jueves, 18 de diciembre de 2014

ENTRE VOLUNTAD Y MEMORIA


Juan A. Piñera

      Pongamos que has ido con tus hijos, que son pequeños, unos 6 o 7 años, a la plaza y los has dejado sueltos, a su antojo. Estás sentado cómodamente en un banco. No hace frío. Ni calor. Desde tu perspectiva ves gente en movimiento: niños jugando a la pelota, otros hablan, un grupo corretea, paseantes aparecen y desaparecen en distintas direcciones... y te quedas mirando fijamente, escuchando el cuadro en movimiento, sin pensar en nada: una película de sucesos que en primera instancia aparentan una armónica y lógica aleatoriedad (saltos, movimientos en zigzag, gritos, persecuciones, caídas...) y que luego, siempre, están cargados de las más altísimas dosis de razón. Es uno de esos momentos en que, entre nube y nube, surgen cuestiones sobre lo que somos y cómo funcionamos, sobre si sentimos el total de nuestros actos o nos comportamos casi sin prestar atención a nosotros mismos.



       Por mucho que se intente, por muy meticulosa que sea la búsqueda, es difícil permanecer en ese fino hilo que nos separa entre seres voluntarios plenos conocedores de lo que experimentamos frente a máquinas mecánicas totalmente automatizadas. Por ejemplo, la acción de estar frente a una pantalla, con los dedos situados de manera precisa sobre un teclado, y escribir un texto, es un ejemplo ideal para llevar a cabo el dificilísimo ejercicio de la propia y total autoconciencia. Al igual que subir unas escaleras. Buscar el límite entre lo mecánico, lo aprendido, lo que está memorizado y se transforma en movimientos como respuesta a un pensamiento que puede ser consciente o no, que puede haber surgido solo desde la profundidad de la mente sin haberlo buscado, es una de las actividades supraconscientes más agotadoras que se pueden llevar a cabo. Cuanto más conocimiento inmediato y total del entorno se quiere tener, más lenta se vuelve nuestra parte mecánica (cuerpo). Se pierde utilidad, lo que es contraproducente, en primera aproximación, en términos de supervivencia. Tendemos a hacer las actividades, por lo general, lo más eficaz y beneficiosamente posible (subir las escaleras), porque no tiene sentido para nosotros hacerlo sintiendo la pisada, lanzando la orden de mover el pie, luego elevarlo, a continuación detectar su posición y lanzarlo hacia delante, etc., si no lleva a ningún beneficio (¿qué ventaja podría tener subir unas escaleras a semejante ritmo si llevamos prisa, aparte de evitar una caída, etc.?), es decir, a optimizar tiempo y recursos biológicos.

       Desde ese punto de vista, de la automatización de casi todo lo que hacemos, se podría plantear qué porcentaje de tiempo somos totalmente conscientes del control de nuestra vida. Los primeros años corresponden al aprendizaje universal. Tanto el lenguaje como la automoción precisan de años de ensayo y error hasta alcanzar el nivel suficiente para defendernos (habla, traslación, huída...). Pasados los años, ya en la madurez física, por poner un caso, marchamos por la vida de un lugar para otro usando la información aprendida. Si necesitamos trasladarnos es suficiente que surja el pensamiento del lugar de destino para que el cuerpo accione los complejísimo mecanismos aprendidos correspondientes y comience a moverse, un paso tras otro, subiendo aceras, cruzando calles, esquivando coches y, probablemente, pensando en otra cosa o realizando alguna tarea accesoria (escribir en el móvil, escuchar música, conversar, ver escaparates...). Se podría contabilizar el tiempo gastado en las 100 o 500 ideas que durante un día pasan por la cabeza cuando estamos plenamente conscientes y el gastado en utilizar recursos memorizados para llevar acabo esas 100 o 500 ideas de modo automático y llegar a la conclusión de que es muy poco el tiempo que estamos junto a nuestro cuerpo, a la par, ejecutando una acción concreta mientras detenemos el tiempo para apreciar la total realidad de lo que hacemos, con todas sus partes lógicas, las sensaciones que se experimentan, la recogida de datos necesarios, las decisiones tomadas y a tomar según corresponda, etc. Hasta 20 o 30 parecen muchas. Diría que son cero. Ninguna. No hay momento en el día en que nos paremos, como si fuéramos un robot, o un auténtica máquina analizadora, a hacer, tan sensorial, racional y voluntariamente como se pueda, cualquier acción por simple que sea. Parece que se detiene el tiempo. No parece, es que hay que hacerlo. Podía intentar un ejercicio muy simple que sirviera para buscar lo que quería. Un afeitado podría se útil. Un día lo hice como de costumbre: la idea previa de afeitarme fue sucedida por una serie de acontecimientos memorizados que siempre se ejecutan igual: empezar por el mismo lado de la cara, continuar hasta un punto, volver a repasar, etc., etc. hasta terminar en el tiempo de siempre casi sin darme cuenta de nada. Otro día me propuse hacer el ejercicio procurando analizar todas las situaciones: ver la mano, coger la cuchilla, evaluar la posición de la mano, la cantidad de espuma, análisis de la zona de la cara, movimiento de la mano a un sitio y otro, etc. etc. y fue prácticamente imposible terminar, pues las variables a considerar eran tan grandes, y el continuo anular el sentido de la vista, que llegué al punto de concluir que era tarea inútil. Primero, por el factor tiempo; segundo, porque era irrealizable acabar con la precisión del procedimiento de costumbre, un procedimiento que, memorizado, resulta infinitamente más eficaz si se “deja” ejecutar automáticamente. Porque parece que somos eso, una máquina que ejecuta continuamente procesos previamente memorizados, que se han ido perfeccionando con los años, y que suceden a una idea, deseo, anterior que, no sabemos, si solo obedecen a la necesidad de satisfacer necesidades (sí, necesidad de satisfacer necesidades), al arbitrio pseudoaleatorio de estados mentales (por ejemplo, ejecutar el acto de rascarse un ojo, con todos sus precisos movimientos, tras la sensación de picor, mover un pie arriba y abajo porque sí...) o a la voluntaria sucesión de pensamientos o ideas que surgen en algún lugar del cerebro porque así lo quiere él, porque así funciona, explosión tras explosión de descargas eléctricas resultado de hechos previos (información proporcionada por los sentidos, pensamientos, conclusiones...).

       Es complicado, y hasta desalentador, pensar, saber, que casi todo el tiempo estamos en un plano distinto (¿superior, inferior?) a la realidad de lo que hacemos segundo tras segundo casi sin darnos cuenta. Y pensar, saber, que la película de nuestra vida es, siempre con el imprescindible equipaje de la memoria, lo que aparenta que queramos que sea.


       Que somos una sucesión de ideas/razonamientos llevadas a efecto para interaccionar es consabido, lo trascendental es saber de dónde vienen y, ante todo, cómo, desde cuándo y por qué las percibimos en nuestro interior. Entonces, quizá, a lo mejor, sabremos qué es lo que nos hace ver que estamos ahí con nuestro propio yo y nos haga especiales más allá de una máquina que funciona según el gran programa que el transcurso del tiempo graba en nosotros.

 ©  Juan A. Piñera

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