipo –en la Guerra, en el cautiverio…-), escribió su obra en condiciones durísimas (empezó su Quijote en “una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”), su obra fue escasamente reconocida en su país y encontró la mala suerte en todas partes (aunque nada de esto pesa en el ánimo del viejo Cervantes. "Con todas las dificultades, no pierde el humor", dice Trapiello; "no hay nada de amargura en él. Hay algo en su literatura que es un alma pura; por mal que la hubiera tratado le vida. Jamás levantó un falso testimonio contra ella, por decirlo con la frase de Nietzsche”).
     Sí, el hombre más buscado:
   Hombres armados con georradares de última generación han rastreado el sufrido convento de las Trinitarias Descalzas, donde inocentemente intentaron alcanzar la paz sus cansados, viejos y memorables huesos. Sin embargo, curiosamente nadie escoge para su búsqueda el camino más expedito y barato (el camino más sencillo es siempre el más verdadero): sus libros: Cervantes habita su gran libro de manera tan omnipresente que necesitamos darnos cuenta de que contiene tres personalidades excepcionales: el caballero andante, Sancho y el propio Cervantes (Harold Bloom).

  Como escribe el periodista y escritor Jaime Fernández: (…) los bibliotecarios, que tienen que limpiar de vez en cuando las capas de polvo que se suceden desvergonzadamente sobre los volúmenes de sus obras, cada día más intactos. Paradojas de la vida moderna: la tecnología especializada en buscar los huesos del difunto Cervantes se muestra incapaz de dar con los de un lector vivo de sus libros.


  Leamos sus libros -donde habita el gran Cervantes-, es el mejor homenaje que le podemos hacer este inmenso escritor que, a pesar de los pesares –tantos-,  se mantuvo siempre alegre y enamorado de la vida. Como escribió en el prólogo y dedicatoria del Persiles (la prosa más espléndida que se ha escrito en español, como sostiene, de nuevo, Rico): "Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo/. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir". Y más adelante, al final del prólogo: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida". 
   La inmensa riqueza de Cervantes son los libros que nos ha dejado, para que los leamos y amemos: su lectura no acaba nunca, siempre hay nuevos descubrimientos, giros inesperados e inéditos en su obra, que nos renuevan el placer extraordinario de leerlo. Y sobre todo, como ningún otro autor, nos regala la dicha de la risa:                                             Quien no ríe leyendo el Quijote es porque no entiende la novela o porque tiene la desgracia de no poseer la facultad de reír, que es la que distingue al hombre de los animales”. (Martín de Riquer). 
   Leamos a Cervantes, y recordemos de paso el epitafio que honra la tumba de otro de los grandes escritores universales, William Shakespeare:
Buen amigo, por Jesús, abstente
de cavar el polvo aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.






© Jesús A. Salmerón Giménez

sábado, 14 de marzo de 2015

UN PASEO POR UN CAMINO EN DESUSO (HASTA EL CABEZO DE LAS BEATAS)

Pedro Diego Gil López

Hay lugares que le sugieren al pensamiento un sinfín de emociones. Esos lugares están revestidos de una singular simpleza. A veces, son una grata sorpresa, inesperada, impensable minutos antes, que lentamente provoca emociones, ilusiones, ideas llenas de clarividencia. En ese embargo resplandeciente se siente una situación sumamente placentera, donde el cuerpo y la mente encuentran ese relajo indispensable para ser momentáneamente feliz.    


    La sensación de descubrir un camino perdido puede abrir de par en par esas puertas excepcionales, simplemente andándolo. En este caso, al principio es solo una cuesta arriba, repentina y agreste, que se interna en una tierra hollada. Luego, el terreno se adecua a su dirección, a pesar de que se percibe que por allí se dejó de transitar hace muchos años. El deterior de su medio es acorde a su perdida y, aun así,   se aprecia su utilidad. Los pasos se agrandan, se puede levantar la cabeza y mirar el entorno, el extenso valle repleto de cuadriculados campos. La mirada se adentra en la perspectiva que da de sí la pequeña cordillera de lomas que apunta al horizonte. Con la respiración algo agitada, uno piensa en las jornadas que se invirtieron en su obra, en los esfuerzos que allí quedaron perdidos, en aquellos hombres que lo usaron. Unos pasos más allá, lo significativo es la soledad y el silencio.  

