domingo, 8 de febrero de 2015

EL RÍO MUERTO


                                                                                                             Pedro Diego Gil López

                Hay un reducto de aguas vivas en un lugar llamado río Muerto, una condición retroactiva que configura un espacio de casualidad, de constancia natural y controversia hídrica. Un río que está sujeto a una regulación inventada en provecho de un progreso eléctrico determinante. Un río que discurre entre arboledas, en ese tramo donde quedó relegado después de aquella partición acuática imposible. Las aguas que discurren por el suave desnivel, desde la cota de su origen hasta la cota de su verdadera muerte, como un principio y un fin, lo hacen en estado de gracia, siendo testigo de lo que en ellas se refleja como si tuvieran memoria, y río abajo recuerdan, sin duda, toda la luz que reciben allí, hasta llegar al mar.                                                                                          
     Para no engañar a nadie, el río Muerto es un tramo relicto del río Segura. Un tramo aparte, relegado en su provecho, hoy extrañamente favorecido para formar un limbo paisajístico, en una excepción casi desahuciada sujeta a un compendio de figuras legales, que por arte de magia lo han preservado en uno de esos lugares donde la naturaleza consigue jugar a ser casi lo que era, como en aquellos tiempos en los que los hombres tenían menos poder.  

   

    Cuando llegas a sus inmediaciones te propone de inmediato un paseo. Yo he aceptado esa propuesta muchas veces, y he visto en sus márgenes un devenir plástico de un interés peculiar. Por eso hasta le hablo, después de recorrer sus orillas y de contemplar sus rincones, después de oír el murmullo de sus aguas y el canto de las aves que lo habitan. Quizás solo me hable a mí mismo, o quizás le hable a alguien que, supuestamente, está en la orilla opuesta esperando que yo me vaya y lo deje tranquilo pescar. Quizás entable conversación con el pastor que acerca sus ovejas a abrevar por la vereda de enfrente. Pero la verdad es que los arenales de sus orillas están desiertos y la soledad los contempla.   
                               
     Estas muerto, le digo, desde el azul del cielo hasta la parda penumbra de tu lecho. Muerto tu cauce regulado, cuando tu corriente fue detenida por muros represados y tu volumen desviado a canales de triste ingeniería. Encerrada está tu atmósfera en una burbuja alargadísima, en un clima de prodigios vegetales, rodeado de una sabiduría agrícola imperfecta, y de eso te vales para ser, eso, un enorme recodo paisajístico que deslumbra. Tienes por estas cosas un destino incierto, de ahí puede que venga tu nombre de Muerto, con su paradoja de significado visiblemente absurdo. Ha de notarse la vida que aún tienes, pese a ese nombre. La huella que dejas, más la distancia de tu devenir, le da plena libertad a las estaciones para perpetuarse, unas a otras, en tu bravo y colorido entorno. Ellas son las que te llevan, las que te prolongan hasta que no pueden hacer más por ti y te entregan a tus aguas mayores.       



   Río Muerto, eres el otoño puro cuando por esa corriente tuya de cerúleos reflejos maduran los amarillos claros y se mezclan tan caóticamente con tantos verdes languidecidos. Cobijas la diáfana luz de tus orillas y te llevas cada reflejo vivo en las ondas que mueven tus aguas, desde tus anaranjadas orillas salpicadas de grana. Si entonces llueve, se suman un sinfín de vibraciones grises, tintineando en las alamedas, y el viento recorre la amplitud de tus olmedas, y le silba a tu corriente engreída, a su propio encanto. Allí donde se sobresaltan los ánades que ocultas en la niebla, de sorpresa en sorpresa, me llevas; me dejo llevar por tus rincones, y escucho las sugerencias de tus miles de orillas.  ¿Quién no es capaz de recrearse en tu armonía y no coge con la vista el ritmo de tu plácida corriente?        
              
   Te aseguro, río Muerto, que cuando llega a tus orillas el invierno, desencadenas un desfile de ramajes cruzados, de troncos vencidos y fustes inhiestos, de lo más sugerente. Tu arboleda de roces, llena de nidos vacíos, verdaderamente provoca a quién la contempla. Esa quietud que el ser humano tanto persigue, se encuentra en ti.  En esa arboleda que alzas sobre ti mismo, con esa fría quietud iridiscente, te digo que te conviertes en el silencio sobresaliente, en un deseo, en una vuelta atrás, larga y relajada. Así lo guardo en mi mente.                        

