Jesús A. Salmerón Giménez
A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que
sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco.
Montaigne
Fue
un viaje largamente pensado (y soñado). Cuando en el verano del 2013 convalecía
de una difícil enfermedad, en un hospital de Murcia, mis ojos, a través de los
cristales asépticos de la ventana, miraban ya hacia el corazón de la Borgoña, el
vórtice de Montaigne. Este bordelés genial me ha acompañado en gran parte de mi
vida y es para mí como un hermano mayor,
como un amigo muy próximo, al que, en momentos de inquietud y dudas, acudo
siempre en busca de su sabio y benevolente consejo. Pero también en los
momentos felices lo busco, pues sus escritos siempre multiplican la alegría de vivir.
En
el verano de 2014, emprendí junto a mi familia uno de los viajes que más ilusión
me han hecho en mi vida, y que resultó ser a la postre el más feliz de los que
habitan, hoy en día, en mi memoria.
Con
el aire suave y anhelante de la alegría, partimos hacia el norte. La primera
ciudad de suelo francés que pisamos fue Burdeos, que nos recibió con la luz
cálida de un sol próximo al horizonte: la dorada luz del atardecer nos acogió
en Francia.
La
girondina Burdeos es una ciudad pujante de 240.000 habitantes, que tiene un
centro histórico bellísimo, levantado en el corazón del siglo XVIII y modelo -el ideal dieciochesco- de la ciudad
racional pura. En ese centro neoclásico hay dos edificios perfectos (ambos de
Víctor Luis), que se miran con costumbre de siglos. Por un lado, el Gran Teatro
de Burdeos. Por otro, Le Grand Hôtel de Bordeauz.
A
esta hermosa ciudad llega Goya en 1824, huyendo de la España oscurantista de
Fernando VII. La llegada a Burdeos fue narrada por su amigo Leandro Fernández de Moratín: “Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y
débil, y sin saber una palabra de francés, y sin traer criado (que nadie más
que él lo necesita), y tan contento y tan deseoso de ver mundo”.
(“Ve mundo”, exhortaba también Montaigne:
lo primero que visitamos de Burdeos fue su formidable estatua de mármol blanco que
flanquea, junto a la de Montesquieu, la inmensa plaza de Quinconces: no en vano
fue alcalde de la ciudad durante cuatro años).
Y es en esta ciudad, donde vería
la última luz del mundo ("...me falta todo menos mi fuerza de
voluntad y esa la tengo en exceso". Goya. Carta a un amigo), el
genio aragonés pinta su última obra maestra: La lechera de Burdeos.
Curiosamente, un vibrante lienzo en el que Goya se expresa con total libertad y
optimismo (La serena delicadeza que
envuelve a la joven, y el recuperado entusiasmo por el color, por la luz y la
belleza, parecen revelar una reconciliación con la vida, una nueva juventud de
Goya en la bella ciudad de Burdeos).
Dejamos -con anticipada
nostalgia- esta luminosa ciudad y nos dirigimos al centro del viaje, al château
de Montaigne.
En lo alto de una colina, en el corazón
de Francia -apenas 50 kilómetros al este de Burdeos-, se alza su castillo
cercado por robles y campos de heno. En el siglo XVI, era la casa de Michel de
Montaigne. En ella, a los 38 años de edad, decidió retirarse y pasar recluido
el resto de su vida, reflexionado y escribiendo. Una decisión sorprendente en
una persona con un perfil tan brillante, que parece intimidarnos (¡y nada más
lejos de su personalidad!): pertenecía a la nobleza, abogado, amigo del Rey de
Francia y en dos ocasiones prefecto de
Burdeos.
Al principio no sabía sobre que
escribir. Pero poco a poco, dando vueltas en su biblioteca, le surgió la
revolucionaria idea de escribir sobre un asunto que él podía conocer a fondo:
él mismo. Comenzó a describir como era ser Michel de Montaigne.
Y fue avanzando en uno de los
libros más revolucionarios, cautivadores y fascinantes que se han escrito “Los
Ensayos”: Un libro que transformaría nuestra concepción sobre lo que es el ser
humano.