   
                 
     Caminar por esta dirección creada y abandonada por el hombre, a ese ritmo que el tiempo parece reinventar sobre una nada aparente, terrosa y vegetal, procura el entretenimiento y la distracción, gracias a una copiosa amalgama de formas naturales. Sin dejar de andar, se piensa en la idea de llegar a alguna parte y de enfrentarte a algo, a la propia realidad pérdida del camino y su trayecto, en una ida hacia un absoluto, a la vez, impredecible, con una especie de vértigo de altura que incita a descubrir la aprobación de su final; un modo de dar continuidad a una historia aparentemente insignificante, cuyos detalles salpican de interés el entorno.       
                          
   Para seguir avanzando por este camino, parece necesario adecuarse a ese mismo fin, a su única dirección, pensando que se retoma así cada una de las idas y venidas, que cada cual que lo utilizó hizo para trasladarse a sí mismo. Tendrían que conjeturarse los diferentes hechos que en él se produjeron, hasta que su ambiente artificial se revirtió, o volvió a ser lo que la naturaleza quiso, para poder asegurarme a mí mismo que el camino se perdió y se arruinó por algún sentido. Y de ese modo, todas las acepciones de sus múltiples significados antiguos pueden volver a ser útiles aquí y demostrar que quedaron suficientes motivos ocultos para recuperarlo.                  
    Un camino sin transitar es como un teatro cerrado. Un camino en desuso es haber perdido un principio y un final de algo que se terminó. Un camino en sí mismo perdido es un verdadero desafío para quién lo encuentra. Diría, después de recorrerlo.      
    Si fuese un camino circular, que volviera al punto de partida con la misma insistencia que se afana su fin, tendría múltiples aplicaciones en el tiempo, demasiadas posibilidades para perderse y encontrarse, y también, tantas ideas de llegar a impredecibles lugares que, en sí mismo, el círculo creado, nos haría volver una y otra vez; pero a un punto cada vez más introvertido, cada vez más ladeado del anterior. Y llegaría, en innumerables vueltas, a formar una espiral, con las curvas de cada círculo comunicadas entre sí, hasta dar de sí un suceso laberíntico.


    El tramo está ahí, escondido entre una ladera agreste poblada de romeros y de atochas, invadido por esas otras plantas que son la avanzadilla de la naturaleza. Surge tras cada curva de forma imprevista, para resolver la fuerza vertical del accidente geográfico inminente, con su nivelación artificial. Envuelto por derrumbes, barrancos y desprendimientos, muestra en el centro una herida severa, un surco paralelo al trayecto, que aún respetaba la posibilidad de recorrerlo a pie.     
 
    Permite remontar con poco esfuerzo cotas que de otro modo nos harían desistir de salvar, y propone darnos servicio para descubrir el paraje, recorriéndolo de una forma satisfactoria. Es un camino que corta el relieve que veíamos de lejos como algo impenetrable y que nos lleva a sentir perspectivas frescas y novedosas, dándonos la posibilidad de indagar en un paisaje dominado por el cabezo de las Beatas, con las Maridas, o Morirías, a los pies del sugerente entorno, hasta el alto de la Higuera y el Alporchón.

    Llegar a las inmediaciones de este lugar es muy sencillo: Partiendo desde Cieza, hay que llegar a la venta del Jinete. A la izquierda, sale un camino asfaltado que apunta directamente al cabezo de las Beatas, el cual habrá que dejar justo antes de iniciar un repentino descenso, para seguir recto por un camino de tierra. De inmediato, a la izquierda, dejaremos atrás una casa y una balsa de riego. Más arriba, superaremos otra balsa más grande. Cogiendo siempre el camino que sube recto hacia el monte, llegaremos a un barranco donde tendremos que detener el vehículo, al no poder continuar. Desde allí, a pie, empieza el recorrido. Cruzamos el barranco que corta el camino, y que no presenta ninguna dificultad, y al llegar a una hilera de cipreses, a la izquierda nace el camino. Una cuesta erosionada por las lluvias es su primer tramo. Sin dejarlo en ningún momento nos internaremos por el corazón del paraje y si conseguimos ir en silencio, poco más nos faltará para sorprender a algún jabalí, o tal vez a algún ciervo, que tenga por allí su encame. Una vez que el camino termina de ascender, bordea la ladera suavemente, dejándonos contemplar con absoluta tranquilidad el extenso paisaje de huertos hasta el horizonte.                               