     Te veo entre la hojarasca, por un plácido camino, en la dura belleza que te apremia cuando te contemplo, en contra del más allá de tus alrededores, con todas esas circunstancias que quiere hacer de ti un espacio a penas visible, cada vez más disimulado, donde parezcas un sueño. Quiero retomar tu libertad recorriéndote despacio, valorarte lentamente desde tantos ángulos como pueda, después de volver, una y otra vez, para contemplar el esplendor de las estaciones.                                                                                  

    Vuelvo y vuelvo a decírtelo, Río Muerto, una música de hojas verdes te reaviva cada primavera y se diluye en tu corriente plateada, bajo la niebla, o bajo la escarcha tardía. Esta constatación se convierte en fuerza sustancial, porque vives en el canto de los mirlos, en el porte de las garzas, en el revoloteo de las fochas, y renaces cada día con esos rayos de sol profundos que te atraviesan y trasfiguran los tallos y los brotes que reactivan tu amable naturaleza. Entonces, eres la abeja, la flor, la nube, la rama, el trozo de cielo, nada más que eso, sin necesidad de ser otra cosa. 

    Así, en ese tiempo, Río Muerto, estás siempre reservado por mi memoria al renacer de la vida en un baño idílico, en el verano caluroso y eterno que cada año me ofreces, desnudos tú y yo, y el mundo, cuando nado aguas abajo, llevado por tu corriente como una de tus hojas de envés plateado, de limbo aserrado, de nervada textura. Y veo los hilillos de tu corriente como se tejen en los remolinos de tus viejas olmas, entre aneas y juncos, formando un manto de agua clara, zambullida, arremansada, preservada en la fresca sombra. Una higuera, una parra y un nogal alcanzan tu orilla. Y llego a sumergirme en la noche de tus aguas, bajo el reflejo de la Luna, en el agua oscura y muerta, donde perdura tu agonía de río entregado, como un obstinado superviviente. Obtengo la libertad nadando en tus torrentes repentinos y en alguno de tus remansos me encarcelo y me quedo a reposar.    
                                    

    Entre encajes de ramas de álamo viejo, entre las melosas mimbreras y las espinosas zarzas, cobijas la esperanza de preservarte. Incluso en los inviernos que desnudan tu porte arbóreo y desvisten tus raíces primigenias, entre baladres y cañas, aún ocultas todo tu misterio. De tus derroches vegetales se poblarán siempre tus limos, cumpliendo contigo la condena de morir viviendo tanto. 
                                                         
    Eres, río Muerto, un paseo en perfecto contraluz y una ribera de espirituales mañanas, pasos y más pasos de agua y arena. Eres de amaneceres rosados y limpios, que crecen hasta ese nítido carácter diurno de tu vigor.  Eres el místico medio día primaveral, casi caluroso, y la clausura sombría del verano en el frescor de tus ramajes. Eres el cálido atardecer, el frío y misterioso carácter crepuscular que precede a la noche. Y siendo así, los vados que permiten cruzarte hacen de tu entorno lugar de paso y frontera, un espejo momentáneo lleno de tibios reflejos.                                                                                    
     ¿Qué más eres? ¿Qué más puedes ser que no seas por estar muerto? Quisiera robarte toda el agua que pueda coger en mis ojos, para tenerte presente cuando vuelvas a ser ese río Segura, que ha de llegar hasta el mar. ¿Qué aguas eligen discurrir por el canal de ingeniería y cuales prefieren tu cauce?

El río Muerto aparece entre alamedas dormidas, a partir de la presa de la hoya García, como si fuese un afluente de una corriente mayor, en este caso del río Segura; pero que en vez de juntarse con aguas más caudalosas se separa de ellas, caprichosamente, por la acción de la mano del hombre, que se lleva la mayor parte del caudal, a través de un canal artificial, hasta el Salto del Progreso. Entonces, parece que todo el río cambia, para convertirse en un espacio que se preserva así mismo.


Aguas arriba pasa algo parecido, otra presa, la de La Mulata, amansa la corriente, retiene el caudal del Segura para sumergir la mayor parte en un canal subterráneo que se lo lleva hasta el Salto de Almadenes, para producir electricidad con su fuerza, dejando otro tramo de río en parecidas circunstancias, a través del impresionante cañón de Almadenes, pero eso es otra historia.                                                                                          

El río Muerto se puede vadear por la desembocadura de la rambla del Cárcabo, cogiendo el camino que pasa por debajo del puente que la salva, en la carretera del pantano de Alfonso XIII. Por la margen derecha del río, o por la izquierda, se puede empezar a disfrutar del paisaje y la naturaleza que lo envuelve, desde la presa de la hoya García.
       
  © Pedro Diego Gil López

2 comentarios:

  1. Una sorpresa encontrarme con este texto, sr. Una verdadera y grata sorpresa

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  2. Una prosa llena de fuerza porque inunda los sentidos. ..una agradable sorpresa, sí.

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