Así como quien visita a un amigo,
quise conocer su torre (el castillo es una reconstrucción, con el mismo diseño
que el original -destruido en un incendio en 1885-: sólo se salvó su torre),
para acercarme más a Montaigne, para fomentar más esa extraña sensación de
proximidad que he tenido siempre con él, desde que leí su primer ensayo (Por distintos medios llégase a igual fin).
Una lluvia fina nos dio la
bienvenida. Conforme avanzábamos, atravesando el magnífico parque en el que
está enclavado, la emoción acrecía: Esa
era la torre donde trabajaba. Desde el exterior parece hermosa, situada en
una de las alas del castillo, una construcción gruesa y de poca altura, que no nos
manifiesta los cuatro pisos que alberga en su interior.
Qué conmovedor resultó entrar en
ella y encontrar todo como en su época, tal y como la había descrito él siglos
atrás. En la planta baja había una capilla (cuya acústica había sido diseñada
para que pudiesen oírse los cánticos de la misa desde arriba) y una escalera de
caracol de interior nos conduce al piso superior, encima de la capilla: su
dormitorio. Subiendo los escalones, desgastado por siglos de pasos, se
encuentra un nicho para el aseo y justo encima de éste, el refugio favorito de
Montaigne y lo más interesante de ver: la biblioteca, donde todavía se halla el
escritorio descrito con detalle por el filósofo. Lo primero que uno piensa, es
que es el refugio perfecto para un pensador. Había un millar de libros forrando
las paredes y espacio de sobra para caminar en círculo (la habitación sería muy
distinta: ahora es austera y blanca, con los suelos de piedra desnudos, y
entonces habría tenido todo el suelo cubierto, probablemente de juncos. En las paredes habría murales, todavía frescos. En invierno, el fuego
estaría encendido en la mayor parte de las habitaciones, aunque no en la
biblioteca principal, que no tenía chimenea, Bakewell). En las vigas del
techo, todavía se conservan las citas clásicas que hizo pintar, y que nos
recuerdan la transcendental decisión de Montaigne de retirarse de la vida
pública para dedicarse a la reflexión y a la escritura. Las mejores ideas se le
ocurrieron así, según cuenta. Desde las ventanas, él contemplaba el jardín (la
vista no debía de ser muy distinta en aquella época. Miré por la ventana, como
habría hecho el propio Montaigne: el patio central y el impresionante paisaje).
Nos alejamos de aquel lugar
maravilloso, donde aquel hombre se retiró a pensar y cambió la concepción del
mundo. Aquel hombre en el que tanto confío, al que considero un amigo: un
hombre con el coraje para decir grandes verdades, con palabras sencillas y
honestas.
Con la emoción a flor de piel (Nuestra alma se expande a medida que se
llena, Todorov), nos fuimos alejando de aquel lugar encantado y adentrándonos
en la campiña francesa: una carretera pintoresca, viñedos, un pequeño canal,
rastros de un pasado medieval…un entorno amable que sin
duda encantaría a Montaigne.
Visitamos las ciudades de la
Dordoña (Bergerac -que cuenta con dos estatuas de Cyrano, quien curiosamente no
tiene nada que ver con el pueblo-; Montignac –donde se encuentran las cuevas de
Lascaux, con sus formidables pinturas rupestres-; Sarlat-la-canéda –una
maravilla de ciudad medieval que se ha preservado milagrosamente intacta en el
tiempo, y en la que se conserva la masion
de la Boetie, el gran amigo de Montaigne, al que le dedicó páginas
memorables; y por último, Périgueux, una hermosa ciudad de la que, lo menos que
puedo decir, es que me hubiera gustado vivir en ella).
Cuando regresamos, todavía
indemnes en la retina todas las maravillas de aquellos lugares (belleza urbana,
historia, naturaleza al descubierto) que
habíamos recorrido con los ojos bien abiertos y los sentidos a flor de piel,
todavía había de depararme aquel prodigioso viaje otro tesoro que disfrutaré el
resto de mi vida: mi gran -y admirado- amigo Paco Pino, me aguardaba con un
regalo único, irrepetible, que no cambiaría por nada en el mundo: un
maravilloso díptico de Montaigne.
¡Cuánto Montaigne en la memoria!
© Jesús A. Salmerón Giménez
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