   El cabezo de las Beatas, siempre omnipresente, va moviéndose más que nosotros mismos, jugando con su entorno rocoso, o con los lomazos de yeso que forman un especial colorido, mientras nos acercamos a él. Varios ejemplares de pino carrasco custodian las laderas, resistiendo el empuje poderoso de la erosión, con sus raíces esparcidas como las patas de un animal increíble. Acebuches, sabinas y albaidas, se localizan de forma dispersa. Avanzado llegamos a su final, una vieja yesera, cuyas irresponsables prospecciones decaparon la ladera del monte, dejándola sin el necesario sustrato que da vida a la vegetación. Ese es el triste fin del camino, el fin de su pobre historia, y de la iniquidad de los hombres que lo hicieron. 


  Desde allí, se puede emprender otro itinerario, este lleno de alguna dificultad, que sigue las sendas que ha marcado el ganado de cabras que frecuenta la zona. Estos animales transitan por los lomazos de la yesera, desde la cuesta de la Herrada, hasta el barranco que accede a los huertos del llano, y con su insistencia instintiva han trazado un dibujo de sendas, eligiendo los mejores lugares para pasar. La diferencia está en que ellos van a cuatro patas, con sus adaptadas pezuñas. Pero la intención de llegar al cabezo de las Beatas supera las pequeñas dificultades que van surgiendo. Alcanzar el barranco que divide el cabezo de la agreste ladera da como fruto oír el murmullo del agua que nace en él y que desciende entre un enredo de baladres y pinos. (Me imagino cuando toda esta sierra estuvo bien poblada de especies arbóreas) Si en vez de bajar, subimos por este barranco, el mismo termina en una pequeña explanada exenta de vegetación, y desde allí, se puede acceder a los calderones que sirvieron de enterramientos en la Edad del Bronce. Esa parte del cabezo es de configuración rocosa y presenta unos huecos impresionantes que servían para hacer estos enterramientos humanos. Es un lugar especial sin ninguna duda. Al volver a descender por el citado barranco, siguiendo una de esas sendas trabajadas por los ganados de la zona, fijándonos en el suelo, pronto descubriremos pequeños trozos de cerámica. Un poco más allá, en la ladera del cabezo que mira a las Marirías, nos llamará la atención los montones de piedras y la gran cantidad de trozos grandes de cerámica. Allí había un poblado en la antigüedad, dominando el enclave. Si aún es temprano y el sol está aún bajo, desde casi la cumbre, se podrá ver la sombra que proyecta el cabezo sobre las pequeñas lomas que lo circundan. Es como un dedo que apunta hacia un lugar concreto, ¿Quién sabe si los antiguos moradores que lo habitaron no utilizaron este indicador solar para medir el tiempo? A mí me dio esa impresión, comprobarlo, es una sensación peculiar. Yo, el último día que estuve allí fue el dos de marzo del dos mil trece. Dejando la imaginación volar desde aquella altura, saciados de contemplar el gratificante paisaje, cuando nos decidamos a bajar, será mucho mejor que terminemos el recorrido bajando por el barranco donde nace el agua de las Beatas, siguiendo la senda, que dar la vuelta por donde hemos venido, dada la mayor proximidad que hay desde allí, para alcanzar el camino interrumpido por este mismo barranco, que nos llevó hasta el paraje, donde nos aguarda aparcado nuestro coche.

 © Pedro Diego Gil López

domingo, 8 de marzo de 2015

LAS ESCRITORAS DE MI VIDA


 Jesús A. Salmerón Giménez


    No yerran las mujeres en modo alguno cuando rechazan las normas de vida que rigen el mundo; pues hanlas hecho los hombres sin contar con ellas.
                                               Montaigne, “Sobre unos versos de Virgilio”.

   En la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, hoy 8 de marzo, no voy a entrar a glosar la marginación secular de la mujer a lo largo de la historia –terrible situación que, salvo en determinadas parcelas del mundo occidental, siguen padeciendo hoy en día cientos de millones de personas-, ni a rebatir los argumentos de aquellos que lo justifican, pues considero más que evidente que estamos formados todos por el mismo molde, y solo el fanatismo que auspicia la religión o determinadas ideologías totalitarias pueden sostener la superioridad de un género sobre otro. Prefiero, siendo fiel a este rincón que me ha regalado Rosa, donde puedo ser el escribidor del lector que soy, hablar de las escritoras de mi vida, aquellas que, con sus libros, han dejado una huella indeleble en mi alma y me han regalado gratísimos momento de lectura. Sin exprimir mucho los recuerdos, hay dos que saltan como panteras de talento en el arca de mi memoria: Patricia Highsmith y Virginia Woolf.



