Juan A. Piñera
Pongamos que has ido con tus hijos,
que son pequeños, unos 6 o 7 años, a la plaza y los has dejado sueltos, a su
antojo. Estás sentado cómodamente en un banco. No hace frío. Ni calor. Desde tu
perspectiva ves gente en movimiento: niños jugando a la pelota, otros hablan,
un grupo corretea, paseantes aparecen y desaparecen en distintas direcciones...
y te quedas mirando fijamente, escuchando el cuadro en movimiento, sin pensar
en nada: una película de sucesos que en primera instancia aparentan una
armónica y lógica aleatoriedad (saltos, movimientos en zigzag, gritos,
persecuciones, caídas...) y que luego, siempre, están cargados de las más
altísimas dosis de razón. Es uno de esos momentos en que, entre nube y nube,
surgen cuestiones sobre lo que somos y cómo funcionamos, sobre si sentimos el
total de nuestros actos o nos comportamos casi sin prestar atención a nosotros
mismos.
Por
mucho que se intente, por muy meticulosa que sea la búsqueda, es difícil
permanecer en ese fino hilo que nos separa entre seres voluntarios plenos
conocedores de lo que experimentamos frente a máquinas mecánicas totalmente
automatizadas. Por ejemplo, la acción de estar frente a una pantalla, con los
dedos situados de manera precisa sobre un teclado, y escribir un texto, es un
ejemplo ideal para llevar a cabo el dificilísimo ejercicio de la propia y total
autoconciencia. Al igual que subir unas escaleras. Buscar el límite entre lo
mecánico, lo aprendido, lo que está memorizado y se transforma en movimientos
como respuesta a un pensamiento que puede ser consciente o no, que puede haber
surgido solo desde la profundidad de la mente sin haberlo buscado, es una de
las actividades supraconscientes más agotadoras que se pueden llevar a cabo.
Cuanto más conocimiento inmediato y total del entorno se quiere tener, más
lenta se vuelve nuestra parte mecánica (cuerpo). Se pierde utilidad, lo que es
contraproducente, en primera aproximación, en términos de supervivencia.
Tendemos a hacer las actividades, por lo general, lo más eficaz y
beneficiosamente posible (subir las escaleras), porque no tiene sentido para
nosotros hacerlo sintiendo la pisada, lanzando la orden de mover el pie, luego
elevarlo, a continuación detectar su posición y lanzarlo hacia delante, etc.,
si no lleva a ningún beneficio (¿qué ventaja podría tener subir unas escaleras
a semejante ritmo si llevamos prisa, aparte de evitar una caída, etc.?), es decir,
a optimizar tiempo y recursos biológicos.
Desde
ese punto de vista, de la automatización de casi todo lo que hacemos, se podría
plantear qué porcentaje de tiempo somos totalmente conscientes del control de
nuestra vida. Los primeros años corresponden al aprendizaje universal. Tanto el
lenguaje como la automoción precisan de años de ensayo y error hasta alcanzar
el nivel suficiente para defendernos (habla, traslación, huída...). Pasados los
años, ya en la madurez física, por poner un caso, marchamos por la vida de un
lugar para otro usando la información aprendida. Si necesitamos trasladarnos es
suficiente que surja el pensamiento del lugar de destino para que el cuerpo
accione los complejísimo mecanismos aprendidos correspondientes y comience a
moverse, un paso tras otro, subiendo aceras, cruzando calles, esquivando coches
y, probablemente, pensando en otra cosa o realizando alguna tarea accesoria
(escribir en el móvil, escuchar música, conversar, ver escaparates...). Se
podría contabilizar el tiempo gastado en las 100 o 500 ideas que durante un día
pasan por la cabeza cuando estamos plenamente conscientes y el gastado en
utilizar recursos memorizados para llevar acabo esas 100 o 500 ideas de modo
automático y llegar a la conclusión de que es muy poco el tiempo que estamos
junto a nuestro cuerpo, a la par, ejecutando una acción concreta mientras
detenemos el tiempo para apreciar la total realidad de lo que hacemos, con
todas sus partes lógicas, las sensaciones que se experimentan, la recogida de
datos necesarios, las decisiones tomadas y a tomar según corresponda, etc.
Hasta 20 o 30 parecen muchas. Diría que son cero. Ninguna. No hay momento en el
día en que nos paremos, como si fuéramos un robot, o un auténtica máquina
analizadora, a hacer, tan sensorial, racional y voluntariamente como se pueda,
cualquier acción por simple que sea. Parece que se detiene el tiempo. No
parece, es que hay que hacerlo. Podía intentar un ejercicio muy simple que
sirviera para buscar lo que quería. Un afeitado podría se útil. Un día lo hice
como de costumbre: la idea previa de afeitarme fue sucedida por una serie de
acontecimientos memorizados que siempre se ejecutan igual: empezar por el mismo
lado de la cara, continuar hasta un punto, volver a repasar, etc., etc. hasta
terminar en el tiempo de siempre casi sin darme cuenta de nada. Otro día me
propuse hacer el ejercicio procurando analizar todas las situaciones: ver la
mano, coger la cuchilla, evaluar la posición de la mano, la cantidad de espuma,
análisis de la zona de la cara, movimiento de la mano a un sitio y otro, etc.
etc. y fue prácticamente imposible terminar, pues las variables a considerar
eran tan grandes, y el continuo anular el sentido de la vista, que llegué al
punto de concluir que era tarea inútil. Primero, por el factor tiempo; segundo,
porque era irrealizable acabar con la precisión del procedimiento de costumbre,
un procedimiento que, memorizado, resulta infinitamente más eficaz si se “deja”
ejecutar automáticamente. Porque parece que somos eso, una máquina que ejecuta
continuamente procesos previamente memorizados, que se han ido perfeccionando
con los años, y que suceden a una idea, deseo, anterior que, no sabemos, si
solo obedecen a la necesidad de satisfacer necesidades (sí, necesidad de
satisfacer necesidades), al arbitrio pseudoaleatorio de estados mentales (por
ejemplo, ejecutar el acto de rascarse un ojo, con todos sus precisos
movimientos, tras la sensación de picor, mover un pie arriba y abajo porque
sí...) o a la voluntaria sucesión de pensamientos o ideas que surgen en algún
lugar del cerebro porque así lo quiere él, porque así funciona, explosión tras
explosión de descargas eléctricas resultado de hechos previos (información
proporcionada por los sentidos, pensamientos, conclusiones...).
Es
complicado, y hasta desalentador, pensar, saber, que casi todo el tiempo
estamos en un plano distinto (¿superior, inferior?) a la realidad de lo que
hacemos segundo tras segundo casi sin darnos cuenta. Y pensar, saber, que la
película de nuestra vida es, siempre con el imprescindible equipaje de la
memoria, lo que aparenta que queramos que sea.
Que
somos una sucesión de ideas/razonamientos llevadas a efecto para interaccionar
es consabido, lo trascendental es saber de dónde vienen y, ante todo, cómo,
desde cuándo y por qué las percibimos en nuestro interior. Entonces, quizá, a
lo mejor, sabremos qué es lo que nos hace ver que estamos ahí con nuestro
propio yo y nos haga especiales más allá de una máquina que funciona según el
gran programa que el transcurso del tiempo graba en nosotros.
© Juan A. Piñera
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