Escribir es una forma de organizar la vida. Y la necesidad de hacerlo sigue presente aunque no se tenga público.
                                    Patricia Highsmith

A la primera dama, comencé a leerla en la adolescencia y sus novelas forman parte del haber sentimental de mi vida. Con mis amigos, también asiduos lectores de esta americana impasible -y tortuosa-, compartía el deslumbramiento que sentíamos por sus relatos perturbadores e hipnóticos. Nos pasábamos las noches en blanco devorando las intrincadas historias que urdía esta escritora excepcional, que siempre te dejaban en permanente estado de estupor y desasosiego. Sus pesadillas eran adictivas, pues se basan en un hondo conocimiento de la naturaleza humana y se sostienen en un perfecto suspense (una mezcla explosiva de cálculo frío y emoción al límite) que impresionó al mismo Hitchcock (quien llevaría –magistralmente- al cine su inquietante novela Extraños en un tren –el crimen perfecto: un crimen sin móviles).

Pero si hay un personaje, salido de su pavorosa pluma, que nos cautivó y, por lo menos a mí (cuando lo releo sus novelas o asoma en algunas de las estimables versiones cinematográficas que se han hecho de este singular personaje) me sigue encandilando, es el ambiguo, turbio, expeditivo, amoral, seductor, tormentoso y brutal Tom Ripley. A lo largo de las cinco novelas que componen la saga del oscuro y siempre peligroso Tom Ripley -en máxima tensión y continua zozobra- este espléndido profesional de la impostura, con su determinación y extraño encanto, nos pone inevitablemente de su parte, es el antihéroe de nuestro tiempo.

Esta gran dama del crimen, penetrante y sabia, que reveló nuestros tormentos interiores y nos asomó al misterio, será para siempre nuestra (inquietante) amiga americana.




No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.
                       Virginia Woolf



Siempre he sentido fascinación por Virginia Woolf: por la persona y por su literatura. He admirado sus ideas, expresadas siempre con extraordinaria claridad y agudeza:

“La vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos envuelve desde que tenemos una conciencia hasta el final.”

“Sí, siempre mantened los clásicos a la mano para prevenir la caída”.

“La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata.”

“Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien.”

“El pasado solo vuelve cuando el presente fluye tan armonioso como la superficie deslizante de un río profundo. Entonces se ve a través de la superficie deslizante de un río profundo. En esos momentos encuentro una de mis mayores satisfacciones, no en el hecho de estar pensando en el pasado, sino que es entonces cuando estoy viviendo el presente más intensamente.”

“Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los amantes, palabras rotas, palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la acera, palabras de una sílaba como las que usan los niños cuando entran en un cuarto donde su madre está cosiendo y cogen del suelo una hebra de lana blanca, una pluma, o un retal de chintz. Necesito un aullido, un grito.”

“Porque es una lástima muy grande no decir nunca lo que uno siente…”

Y me han asombrado sus maravillosas  novelas, pletóricas siempre de poesía y genio  (libros como La señora Dalloway, Al faro, Las olas), en las que nos subyuga el estilo, la forma única que tiene de captar los sentimientos y las sensaciones. Como escribió Borges:

Virginia Woolf ha sido considerada «el primer novelista de Inglaterra». La jerarquía exacta no importa, ya que la literatura no es un certamen, pero lo indiscutible es que se trata de una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la novela inglesa.

Virginia Woolf, una de las escritoras y ensayistas más prominentes del siglo XX, fue también adalid del movimiento feminista: en Una habitación propia nos regala una espléndida reflexión sobre la dificultad de labrarse una carrera literaria como mujer, en un mundo de hombres.

© Jesús A. Salmerón Giménez


lunes, 2 de marzo de 2015

LA ÚLTIMA LECCIÓN DE UN MAESTRO

Jesús A. Salmerón Giménez

    Pero todo escritor debe honrar/ el idioma que le fue dado en préstamo, no permitir/ su corrupción ni su parálisis, ya que con él/ se pudriría también el pensamiento./ Su obligación primera consiste/ en escribir prosa o verso de la mejor manera posible.
José Emilio Pacheco

   El pasado día 5 de febrero fallecía el prestigioso crítico literario de El Mundo, Ricardo Senabre (descanse en paz), y como excelente profesional que fue hasta el último momento, pocas horas antes de morir envió su última crítica al periódico. Para mí, la sorpresa empieza ahora: la última reseña del eximio filólogo y catedrático de literatura de la Universidad de Salamanca versaba sobre una publicación de la pequeña gran editorial ciezana La Sierpe y el Laúd, con cuyos integrantes y fundadores me unen sólidos lazos de amistad, que se remontan a la arcaica tarde de verano en la que, en un edificio emblemático de Cieza –telefónica-, hoy desaparecido, juramos amor eterno a la literatura (y parece que se va a cumplir, pues ya hace de aquello la friolera de 34 años -que pesan sobre mí como la proverbial losa en la que descansa nuestro querido pueblo, pero no por suerte sobre mis amigos de La Sierpe, que diríase han encontrado –y dado más de un capuzón en ella- la fuente de la eterna juventud). 


   La publicación es Anochece, Platero del reconocido escritor Jorge Cela Trulock, a cuya presentación asistí, en el Centro Cultural de Las Claras de Murcia, con la alegría anticipada del reencuentro con antiguos (y muy queridos) amigos (Ángel Almela, Paco Pino…), más que, sea dicha la verdad, por el interés de conocer al autor y la obra editada, pues todo acto literario tiende a ser el mismo, prevaleciendo la inflación de palabras ponderativas en relación al mérito del libro publicado. Recuerdo que comenté tontamente con alguien: “espero que sea el hermano más listo de Camilo José”, con esa ligereza que da la ignorancia; y, para mi sorpresa -y escarmiento-, me encontré con una persona afable y humilde, que destacba generosamente la labor editorial de La Sierpe y el Laúd y agradecía sinceramente le editaran el libro, y todo aderezado con un discurso maravilloso sobre el valor de la palabras, con una honda disertación sobre la vocación del escritor (“Vivo para escribir, no escribo para vivir”) y la esencia de su trabajo: Escoger las palabras (“las palabras son como las cerezas, que se enganchan y tiras de una y salen infinidad de ella(…)”. Me dio -nos dio- una lección, una hermosa lección.
 
   
    Pues ni esta gratísima impresión, ni el descubrimiento de este autor -para mí, desconocido hasta ese momento-, me empujaron a su lectura (aunque sí me emplacé a leerlo, pero fue mientras duró el encanto del afortunado encuentro; siempre hay muchos libros que leer y poco tiempo para ello…): quedó relegado en una leja de mi estantería, donde yacen los libros olvidados, los que rara vez recupero para su lectura. Y fue precisamente esa crítica del catedrático fallecido, la repercusión mediática que tuvo la noticia, la que sacó el libro de la UCI –en una vertiginosa reanimación, que dice muy poco de este lector- y me lo leí, en el tiempo que se tarda en abrir un paraguas, es decir “mientras se espera” (bibliótafo dixit). Y quedé deslumbrado por la maestría del narrador, por la alquimia con la que combina tan sabiamente las palabras…pero sería una injusticia – una más- que glosara yo el libro, en vez de dejar (además, con conocimiento y perspicacia no comparables a este modesto escriba) al profesor Senabre -hombre extraordinariamente generoso, que dedicó su último esfuerzo a escribir la magnífica reseña y nos dio, de paso, una lección (otra hermosa lección) de pasión por la literatura, de independencia (frente a intereses espurios y amiguismos:leía los libros a fondo, sin prejuzgar la edad, el sexo o la posible carrera de quienes los hubiesen escrito) a todos los lectores y personas que orbitan alrededor del planeta de las letras- que nos hable y nos ilumine la lectura del excelente libro Anochece, Platero:


    Conviene no dejar pasar sin más este breve volumen sólo por aparecer, con su pequeño formato, en una editorial minoritaria sin miras comerciales. Recoge once textos que representan la etapa más reciente y depurada de Jorge Cela Trulock (Madrid, 1932), a quien se deben varias novelas cortas y volúmenes de cuentos de gran calidad. En Anochece, Platero, y prolongando una línea que ya se manifestaba en muchos relatos anteriores, el esquema narrativo tradicional se reduce al mínimo, y el lector encuentra, sobre todo, escenas incompletas, episodios de la vida pasada, evocaciones que consisten sobre todo en paisajes de lugares recorridos, olores, sensaciones que las palabras ayudan en cualquier momento a anotar en un cuaderno, extraídas de una corriente de experiencias que va disolviéndose camino de su desaparición. La mirada contempla ese flanco perecedero de las cosas y trata de fijar y salvaguardar lo que considera valioso: una percepción sensorial, una compañía grata, un gesto, una frase concreta...


© Jesús A. Salmerón Giménez